Por Josefina Sartora
Raúl Ruiz dirigió La comedia de la inocencia, en donde la protagonista es la incertidumbre y la confusión.
El chileno Raúl Ruiz ha cobrado una presencia contundente. El suyo es un cine apoyado en lo mental, que habla de vínculos, de conjuntos de relaciones entre personajes y mundos que proliferan, se bifurcan, se superponen, o se desvanecen.
De esas bifurcaciones trata La comedia de la inocencia. Después de cumplir nueve años, Camille parece vivir una crisis de identidad. De un modo frío y distante, le comunica a su madre que no es su hijo, que esa no es su casa y que quiere irse a la casa de su verdadera mamá. La madre, Ariane, interpretada por Isabelle Huppert, no comprende nada, pero accede al pedido de su hijo. Para asombro de Ariane, el chico la lleva a esa otra casa, en un barrio desconocido, donde vive esa posible mamá. A partir de entonces, Ariane compartirá a su hijo con otra mujer, Isabella que ha perdido el suyo dos años antes y sin embargo acepta ser la madre de Camille. Hay muchas preguntas que reclaman respuesta: ¿estamos ante un caso de transmigración de almas? ¿Un reclamo de atención a una madre distante?¿Una esquizofrenia? ¿Un alevoso intento de apropiación?
Ruiz ha llevado al cine la novela de Massimo Bontempelli “Il Figlio Di Due Madri”, cuyo título sintetiza la situación angustiante que viven los personajes. Pero el viejo tema del doble está presente no sólo en el argumento sino también en la puesta en escena: los espejos, los cuadros, las esculturas, las sombras son recurrentes. Las casas de las dos madres son equivalentes: burguesa una, bohemia la otra, son viviendas de intelectuales elegantes, que se rodean de objetos artísticos. Las esculturas –africanas en una, clásicas en la otra– son todas representaciones de figuras humanas, dobles de los personajes, también criaturas del arte. Los cuadros, en los que se hace hincapié, reduplican esas imágenes humanas. El acento puesto en la iconografía se hace pesado. Todo semeja una escenografía –Ariane es escenógrafa– donde se desarrolla la comedia (¿de la inocencia?).
La duplicidad toma otros giros. Esta es una película sobre la niñez y sus conflictos, sus fantasías y sus crisis. Pero ¿quién es el niño y quién el adulto? Tanto Ariane como el niño tienen conductas muy infantiles, están aferrados a sus juguetes de infancia y viven en la casa familiar, en cuyo sótano conservan el mobiliario original, incapaces de despegarse del pasado y los misterios familiares. Este thriller psicológico va creando una expectativa pinchada al final, o frustrada, porque la solución no mantiene el tono laboriosamente logrado. Si durante una hora y media parecía que estábamos transitando por los mundos paralelos, fantásticos, tan cercanos a Borges y a la literatura del siglo XX, en los que no existe certeza, la resolución resulta trivial.
Si el filme encuentra un buen sustento en las excelentes interpretaciones, Isabelle Huppert corrobora una vez más que es una actriz extraordinaria. Tiene la escuela de interpretación francesa arraigada hasta el tuétano. Su expresión va de la desorientación a la entrega pasiva, de la distancia y la duda a la fría determinación. Y el último, largo plano de su mirada es el doble del plano final, reciente pero ya inolvidable, de Gracias por el chocolate de Claude Chabrol

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