Por Galo Alfredo Torres
Confesiones de un crítico: Galo Alfredo Torres escribe sobre su oficio, y reflexiona sobre las múltiples facetas de algo –la crítica– que escasea en el cine ecuatoriano.
En términos muy amplios, el ejercicio crítico cinematográfico es la creación de un texto escrito a partir de un texto fílmico. Añadiré que tal escritura se la hace desde unas nociones o ideas que a su vez configuran una visón del mundo y del cine de quien escribe. Valéry llamaba “poética” al estudio del “hacer artístico”, a la acción que hace surgir una obra, y Eco entiende por poética el “programa operativo”, el conjunto de certezas y saberes que condicionan una praxis creadora. Llevando estas premisas al terreno de la crítica, lo que me interesa plantear es que si la escritura sobre el cine surge de una manera de mirar el mundo y el cine, esto equivale a decir que la crítica también tiene una poética. Consecuentemente, a esta poética, surgida de una manera de mirar desde un lugar del mundo, le es inherente una estética, una ética, una política y, en tanto labor subjetiva y personal, una estilística, una singularidad discursiva.
Lo que sigue no es una aséptica argumentación sobre la crítica en general y comentada en abstracto –o dicha en tercera persona– sino una autoreflexión sobre mi mirada y el modo en que procedo. No olvido que soy una suma de influencias, una mezcla, pero una mezcla particular. Estos apuntes le deben mucho, entre otras lecturas, no a un crítico de cine sino a Wilfrido Corral, el provocador teórico literario ecuatoriano, sobre cuya poética crítica escribí una breve reseña para el X Encuentro sobre Literatura Ecuatoriana de Cuenca, 2008.
¿Y para qué la crítica?
La pregunta es de Baudelaire, y la hizo a mediados del siglo XIX. Para responderla escribió sobre exposiciones y salones de pintura; sobre pintores, dibujantes y escultores; teorizó sobre el color; descalificó a varios pintores, declaró a Delacroix el maestro de maestros, ensayó sobre el romanticismo, la comedia y la literatura; se gastó cientos de páginas sin formular una respuesta concreta. O quizá la respuesta la constituya todas esas páginas.
¿Hay una crítica?
Históricamente, la tradición crítica se ha movido entre dos opuestos: la poética o close reading, volcada al análisis de la composición, estructura y funcionamiento –textual y contextual– de una película; y la interpretativa, aquella que trata de establecer los sentidos o significados explícitos e implícitos que se desprenderían de un filme. Pero a su vez, las dos tendencias eventualmente pueden o no depender de una escuela o teoría –un conjunto de proposiciones solidarias y excluyentes– como el psicoanálisis, el estructuralismo, el feminismo o el culturalismo, cuyos sistemas categoriales sirven como visores para enfocar algún aspecto del cine en general o de una película en particular. Considero que la mirada compositiva debe complementarse con la interpretativa, que la una siempre se completa con la otra. Por ello echo mano de varios conceptos que los tomo de diferentes teorías: éstas son como un cajón de sastre. Y si es necesario también recurro a la literatura, la pintura y el arte contemporáneo, tan generosos en claves –o llaves– de entrada a la imagen cinematográfica.
¿Es específico un discurso sobre el cine?
Creo que la escritura sobre una película comparte ciertos principios y procedimientos con el análisis de otros actos creativos y comunicativos. Pero la naturaleza del medio, su lenguaje y las coyunturas contextuales de una cinematografía definen una especificidad: el objeto cine tiene muchos matices. Así, una cinematografía en ciernes como la nuestra, obliga a que los juicios críticos, acompañen y discutan las estructuras, que apunten a los rasgos compositivos y funcionales de un filme antes que gastarse toda la página en derroches interpretativos. Así, me parece tan imperativo señalar los puntos sueltos de un guión defectuoso o las manchas en la construcción de un personaje como los significados evidentes u ocultos –deológicos y simbólicos– que esos guiones o personajes sugieren. No hay que darle todo el pasto a la teoría.
¿Es la del crítico una mirada privilegiada?
Sí, y sencillamente porque es mirada entrenada, como la del lector o un catador, pero en este caso de imágenes, de su composición, funcionamiento y significados. Eso convierte al crítico en un espectador aventajado, lo cual por cierto no me otorga privilegios sino más bien responsabilidades, y no precisamente de educar o guiar al espectador –lo cual puede ser un efecto colateral– sino la de iniciar, encausar y mantener una conversación sobre el cine. No se trata de legislar, sino de postular y sostener la continuidad de un diálogo.
¿Debe la crítica promover preferencias subjetivas?
Absolutamente. Soy yo el que afirma tal y tal cosa. Creo en lo que digo y manejo convicciones. Pero a esta convicción la complemento con la certeza de que lo que afirmo puede ser discutible y debe ser discutido, como son discutibles las aseveraciones del otro. Iniciada la conversación, lo que hay que ofrecernos es el esfuerzo de calibrar y abrillantar nuestros argumentos.
¿La crítica debe incomodar?
Sí, porque lo mío es hacer afirmaciones y expresarlas públicamente. Son afirmaciones que enjuician, enuncian criterios de valor y jerarquizan; o dicho de otra manera, son afirmaciones que argumentan cualificaciones y a veces cuantificaciones. Y no olvidemos que sacar mala nota incomoda.
¿El crítico emite criterios de valor?
Aparte de analizar hay que enjuiciar, calificar o descalificar un filme. No hay que olvidar que esta valoración se la hace en base a una regla, a un canon: la historia del cine es esa medida. Ciertamente que el canon cinematográfico –ese grupo de películas y realizadores modelos– puede ser problemático y discutible, pero incluso en su problemática sigue siendo un canon. Sea narrativo o no narrativo, de imagen correcta o incorrecta, emotivo o reflexivo, espectacular o artesanal, intimista o político, hay un cine y su escritura a los que hay que honrar, o lo que es igual: todos nos esforzamos por alcanzar a Wells en la realización, a Cabrera Infante o a Ruffinelli en la crítica.
¿Debe apelar a jerarquizaciones?
Inevitablemente, desde mis gustos y experiencias, remarco los logros y otorgo coronas; y al contrario, señalo defectos y carencias. Para los méritos tanto a nivel de la historia como del discurso de un filme están reservadas cinco coronas –como a Lake Tahoe, de Fernando Eimbcke, por ejemplo, que es una de las cosas más bellas que he visto en estos tiempos–; y para las demás hay una pendiente de cuatro, tres, dos y a lo sumo una corona. ¡Retazos de vida no se merece ninguna!
¿Defiendes la inevitabilidad de las comparaciones?
Recuerda que hay un canon, una medida, unos modelos cinematográficos y su escritura para cada época y cada región. Hay nombres y obras que son referentes. Analizar y emitir un juicio a partir de las proximidades o distancias con respecto a esos referentes es incurrir en la comparación, en el contraste entre propuestas cinematográficas.
¿Cómo es eso de que el crítico tiene derecho a equivocarse?
Afortunadamente siempre hay miradas más agudas y dotadas que la nuestra. Será por eso que he tenido que devolver más de una corona a alguna película. Y al contrario, luego de algunas vueltas, he debido retirar mi confianza a algunos buenos arranques pero con muy poco agarre. Hay películas que envejecen bien y otras muy mal.
¿Es el desacuerdo un estímulo?
Si he hablado de conversación, en su curso necesariamente surgen acuerdos y desacuerdos. El hecho de intentar resolver estos últimos es lo que mantiene encendido el fuego del debate. Los acuerdos son la tibieza, y son a su modo saludables. Los desacuerdos no dan calor. La verdad no existe, pero sí su aspiración, y el desacuerdo es el combustible que mantiene viva la hoguera de esa aspiración.
¿Debe el crítico enunciar sus disgustos?
El crítico es un aguafiestas, sobre todo cuando tiene que escribir sobre lo que no le gusta. Y esto ocurre porque la crítica es un gusto personal expresado y argumentado —lo cual nada tiene que ver con la gratuidad subjetiva—; al contrario, trato de que mis apasionamientos y gustos, por encima de sí mismos, aspiren a la objetividad. Y por supuesto, tengo mis preferencias. Comulgo más con el cine intimista y estetizante que con el político. Pero si enfrento a un filme político, imaginativo e ingenioso, le doy el premio. Mi modelo en este sentido, de cómo el cine estetiza la política, es Pajarracos y pajaritos (1966), de Pasolini.
¿Crees que la crítica a la crítica es positiva?
Más que positivo, es necesario, es nuestro deber y salvación. Solamente esos criterios opuestos y expresados sostienen la conversación, y consecuentemente, acompañan un proyecto cinematográfico. Nuestra cinematografía en ciernes requiere esa mirada y esas palabras que incomoden, que replanteen lecturas y mapas, que descubran valores ocultos y desnude imposturas, pero este gesto –volcado hacia su referente– se completa con el acto supremo de la crítica: enjuiciar a la crítica, a toda crítica.
¿Solo hay cine en un texto crítico?
Yo sostengo de plano que un texto crítico registre lo que le pasa a una película, que un texto predique de su referente real. Pero esta es solo una parte de la diversión. Lo que pretendemos –y nos esforzamos por lograr– es que también le pase algo al texto en tanto texto, en tanto escritura. Dicho de otro modo, al texto hay que dotarlo de un valor agregado, de un poco de ingenio.
¿Crea política la crítica?
Algunos críticos latinoamericanos creen que no obstante el giro intimista del cine subcontinental, la política está allí: ya no en primer plano sino como telón de fondo. Me interesa la política en tanto crítica política a los macro, meso, micro y nanopoderes de toda tendencia. Las utopías son ficciones, y como dice Gunning, la historia nos enseña que ciertamente sirven como inspiración, pero en la medida en que se mantengan lejanas y permanezcan como utópicas…Y cierro –creo que abruptamente– con esta perla de Wilfrido Corral, el “trabajo de un crítico no es tener la razón sino expresar su opinión”.

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