Por Alexis Moreano Banda
Sobre The Ghost Writer de Roman Polanski.
Un muelle recubierto de una espesa bruma invernal. La cámara, inmóvil, filma de frente la llegada de un ferry, cuya proa mecánica se eleva al momento de arrimarse a la orilla para permitir la salida de los vehículos que transporta. Vista desde tal encuadre, la nave se nos presenta como una gran ballena que, amenazante, abre su inmensa boca ante nuestra pequeñez, como dispuesta a deglutirnos.
En la filmografía de Roman Polanski el agua es un motivo habitual, que se presenta invariablemente bajo un aspecto inquietante, como si en ella se condensaran las pesadillas y los temores más íntimos de los personajes. Al imponernos de entrada este motivo perturbador, sin ofrecernos un contracampo que nos permitiría quizás vislumbrar la seguridad de la tierra firme detrás nuestro, Polanski nos coloca en una situación de impotencia y de parálisis efectiva, en la que no cabe avanzar ni retroceder, dejando en suspenso cualquier desarrollo posible. Basta un solo plano, y quedamos enteramente en manos del realizador.
The Ghost Writer, la más reciente película de Polanski, cuenta la historia de un joven autor con talento pero sin una obra personal reconocida que es contratado como “negro” para mejorar y terminar en un tiempo record las memorias que se apresta a publicar Adam Lang, un carismático ex-Primer Ministro británico. Para ello, deberá partir de un voluminoso manuscrito que venía redactando otro “escritor fantasma”, pero que quedó inconcluso tras la muerte inesperada de este último.
El protagonista parte pues al encuentro de Lang, quien se ha mudado temporalmente con su esposa y sus colaboradores cercanos a una alejada propiedad en una isla de la costa este de los Estados Unidos. Tras estudiar el primer manuscrito y detectar algunas lagunas e incoherencias en la manera en que el ex-Primer Ministro recuerda su ingreso a la vida política, el “escritor fantasma” empieza a sospechar que quizás su predecesor no murió por accidente, como sostiene la versión oficial, sino que podría haber sido asesinado por haber descubierto ciertos pasajes oscuros de la vida de Lang.
La presión se acrecienta cuando Adam Lang (cuyo parecido con el ex-Premier laborista Tony Blair dista de ser una pura coincidencia) es oficialmente acusado de complicidad en crímenes de guerra, lo cual atrae a la isla a un ejército de militantes y de periodistas, tornando la confortable casa de playa en una suerte de prisión dorada, de último refugio para protegerse de la venganza popular y del voyerismo de unos medios ávidos de escándalo.
Encerrado a pesar suyo en la propiedad de Lang, el “escritor fantasma” descubre entre los objetos personales dejados por su predecesor unos documentos comprometedores que parecieran confirmar sus sospechas. El escritor decide entonces, poniendo en riesgo su contrato y probablemente su vida, dejar la isla e indagar en plena luz, allí donde la naturaleza de su función le exige llevar una existencia en la sombra.
Atando cabos, el escritor conseguirá reconstruir en parte el capítulo secreto de la vida de Lang, pero cada nueva pista, cada paso dado en pos de la resolución del enigma, conllevará giros cada vez más inesperados y peligros cada vez mayores, hasta llegar a un desenlace tan trágico como inesperado.
Thriller político eficaz y técnicamente irreprochable, The Ghost Writer se revela desde la primera visión además como un objeto fílmico complejo, rico en significados, intelectualmente estimulante y de altas exigencias artísticas. Apoyándose sobre un sofisticado trabajo actoral y la solidez de su guión, que facilitan uno y otro los acercamientos entre la ficción y la realidad, el filme de Polanski solicita constantemente del espectador una mirada capaz de desvelar la duplicidad, la ambivalencia de todo lo que se presenta ante sus ojos. En un nivel de lectura inmediato, ciertas ocurrencias de esta doble visión son del orden de la evidencia, en particular en lo que refiere a la identificación del personaje de Adam Lang con Tony Blair o la contextualización de la intriga en el marco de la realidad geopolítica del post-11 de septiembre y de las revelaciones de los horrores de Guantanamo y de Abu Ghraib. Pero la película requiere también asociaciones más subrepticias, que reenvían ya sea a temáticas y motivos formales previamente explorados por Polanski, ya sea a la obra de otros cineastas, cuando no a la historia personal y las obsesiones íntimas del realizador.
La representación del agua como figura depositaria del terror fantasmático al que nos referimos más arriba, es precisamente uno de los motivos recurrentes del universo simbólico del realizador, pero que se presenta aquí como la suma crítica de sus ocurrencias anteriores. Así, mientras que en películas como El bebé de Rosemary o en La muerte y la doncella el agua-como-amenaza constituye esencialmente una proyección metafórica de la subjetividad de los personajes, en The Ghost Writer el agua constituye una barrera real, material, plenamente inscrita en la diégesis como frontera geográfica y como teatro de un crimen “realmente” acaecido. El motivo del mar como depositario de los terrores internos aparece así como un elemento estructurante de la trama, que determina el accionar de todos los personajes por igual.
Del mismo modo, allí donde en películas como Chinatown o La novena puerta la construcción de la intriga reposa sobre el entretejimiento improbable de indicios tan dispares como disparatados y que sólo se tornan significantes en la perturbada mente del personaje que pretende hilvanarlos, en The Ghost Writer las pistas parecen de entrada sólidas y la investigación subsecuente avanza de una manera aparentemente lógica y desapasionada, lo cual torna aún más inquietante el giro de tuerca, radical e imprevisible, del desenlace.
Para decirlo rápidamente, The Ghost Writer es una obra profundamente autoreferencial, enteramente atravesada por los motivos formales, estilísticos y temáticos que caracterizan a la filmografía de Polanski. No cabe en este artículo señalar cada ocurrencia de manera detallada, pero podemos al menos poner en relieve las más fácilmente reconocibles. El encierro claustrofóbico, por ejemplo, el aislamiento paranoico y la condición insular, que el cineasta ha explorado previamente en películas como Cul de Sac, Repulsión, El inquilino, La muerte y la doncella y hasta El pianista. O bien el desprecio hacia las clases dominantes, la exposición de la ambivalencia y la amoralidad cínica de los hombres de poder, la humillación y el crimen erigidos en normas (Cuchillo en la agua, Chinatown, La muerte y la doncella, Oliver Twist…). O la construcción de los personajes como marionetas al servicio de una fuerza superior, y por lo general maligna (El bebé de Rosemary, Macbeth, La novena puerta…), o bien la seducción como arma de sumisión (El bebé de Rosemary, La muerte y la doncella, La danza de los vampiros…), el voyerismo culpable (El inquilino, ¿Qué?) y su contraparte, la exposición forzada de la vida privada y el temor al escándalo (Chinatown, Tess…), o, por último, la aparición puntual de unos personajes aparentemente insignificantes, suerte de figurantes que ejecutan mecánicamente tareas absurdas y sin conexión directa con la trama, pero que se revelan a la postre imprescindibles para que la historia avance (en The Ghost Writer, el criado chino que se empeña en recoger las hojas secas de la playa en medio de una tormenta, en el que se refleja el jardinero de Chinatown que lucha contra las algas que invaden el estanque de su patrona). Personajes sin carácter, que parecieran salir directamente de una pieza de teatro del absurdo, pero que aparecen a término como los últimos vestigios de una “normalidad” plácida y hasta jocosa, en medio del universo paranoico y esencialmente siniestro del realizador.
La dimensión autoreferencial de The Ghost Writer no se limita, sin embargo, a las numerosas auto-citaciones que la componen, sino que atañe también a las pasarelas que el filme autoriza trazar entre el universo de la ficción y la exposición pública de la vida del realizador. Como se recordará, Roman Polanski fue detenido recientemente en Suiza mediante un mandato de arresto internacional emitido por el gobierno estadounidense. Durante casi un año estuvo asignado a la residencia en espera de la resolución del juicio que debía determinar su liberación o su deportación a los Estados Unidos, país en el que tiene pendiente cumplir una condena por haber tenido relaciones sexuales no consentidas con una menor de edad en 1977. Es durante estos meses de detención forzada que Polanski culminó la edición de The Ghost Writer, periodo durante el cual el realizador se convirtió en una presa privilegiada de los diarios de escándalo, como le sucediera dos veces antes en su vida: la primera tras el horrendo asesinato de su esposa Sharon Tate y de un grupo de amigos en manos de la Familia Manson en 1969, y la segunda, ocho años más tarde, durante el mencionado proceso por abuso sexual.
Es interesante notar que The Ghost Writer estaba ya enteramente filmada cuando Polanski fue detenido, y sin embargo, es de su propio encierro, de su real condición de perseguido, que la película pareciera en ocasiones hablarnos. Así, cuando Adam Lang es formalmente acusado y una orden internacional de captura se emite en su contra, sus abogados le indican que sólo existe un lugar seguro al que puede viajar sin riesgo de ser arrestado: los Estados Unidos, único país occidental que no reconoce la autoridad del Tribunal Internacional de Justicia de La Haya. Reversión irónica de la historia, para el Lang de la película el mundo está vedado, con la excepción de un país que no reconoce la ley internacional, para Polanski, en la vida real, el mundo está vedado por iniciativa de ese mismo país, que impone su ley por todas partes. En cierta medida Lang es Polanski, como también lo es a su manera el “escritor fantasma”, poseedor involuntario de un secreto que, lejos de otorgarle ningún tipo de prerrogativa, lo califica apenas como una marioneta lúcida pero igualmente sometida a un juego de poder que le sobrepasa y ante el que nada puede.
En cuanto al diálogo que The Ghost Writer establece con la historia del cine, nos contentaremos con citar a una figura tutelar, a la que la película rinde notoriamente tributo: Alfred Hitchcock. La filiación hitchcockiana se reconoce en efecto tanto a nivel de la construcción general de la intriga (el manuscrito como McGuffin), como en la dilación de la temporalidad diegética (la secuencia de la carta que pasa de mano en mano hacia el final de la película), en el tratamiento elaborado de las figuras del doble (el “escritor fantasma” es un poco el Cary Grant de North by Northwest) o en la atención particular que la puesta en escena otorga a los espacios en el que se desenvuelven los personajes y a los objetos que los rodean (nótese cómo la casa de Lang sintetiza, en su arquitectura y su decorado, todas las contradicciones de la intriga).
Pero la referencia al legado de Hitchcock que considero la más fecunda opera en un plano sensiblemente más abstracto, o en todo caso es menos puntual que las arriba mencionadas, al hallarse diseminada prácticamente a lo largo de toda la película. Pienso en el albergue en el que el protagonista se hospeda la primera noche que llega a la isla de Nueva Inglaterra: el cartel en madera, la vestimenta de la recepcionista, evocan al “Jamaica Inn”, ese otro albergue de la Vieja Inglaterra que Hitchcock imaginó como un antro de criminales de la peor especie. En Jamaica Inn, los piratas que habitan en el albergue falsean la luz del faro de la isla para provocar el naufragio de las naves que se aproximan a las costas y saquear así sus mercancías. En The Ghost Writer, el albergue, despoblado, es apenas un decorado, una escenografía, una reminiscencia. Los piratas de otrora se han convertido en los hombres de poder de hoy, que ya no habitan en posadas populares sino en lujosas casas particulares, pero que no han olvidado la enseñanza de sus ancestros, a saber que sólo quien controla la luz puede pretender cometer impunemente sus crímenes.
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