Por Galo Alfredo Torres
Cuarta entrega de la evaluación de este año cinematográfico ecuatoriano. Impulso de Mateo Herrera y Retazos de vida de Viviana Cordero son analizados esta vez.
Con ánimo estrictamente didáctico, arriesgo que el puñado de películas de ficción ecuatorianas –actuales y no tan actuales– se las podría parcelar, en función de su modo de producción y opciones temáticas, en: alegorías político-costumbristas –la tradición mayor–, de las que Qué tan lejos y Cuando me toque a mí son ejemplos recientes; la línea minoritaria experimental, que en el largometraje inaugura Blak Mama, pero que tiene su fuerte en el cortometraje –confundido a veces con el video-arte–; la vertiente espectacular-populista de Retazos de vida, que representa a la producción televisiva; la línea intimista, que atenuando los imperativos político-sociales indaga lo psicológico-afectivos: es el caso de Impulso y su inmediata antecesora, Esas no son penas; y por último el “paracine”, que no obstante su rudimentario sistema de producción, sus modestos alcances técnicos y nulas aspiraciones estilísticas tiene su peso específico, merced al particular y envidiable dispositivo de circulación –la piratería– y de visionado –la pantalla casera– de que dispone, dispositivo informal que lo ubica como el audiovisual más consumido por el espectador nacional: Viagra ¿duro de parar? (2004), largometraje-video de Alfredo Cuesta, está en la calle, pero antes pasó por el circuito de salas comerciales y ahora tiene su versión teatral.
1.Retazos de vida o el cine a retazos
La industria televisiva ecuatoriana ha mantenido un ritmo de producción en video que se ha acentuado en la última década, e incluye productos que van desde telenovelas, seriales y largometrajes de ficción –generalmente adaptaciones de textos literarios– destinados a su grilla; pero que allí han fenecido, ya que estilística y conceptualmente se deben a cierto estándar mediático, por lo que difícilmente ese material audiovisual será memorable. Pero al contrario, su alcance y presencia en la escena mediática es notoria, tan es así que ha generado subproductos como su propio Star System criollo, sus espacios en la prensa escrita, radial y televisiva que ventilan sus escandalillos y cirugías. A dicha producción le faltaba dar el salto al celuloide y a sala cinematográfica, y Retazos de vida (2008), de Viviana Cordero, le puso la corona de la farándula nacional.
Como derivado y máxima expresión del ambiente, experiencia acumulada, forma de producción e ideología televisiva, Retazos de vida arrastra todas las limitaciones que dicha cultura imprime a su audiovisual, asentado básicamente sobre las maneras de la telenovela y los mecanismos del melodrama. No es que el melodrama por sí mismo sea un problema, pues cuando se lo complejiza imaginativamente puede dar sorpresas –la historia del cine es prodigiosa en ejemplos–. Lo que de este filme perturba y desmotiva es su simplificadora estilización, la recaída en el tipo y el tópico, en la repetición y la previsibilidad del “chico conoce chica”, el triángulo en disputa y el final feliz. Retazos de vida es una telenovela comprimida en noventa minutos, que no logra escapar a la visión simplista y binaria del drama familiar: joven/viejo, fashion/hippie, flaco/gordo, cholo/aniñado, o lo que es lo mismo, el choque de clases en primer plano, cambio de condición y de nombre de la heroína, presencia de una malvada, redención final, etc., etc.
2. Balada triste para Daniela
Para no entrar en detalles sobre los errores del guión (¿cómo aceptar ese ataúd en la casa de la abuela?), señalo el problema que explica esta bizarra mezcla de haute couture y arroz con huevo frito: el afán de tocar todos los temas de la cultura nacional considerados sensibles, con la consecuente brevedad y superficialidad es su abordaje, que deja inexploradas las causas. Mezclar la diferencia de clases, el arribismo y la migración con la frivolidad, la vejez, la preñez, la adicción, etc., etc. es sintomático de cierta “ansiedad temática” –que ya la padeció Cuando me toque a mí– y que hay que superar para concretar conceptos y dramatizarlos a profundidad. La falta de concentración hace que este guión especule demasiado, se fragmente y deje muchos hilos sueltos. Y entonces la película intenta escudarse en la belleza y el turismo fotográfico, olvidando que ninguna sobredosis de piel –o como dicen los espa- ñoles: de tetas-bíceps-muslo– podrían balancear un guión mal cosido.
Pero lo que termina por hundir definitivamente a Retazos de vida –¡qué poca imaginación para poner un nombre!– es esa manera tan impúdica de haberse convertido en la película-postal de la estética mall del socialcristianismo. Pero hay más, porque la postal también es un spot, dado que se entrega sin rubores al product placement –la aparición de una marca comercial en pantalla–. El veredicto es inapelable: esta película pasará a la historia como el comercial más largo –y costoso supongo– de la publicidad nacional.
3. Mateo Herrera: deudas pendientes El medio cinematográfico nacional tiene deudas pendientes.
Una de ellas es la puesta en claro de la brillante obra corta –si hemos tenido pocos largometrajes, sí tenemos un digno repertorio de cortos– de Miguel Alvear, Sapo Inc, Tito Molina, Iván Mora o Diego Cifuentes. La otra es volver sobre un par de filmes que hay que revisar y repensarlos: Alegría de una vez (2001) y Jaque (2003), los dos de Mateo Herrera; que llegaron en mala época, pues no supimos o no pudimos adjudicarles su justo valor: es que el medio estaba recién desperezándose.
Es sobre todo en Alegría de una vez, una película pequeña y nada pretenciosa, que ocurrían cosas citables: es, quizá hasta ahora, la única película ecuatoriana que se hacía eco de lo que desde Pizza, Birra, Faso (Caetano-Stagnaro, 1997) y Mundo grúa (Trapero, 1999) se conoce como Nuevo Cine Latinoamericano de entre siglos, que reñido con el cine comercial, del compromiso y el realismo sucio, se confió a los bajos presupuestos, la producción artesanal, a la historia intimista de personajes menores y a un lirismo de lo cotidiano. Alegría de una vez está más cerca, con todas sus limitaciones, de los desacontecidos vagabundos de 25 Watts (Rebella-Stoll, 2001), que de Fuera de Juego (Arregui, 2002) y su pathos de la violencia familiar, callejera o la exclusión.
4.Impulso o la emoción sin sobresaltos
Muy al contrario del afán accionista del realismo sucio y su clima de sordidez y pesimismo, aferrado a la dramática del suceso violento —y planos en los que no falta sangre—, Impulso (2009) opta por la limpieza, la detención, la pausada muestra de situaciones cotidianas y la indicación simbólica que apoyan la exploración psicológico-afectiva –en este filme los objetos y lugares tienen un valor dramático–. Esta vocación interiorista explica la propositiva desaceleración –y la contemplación de algunos planos vacíos– como el ritmo apropiado para narrar la historia de una adolescente vitalmente vaciada, sola y que va a la deriva. Es esa deriva y la baja tensión dramática de rupturas sin sobresaltos lo que cinematografía la primera parte. Y aquí está la explicación de la parca recepción de la película entre unos espectadores para los que el cine de adolescentes debe sujetarse a los tópicos de la escapada, el disparo y al menos un muerto.
Entonces una general desdramatización acompaña a ese personaje que deambula entre una casa que la expulsa, un colegio que no soporta y una calle que la acoge sin mayores resplandores. Igualmente la elipsis –como ese matiz lésbico entre las colegialas que apenas queda sugerido– y el dato breve son los recursos que el filme utiliza para informarnos sobre el estado de Jéssica. Pero todo esto ocurre como en sordina, con apenas un espejo roto como indicador de que además de problemas afectivos algunas “cosas raras” rodean al personaje: el guiño al suspense comienza –y no pasará de allí–.
5.El viaje a la raíz
La película está partida en dos partes –se trata del antonionismo de La aventura, que también lo practica Apichatpong–: la adolescente buscando un referente decide abandonar la ciudad e ir al campo en búsqueda del padre, de la raíz genitiva. Dicha partición es anunciada en los primeros planos vacíos con los que arranca el filme, anticipos del contraste espacio-temporal que abarcará el drama: el desplazamiento de la ciudad al campo –motivo muy visitado por el cine contemporáneo, acaso como una muestra de la nostalgia posmoderna–.
Dicho cambio coloca al filme en otra dinámica y dramática; porque el campo, el pueblo pequeño, la casa de hacienda y la vegetación, escenarios de la búsqueda, propician otro dramatismo, esta vez de corte freudiano: la adolescente que busca al padre infructuosamente, y al impulso de sus deseos y necesidades, termina viviendo un encuentro imaginario. Tales situaciones dramáticas, basadas en desdoblamientos o en “aparecidos”, sean vírgenes, santos o muertos, que se mueven entre los vivos, es muy de nuestra cultura; y en el cine, recordemos al espectro de Marx que se pasea en Entre Marx y una mujer desnuda.
6. El distanciamiento necesario
La cámara fija, los planos sostenidos, los planos vacíos –que la banda de sonido se encarga de referirlos a la mente de Jessica–, además de las tomas generales y con mucha profundidad, los ángulos y locaciones nada ortodoxos, propician un clima de extrañeza, pero además, son elementos indicativos de un plausible esfuerzo de estilo, de pulir la imagen –hasta llegar por momentos al amaneramiento– y aplicarse en el uso del lenguaje. Dicho esfuerzo formal se redondea con la utilización del blanco y negro, elección que en este caso potencia el preciosismo fotográfico, pero además confiere al filme un aire documental. Impulso es una película digna que solo coquetea con el suspense, que ciertamente tiene limitaciones –diálogos y actuaciones todavía rechinan–, pero que revela la evolución y búsquedas de su realizador; cuyo mérito mayor es el no haberse complicado queriendo decirlo todo; se centró en los hijos de la migración, pero poniendo énfasis en los hijos y no en la migración, y allí está la diferencia entre la alegoría política y el drama intimista.

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