Por Nicolás Poblete Pardo
Jacques Derrida señaló que no podía contar historias porque el recuento de cada historia nunca le haría justicia a la historia real. Esta reflexión me vino a la mente mientras leía la reciente publicación de Ariel Magnus (Buenos Aires, 1975), El desafortunado (Seix Barral de Planeta, 2020).
Frente a la batahola de publicaciones centradas en el Holocausto, muchas, polémicas narraciones “basadas en” o “inspiradas en”, cabe preguntarse sobre las estrategias editoriales que comandan e incentivan dicha producción.
Conocido es el caso de John Boyne, cuya contenciosa novela El niño del pijama a rayas fue inequívocamente rechazada por el memorial de Auschwitz-Birkenau: “eviten leer ese libro”, fue el mensaje. Esa historia, se argumentó, jamás habría podido ocurrir en ese lugar.
La transformación del Holocausto en literatura es ya una tradición peliaguda: son conocidas las opiniones de Theodor Adorno (“escribir un poema después de Auschwitz sería una barbaridad”), Cynthia Ozick (manifestando arrepentimiento después de publicar su más famoso relato, “El chal”) y del Nobel Elie Wiesel (“Una novela sobre Treblinka o no es una novela o no es sobre Treblinka”).
La doctora y profesora de la Universidad de Leeds, Helen Finch, rescata el impulso por dar forma a lo inenarrable, y de este modo lidiar con la experiencia humana y el sufrimiento. Finch cita hitos como El diario de Anna Frank o el revolucionario proyecto televisivo de 1978, con Meryl Streep como protagonista de la miniserie Holocausto.
Por otra parte, Bernice Lerner, quien recientemente ha publicado “Todos los horrores de la guerra”, sobre la liberación del campo de concentración Bergen-Belsen, dice: “Como lectora de literatura del Holocausto, prefiero la no ficción. Denme los hechos directamente, por favor. No quiero quedarme pensando sobre si esta persona existió o un determinado hecho ocurrió. Aunque amo las historias buenas, veo poca necesidad de fabricarlas cuando la verdad es poderosa y extraña, y lo suficientemente terrible”. Y agrega: “Los escritores que ignoran o se toman libertades con la verdad deben reflexionar sobre sus propósitos”.
En El desafortunado, Magnus se desliza hacia un acto de personificación para dar voz a Adolf Eichmann, transformado en Ricardo Klement, refugiado en Argentina.
La estrategia narrativa ya ha sido usada previamente, notablemente en el caso del macabro y convincente retrato de Josef Mengele, por mano del francés Olivier Guez. (Cabe notar la semejanza de tono en la novela de Magnus, incluso más allá de la localidad argentina y del contexto sociopolítico en el que confluyen ambos nazis).
La lectura de El desafortunado puede resultar incómoda, definitivamente polémica. Más de uno tendrá dificultades para leer la serie de explicaciones (¿justificaciones?) con las que se enviste la figura de Eichmann, partiendo por sus dientes, que evitan revelar una sonrisa: “Cuando joven, para no mostrar la dentadura a las chicas, había desarrollado una semi sonrisa irónica, hacia el lado derecho de la boca, trabándola por dentro para que no se le abriera ni ante la escena más cómica del mundo”.
Aquí tenemos un acercamiento a su persona física. Pero hay más. De hecho, nos dice la voz narrativa, “el motivo de fondo por el que venía evitando arreglarse la boca era haber visto cómo les extraían las coronas de plata y oro a los cadáveres que minutos antes habían sido gaseados dentro del camión”.
De este modo, Magnus se va adentrando en la psiquis del criminal: “El alcohol le borraba esos recuerdos, forzados por su superior de la oficina central de inteligencia del Reich, que lo había mandado a inspeccionar in situ cómo avanzaban los trabajos de exterminio, a pesar de que él le había pedido que lo eximiera de esa tarea. A la mala suerte de que le tocara un jefe sádico, le debía tocar ahora tener enterrada en la cabeza esa fosa llena de cadáveres que había visto en Minsk, tan cercana aún que era como si su cerebro estuviera manchado con los pedazos de cerebro que le habían ensuciado el abrigo de piel de oso después de que un soldado rematara a una moribunda con su bebé”.
En este párrafo tenemos acceso a la decisión del título de la novela, inspirado en la mala suerte que Eichmann supuestamente siente. Este párrafo nos muestra un cierto… ¿sentimiento de culpa?
Progresivamente Magnus va puliendo una efigie que adquiere profundidad y complejidad, alejándose de la impresión boba que se le ha adjudicado al criminal.
Efectivamente, en la nota final de la novela, Magnus explica sus motivaciones para su elaboración, principalmente surgidas del “odio descontrolado que mi padre sentía por Adolf Eichmann”, y también advierte que su intención no era describir un monstruo, ni dejarlo como “el imbécil que popularizó Hannah Arendt, una mujer tan inteligente que para demostrar su desprecio por el villano de su libro no quiso reconocerle ni una pizca de la aptitud humana que ella más valoraba”.
No hay duda: la representación que se hace de Eichmann no es la de un monstruo, tampoco la de un estúpido. Es la de un ser humano con capacidad de introspección, con emociones y hasta opiniones audaces y progresistas.
Recordando a su madre, por ejemplo, reflexiona: “… su propia madre había muerto como consecuencia de los cinco hijos que había parido y Klement nunca logró quitarse la culpa por haber participado de ese homicidio…”.
Y, en un improbable atisbo de feminismo (y pese a que en otra escena el mismo Klement abofetea a su esposa), leemos: “… las mujeres, en cualquier lugar del mundo, eran la mejor parte de la humanidad. Francamente creía preferible que ellas tomaran las riendas del planeta, ya que, siendo las que conservaban y protegían la vida, resultaban más confiables que los hombres…”.
Magnus se adentra peligrosamente en la cabeza de Eichmann cuando finalmente es capturado por los agentes, y da curso a una serie de reflexiones vitales, sumamente humanas en su concepción.
Es verdad, la noción de “banalidad” ya se ha erradicado de su representación. Está ausente cuando leemos, en pleno apresamiento, su deseo de dialogar con sus captores: “Le hubiera gustado demostrarles que no tenía nada contra los judíos entonando el Shemá Israel…”.
Y: “Se habría puesto de rodillas para rogarle que se quedara un rato más, que fumaran juntos ese cigarrillo y siguieran conversando…”. El paroxismo llega con la identificación bíblica. Cuando le informan que será llevado a Israel para ser enjuiciado, “Eichmann pensó: yo soy Moisés, he guiado al pueblo judío hacia la Tierra Prometida”.
El desafortunado es una novela arriesgada, polémica, conflictiva. Sin duda una publicación que causará escozor en más de algún sector e, idealmente, debate.
Ahora, mientras repaso “El judío imaginario”, también un libro catalogado como polémico cuando apareció en Francia a principio de los 80, no puedo sino reproducir las anotaciones de Alain Finkielkaut: “La memoria: toma de conciencia retrasada del genocidio. Descubro ahora que esta desgracia que yo creía poder hacer mía, proclamando mi identidad judía, es inapropiable”.
En el segundo capítulo de su extraordinario, doloroso, honesto libro, Finkielkaut escribe: “Se ha roto el resorte dramatúrgico. Soy un actor sin contrato, un trágico en paro. Ni siquiera puedo afirmar ‘Soy judío’ sin sentir inmediatamente la penosa impresión de aprovechar el genocidio para mí y de revestirme con el suplicio de los demás”.

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