Por Rafael Barriga
La “Época de oro” es un testimonio de un momento en que el cine mexicano era tan visto en América latina, como el cine de Hollywood. Sin embargo, hay teorías que sugieren que el “cine de oro” fue un instrumento de consolidación de un régimen político.
El tiempo no ha sido generoso con las películas de la llamada “Época del oro del cine mexicano”. No lo ha sido, como si ha sido benigno con otros movimientos que por las mismas épocas llevaron a tantos espectadores a las salas de cine: el neorrealismo de Italia, la Nueva ola de Francia. Difícilmente las cintas del cine de oro mexicano –con las excepciones de varias películas principalmente dirigidas por Luis Buñuel– caben en el imaginario colectivo de la historia fundamental del cine. Las nuevas generaciones estudiosas del cine, conocerán de cerca de Rohmer o a De Sica, pero seguramente ignorarán por siempre las hechuras de Emilio “El Indio” Fernández, Ismael Rodríguez y Roberto Gavaldón.
Las grandes figuras del cine mexicano, Jorge Negrete, María Félix, Pedro Infante, Dolores del Río, son apenas recuerdos de abuelitas y bisabuelitas que guardan los recortes de retratos bellamente glamorizados en cajas de galletas. La “comedia ranchera”, género que en su momento estuvo de moda en toda América Latina, es asunto enterrado en un pasado demasiado lejano. La abstracción del “México lindo y querido” fue suplantada para nuestra clase media por el ideal del sueño norteamericano.
Sin embargo, en los anales de la historia del cine, debe constar que el cine de oro mexicano no significó solamente los impresionantes números (cerca de ciento cincuenta películas estrenadas cada año, en los mejores años, millones de espectadores por película, decenas de miles de trabajadores del cine laborando para los estudios establecidos), sino que también estas películas ayudaron –o conspiraron–, dentro y fuera de las fronteras del cuerno de la abundancia, a generar una identidad mexicana. Ciento por ciento mexicana, ¿Fue justa y democrática esta formación identitaria? ¿Fue el cine mexicano, con todo su poder y fama, capaz de construir un mejor México? Imposible determinarlo, aun cuando todos sabemos que el cine y el arte nunca han sido capaces de cambiar nada. ¿O sí?
El macho bravucón
Decenas de estudios y libros nos enseñan que el gobierno mexicano, entre los años treinta y sesenta, realizó enormes esfuerzos para controlar la industria cinematográfica, y para influir en ella el biotipo del carácter mexicano post-revolucionario: aquel del macho bravucón, enamoradizo y cantador. Este proyecto es la más importante manifestación de una intención unificadora y nacionalista que abarcó además la literatura y las artes plásticas.
En 1935 el Estado Mexicano se declaró amante del cine. Y ahí, con Vámonos con Pancho Villa, de Fernando de Fuentes, arrancó el cine de oro mexicano. En ese año se reformó la constitución de México para que el Congreso pueda legislar sobre la industria fílmica. Se creó, durante el último año del Gobierno de Manuel Ávila Camacho (1940 – 1946) una ley de exención a todos los impuestos de la industria del cine, y se creó el Banco Nacional Cinematográfico, que ayudó a financiar muchas de las películas mexicanas. La evidencia sugiere que seguramente las políticas culturales mexicanas fueron llevadas a cabo con, entre otros fines, el de pregonar un mensaje que beneficiase al partido en el poder.
El Estado Mexicano de la década de los cuarenta está muy alerta del poder de penetración del cine: “Para México, la significación e importancia de la Industria Cinematográfica rebasa en mucho su aspecto estrictamente comercial, ya que constituye lazo de unión entre los mexicanos” escribe Federico Heder, director del Banco Nacional Cinematográfico en el sexenio del Presidente Adolfo López Mateos (1958 – 1964). Y continúa: “Esto obliga a que el estado intervenga en forma decisiva en el desenvolvimiento y en el alcance de la cinematografía, señalando medidas reguladoras y controlando su actividad”.
El cine mexicano de la década de los treinta y cuarenta sirvió para el conocimiento del público en general de algunas regiones del país, y para fortalecer la identidad local. Cintas como ¡Qué lindo es Michoacán! (1943) de Ismael Rodríguez, ¡Ay qué rechula es Puebla! (1946) de René Cardona, Bajo el cielo de Sonora (1948) de Rolando Aguilar, La norteña de mis amores (1948) de Chano Ureta, entre otras, son ejemplos de aquello. Sin embargo, el cine nacional mexicano propuso a la región de Jalisco como el sumum de la mexicanidad, la figura del charro como su principal representante, y la comedia ranchera como su género favorito. Charles Ramírez Berg, profesor chicano que ha pasado su vida estudiando el tema escribe: “el modelo es ideológicamente conservador, mostrando y endosando la gloria de un ideal paradójicamente anti-revolucionario: que cada persona o grupo de personas tiene un lugar asignado dentro de la sociedad mexicana”.
En efecto, en el cine mexicano de la época de oro el hacendado, el charro, el granjero, la sirvienta, el indio, tienen todos su lugar y su posición social en la que parecen estar muy cómodos. En el centro de este universo está el charro, vestido con ropa de montar, decorado con la opulencia que marca el camino que lo liga con la aristocracia rural. Él es un personaje que ha definido el significado de la palabra “macho”, siendo el “machismo” la vía que usa el charro para alimentar su insaciable ego masculino. Él siente gloria en pertenecer al género masculino, y por ello cree que tiene prerrogativas sociales.
El auspicio del Estado Mexicano a esta concepción cultural nacional, a través del cine, encontró no pocos detractores. Sin embargo, en aquel momento circuló un ensayo del filósofo Samuel Ramos, “El perfil del hombre y su cultura en México” que concluye que el mexicano sufría de un tremendo complejo de inferioridad. Algo había que hacer, según la lógica gobiernista. El cine de oro fue la respuesta.
El campo, la ciudad
Hubo, sin dudas, en el cine mexicano, crítica social. Esta vino de la mano de otro género de importancia: el melodrama indigenista. Sirvió también para reforzar el establecimiento de un estado nación. Río Escondido (1947), dirigida por Emilio “El Indio” Fernández y protagonizada por la estrella máxima de toda la historia del cine de México, María Félix, empieza con una singular exaltación nacionalista. Una imagen de la bandera mexicana es adornada con los acordes de una canción en voz de mujer: “México, México”. El cacique, el gobierno federal, la iglesia, son importantes protagonistas y antagonistas de esta historia que recorrió toda América Latina en salas de cine llenas a reventar. La vida rural, como muchas películas de la época, es representada como un espacio al que hay que mejorar, al que hay que “civilizar”. María Félix, encarnando a una profesora de escuela rural, no deja de decir que hay que derrotar a los malos mexicanos, que hay que convertirlos al bien a través, obviamente, de las costumbres cristianas.
La experiencia urbana es representada de manera diferente. Cinta cimera del cine de oro mexicano es Nosotros los pobres (1947, dirigida por Ismael Rodríguez), vehículo para la glorificación de la estrella masculina por excelencia de México, Pedro Infante. En este mundo, la pobreza se sublima, “porque los ricos no tienen los valores que los pobres sí han sido capaces de mantener”. La cinta es, según la página web oficial de la autoridad fílmica mexicana IMCINE, la “más taquillera del cine mexicano” y “el monumento fílmico de nuestra cultura popular”. El filme empieza con una advertencia: “Presentamos una fiel estampa de estos personajes de nuestros barrios pobres –existentes en toda gran urbe– en donde, al lado de los siete pecados capitales, florecen todas las virtudes y noblezas y el más grande de los heroísmos: ¡el de la pobreza! Habitantes del arrabal… en constante lucha contra su destino, que hacen del retruécano, el apodo y la frase oportuna, la sal que muchas veces falta a su mesa”. Advertencias similares se han de escuchar en muchas otras cintas del cine mexicano, en especial, una que pasó todas las pruebas impuestas por el tiempo, la obra maestra de Luis Buñuel de 1950, Los olvidados.
Nosotros los pobres es un sufrimiento colectivo, un nosotros que se opone a un ustedes los ricos (título de una película posterior de la serie de Pepe el Toro) en donde los de las clases altas salen perdiendo por no tener el “corazón” ni la solidaridad de los miembros del arrabal.
Parece claro que parte de la función de estos y otros filmes de la época de oro es adoctrinar y tratar de crear una conciencia nacional en un país tan diverso étnicamente y tan disperso geográficamente como México. Los directores lo tienen muy claro: están conscientes del poder del cine en la formación de una identidad común para los mexicanos, de su fuerza para forjar patria. En su libro “Una radiografía histórica del mexicano” Alejandro Galindo aborda el tema: “Nada como el cine para hacer de la población de México un pueblo con características nacionales y culturales unitarias. Esto es: hacer del cine un instrumento de creación y participación de valores en común que es, en último término, lo que integra o constituye una nación.”
Un cine netamente latinoamericano
América Latina en pleno abrazó como propia la cinematografía mexicana de la época de oro. El auge del cine mexicano favoreció el surgimiento de una nueva generación de directores, que tenían en mente un tipo de cine nacional propio: Emilio Fernández, Julio Bracho, Roberto Gavaldón e Ismael Rodríguez, por mencionar a algunos. Para el público, sin embargo, fue más interesante la consolidación de un auténtico cuadro de estrellas nacionales. María Félix, Mario Moreno “Cantinflas”, Pedro Armendáriz, Andrea Palma, Jorge Negrete, Sara García, Fernando y Andrés Soler, Joaquín Pardavé, Arturo de Córdova, Pedro Infante y Dolores del Río serían las figuras principales de un star system sin precedentes en la historia del cine en español.
En esos años, el cine mexicano abordó más temas y géneros que en ninguna otra época. Obras literarias, comedias rancheras, películas policíacas, comedias musicales y melodramas, formaron parte del inventario cinematográfico mexicano. De hecho, nunca se repetiría en América Latina un fenómeno de esta naturaleza.
Idealizada por públicos, puesta en la tierra por académicos, sujeto a teorías conspirativas por observadores, el cine mexicano de mitad del siglo veinte está siendo olvidado. Con la muerte reciente de varias de sus figuras –Ismael Rodríguez, Delia Garcés, Miguel Aceves Mejía y María Félix– la discusión sobre la importancia del cine en la identidad mexicana ha vuelto a la vida.
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