Por Rafael Barriga 
Abuelos, el primer largometraje documental de Carla Valencia cuenta mucho sobre los abuelos de la realizadora, y también sobre sí misma.
Agua. Agua de un río que corre con su modesto pero impetuoso caudal. Agua de mar, que se inquieta, rompe en las rocas, llega a la orilla. La voz de Carla Valencia empieza entonces a sonar, prudente y a punto de quebrarse, entre el rugido del río y el clamor del mar. La voz nos explica que nos adentramos al fondo de dos historias, la una que nace y se desparrama en los Andes ecuatorianos, la otra enclavada en el desierto del norte de Chile. Ambas irán a desembocar, lo dice la realizadora, al Pacífico. Una hora y media después, los dos cuentos convergen, también, en la emoción de cualquier espectador.
Abuelos, el primer largometraje documental de Carla Valencia es una sencilla y emotiva película que, como a veces ocurre en el cine, pretende solo contar historias particulares cuyo interés podría ser únicamente privativo de una familia o dos, y termina por contar un continente. La cinta resultó seleccionada para participar en el IDFA, en Ámsterdam, el gurú de los festivales del cine de nolficción, y además resultó la película favorita de los espectadores de la más reciente edición de los EDOC. Estas nominaciones no son detalle pequeño: Abuelos penetra inmediatamente la atención y el gusto de los espectadores. Es una historia de familia y como tal todos podemos familiarizarnos con ella.
Valencia cuenta la vida, obras y muerte de sus dos abuelos. El chileno y el ecuatoriano. Comienza por confesar que la existencia de su abuelo chileno le fue siempre distante, desconocida, ignota. Juan Valencia era comunista. Fue líder comunista de su ciudad, Iquique, y fue asesinado por los verdugos soldados de Pinochet, después de solo 28 días del golpe de estado de septiembre de 1973. Valencia nos muestra la ciudad en medio del desierto, la carretera vacía que circunda el diminuto puerto de Pisagua, al campo de concentración donde fue llevado Juan Valencia para morir. Allí, en el norte de Chile, hay poca vida. Cementerios de carros, cementerios de personas, cerros inhóspitos, tierra salitrera agreste en donde reina el silencio y calla la vida. Solo el mar parece tener vida. El mar que era el entusiasmo de Juan Valencia y su familia. El mar, mudo testigo de la barbarie.
La narración de Carla Valencia va y viene entre ese lugar y la serranía ecuatoriana, hogar de su abuelo materno Remo Dávila. Médico autodidacta, alquimista que poseía el don de curarse a sí mismo y a los otros, hombre con poderes de otra especie que podía hacer llover y escampar a su antojo. Dávila aseguraba, dice su amigo Nicolás Kingman – que de esto sabe mucho–, que era inmortal. Aquí, en cambio, la vida brilla. Los árboles hablan elocuentemente de su espesura, la naturaleza se presenta amable y la luz irradia de frente. El río fluye con fuerza, llevando dentro de sí miles de millones de seres vivos. El río, cuyas aguas van inexorablemente a terminar al mar.
Los hijos, los amigos, los colegas, los conocidos de Juan y Remo cuentan sus historias. A todos los vemos hablar en la intimidad de sus hogares. Vemos el mobiliario de la sala, los trapos para limpiar la cocina, la televisión de dieciséis pulgadas. Valencia nos recuerda que es una película casera. La realizadora se adentra en fotos familiares, recortes de periódicos, archivos familiares para acompañar a la palabra de los hijos, y a su propia palabra que no deja de sonar, que no permite un cabo suelto en estas historias. Las imágenes de la película, su fotografía –a cargo de Diego Falconí y Daniel Andrade–se llena de sutiles artificios: desenfoques, contraluces y otros regodeos que acompañan a Valencia en su viaje íntimo. La música acentúa la emotividad con un piano moroso y expresivo. La narración toma impulso y galopa. Valencia provoca entonces momentos de gran cine.
La dimensión del carácter político de su abuelo chileno es, para la directora, tan importante como la profundidad mágica y prodigiosa de su abuelo ecuatoriano. Los himnos socialistas, las campañas políticas, las historias de las persecuciones y las difamaciones, la gráfica iconoclasta de las pinturas callejeras de la Unidad Popular, esbozan el retrato de un líder obrero de provincia. Nos cuenta la misma historia contada en centenares de películas y libros sobre la vida política de Chile de los sesentas y setentas, pero desde el otro lado. Desde el trabajo silencioso y cotidiano del que luego se convertirá en mártir. Lo mismo ocurre con Remo Dávila y su retrato: las fórmulas farmacéuticas, los morteros usados para la preparación de las pastillas salvadoras, los testimonios de sus pacientes –curados milagrosamente cuando ya solo esperaban la tumba–, el video casero en donde lo vemos sonreír, narran también la fábula del hombre sencillo, hogareño y amante del amor, que entrega su vida para que otros puedan vivir. Valencia los retrata, no podía ser de otra forma, con la gigantesca subjetividad que le impone ser su nieta.
Carla Valencia no afloja el control de su película a pesar de las cosas muy íntimas que cuenta. La narración de las vidas asombrosas de dos personas que amaban la vida y amaban que los otros vivieran mejor, desembocan inevitablemente en la narración de la muerte. Allí observamos temple y astucia. La historia no cae en sensiblería y se mantiene sobria y dinámica.
Abuelos es una película que no cumple solo con contar las dos extrañas y conmovedoras historias de Juan y Remo. Es también una suerte de confesionario privado de su realizadora, que se reconoce fiel a las ideas y estampas de sus dos ascendientes. Es en su voz que casi se quiebra, en la ternura y el espanto de la saga, en las infinitas lágrimas derramadas por todos los participantes de este filme, en la entera valentía de mostrarlas, en el agua de río y mar que finalmente se han encontrado en el Pacífico, en donde hallamos el verdadero sentimiento de esta sencilla y emotiva película.

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