Por Carolina Benalcázar
Un bosque que nos absorbe, al cual la cámara sucumbe con un espíritu dócil e inquisitivo por igual, abre O que arde. A lo poco, un plano que sobrevuela el bosque atestigua la caída de sus árboles como si fuesen piezas de dominó. “Es así cómo opera el poder”, parece decirnos el arranque de la película, haciendo parecer que las cosas caen, desaparecen, se silencian por arte de magia. El sonido de la caída es seguido por el sonido de la máquina que la orquesta, el cual se coloca en primer plano. Este carece la riqueza de amplitud, textura, dimensión espacial e incluso color que habitan todo lo que seguirá en Lo que arde, el tercer largometraje de Oliver Laxe.
En el campo gallego, como un actor más de su ecosistema, está Amador, un hombre de cuyo pasado sabemos poco, quizás justo lo suficiente. Lo conocemos cuando termina de cumplir condena tras haber sido acusado de causar el más reciente incendio en la región. Un bus que atraviesa los montes verdes cobijados de neblina lo lleva a la casa de su madre Benedicta, inaugurando una de las relaciones que veremos desenvolverse a lo largo de la película. 
Es en parte la multitud de relaciones que habitan O que arde lo que revela su rechazo de la experiencia humana como el centro del funcionamiento de un ecosistema.
Aquí la relación entre una madre y un hijo ocupa un lugar igual de importante que la relación de dos personas y una perra, y la de una mujer y sus vacas. Benedicta es esa mujer y, su cuerpo avejentado nos es presentado como quizás uno de los últimos en este ecosistema donde la promesa de una generación más joven se encuentra ausente. 
Condiciones como la migración de los jóvenes, la precariedad de infraestructura material para construir alojamientos para potenciales turistas – “Galicia es calidad” le dice uno de los obreros a Benedicta cuando ella expresa sus dudas sobre el interés turístico en la región – y la enfermedad de una de las vacas trazan algunos de los contornos dentro de los cuales se desarrolla la cotidianidad en este escenario. Lo que desborda de esos contornos son los afectos. Mucho del tiempo que está dedicado a escuchar las escasas palabras y los silencios intercambiados entre Benedicta, Amador, Luna, las vacas, los árboles y la neblina se expande en O que arde. Esto, en lugar de ralentizar la experiencia, tiene el poder de agudizar nuestros oídos.
Fire Will Come, el título en inglés de la película que se traduciría al castellano como “el fuego vendrá”, anuncia la venida del fuego como un suceso narrativo. Una de sus últimas secuencias es, en efecto, la de un incendio. Por otro lado Lo que arde, el título de la película en castellano que contiene una letra más que el original gallego y el mismo significado, está menos preocupado por el lugar que el fuego ocupa como elemento narrativo. Se interesa, más bien, en abrir la acción de arder hacia territorios que desbordan lo geográfico. Lo que arde es entonces no necesariamente o solamente el bosque. Los afectos también arden. 

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