Por: Francisco X. Estrella
En 1936, Sergei Prokofiev fue escogido por el dictador Stalin para que, de la mano de Eisenstein, maestro de luces y sombras del cine, compusieran ambos una loa rusa ante a la arremetida alemana ordenada por Hitler. Eisenstein eligió la historia del príncipe medieval Alexander Nevsky para cumplir misión tan propagandística como necesaria en vísperas de la Segunda Guerra Mundial. Durante dos años, los maestros de nombre Sergei trabajaron en la obra que terminaría por consagrar casa adentro a Eisenstein en todos los planos, gracia que no le había sido concedida con el Potemkin de 1925 ni con Octubre en 1928. 
Antes o después de haber sido montadas las escenas de Alexander Nevsky, los dedos del compositor Prokofiev se sucedían veloces en la oscuridad de la sala de trabajo para componer los fragmentos de la partitura de la gran película de propaganda. A Prokofiev le bastaba echar un vistazo a las imágenes para apropiarse de su terciopelo y, sin caer nunca en descuido o traspié, daba con el acompañamiento perfecto para este llamado a la carga contra los germanos en el borde de las fronteras rusas. 
No bien parecía ineludible detener a los nazis en el Volga, la mirada de los dos Sergei volvía al siglo XIII en un pueblo ruso llamado Novgorod y alentaba al levantamiento de los ciudadanos para defender a Rusia. El aliento venía de la mano de cánticos como “la batalla es justa. Levantaos pueblo bravo y libre, defended vuestra patria. Defendedla y ofrendad vuestras vidas. Levantaos para proteger vuestros hogares y vuestra tierra rusa”. Para ello, Prokofiev confió su devoción a canciones de batalla que en muchas ocasiones remplazaban a los diálogos en el filme. 
En 1938, el estreno de Alexander Nevsky sufrió un traspié ante el tratado de no agresión firmado entre Hitler y Stalin pero, tras la invasión de Polonia por los alemanes, Stalin ordenó el inmediato estreno del valioso documento de propaganda patriótica. Suele decirse que el arte de la propaganda no señala más que el adocenamiento y la perversión del arte pero no parece ser así en todos los casos, como lo demuestra para la posteridad el asunto de Alexander Nevsky. 
Treinta años más tarde y en tiempo de paz, el blanco del director italiano Sergio Leone era a todas luces mucho más modesto: sin encargo de propaganda a la vista, Leone deseaba copiar al detalle el filme Yojimbo, filmado y firmado por uno de sus maestros de cine, el japonés Akira Kurosawa. Yojimbo dibujaba la historia de dos clanes en batalla y cómo un samurái recién llegado aprovecha la rivalidad de los bandos del pueblo para colocarse de un lado o de otro, de acuerdo con el estado de su conciencia o el dinero que le ofrezcan. La semblanza de un crápula. Al tratarse de Kurosawa, el personaje del asesino a sueldo de nombre Sanjuro no podía ser interpretado por otro que Toshiro Mifune, con toda su hierática condición de vil y su perfil de hielo. Para cumplir con la misión, Leone trabajó de la mano de un compositor con quien había compartido el aula de la escuela primaria y le resultaba, hasta ese momento, desconocido o, mejor, ignorado. Al ver la fotografía de la clase, Leone se convenció de que habían pasado juntos algunas estaciones de la infancia. Era Ennio Morricone, el maestro de la música de cine que acaba de morir un, por demás aciago 2020 a los 91 años de edad.
Poco a poco resulta más y más conocida la historia de cómo Leone dio libertad al músico, consagrado ya en el arte de crear para el cine, para que las escenas se adaptasen a la duración de sus composiciones. Es decir, Leone se acoplaba a filmar lo que le sugiriese la inspiración libre de su compañero de infancia. No era la misma voluntad de cooperación con el fin de llamar a la batalla a los camaradas rusos, la que movió a Eisenstein y a su par y némesis, Sergei Prokofiev, no los inspiraba la defensa del suelo patrio ni la rotundidad de la historia, pero sí el deseo de seguir la pista a un bien amado Kurosawa. Tan así es que cuando esta película, Por un puñado de dólares —magistral cooperación entre los Leone y Morricone con Clint Eastwood en el papel que Kurosawa asignara a su actor fetiche, Toshiro Mifune—, alcanzó gran fama y comenzó a recaudar un grueso botín en las taquillas, Leone no se inmutó con la amenaza de demanda por plagio que, gentil pero nunca fuera de la ley, Akira Kurosawa le planteó. Por el contrario: casi con alegría Sergio Leone aceptó de buena gana los hechos con una sola condición: saber que su versión doble de Yohimbo no solo no había disgustado a su autor original sino que le había entretenido y agradado. También Leone había solicitado a Morricone que siguiera la pauta musical de otro autor, el músico ruso Dmitri Tiomkin, que muy en buena ley había triunfado en Hollywood con sus bandas sonoras para películas, una de sus más famosas, la de Solo ante el peligro del director Fred Zinemann. Sobre la base experimental que seguían esas bandas sonoras, no se le hizo difícil a Morricone seguir la pauta y cumplir su cometido. Por un puñado de dólares, uno de los más importantes spaghetti western de toda la historia, había nacido no de la necesidad de convencer o manipular, no de mover la conciencia y con ello detener el rumbo del mundo, sino de emular, seguir y rendir homenaje.
Porque mucho de lo que se hace en el arte consiste en emular, seguir y rendir homenaje. Ha sido este también el curso de la obra de Ennio Morricone, quizá el autor más popular, el más conocido y oído, entre los autores de música de cine contemporáneos. No en balde Morricone fue un gran apasionado del ajedrez, arte de la precisión y el aprendizaje, a la manera de Tolstoi, Stefan Zweig, Marcel Duchamp, Nabokov, o, entre los músicos, de Rameau, Taimanov y, ¡Ah!, Serguei Prokofiev. Como lo dijo el mismo Morricone: “en el ajedrez está en juego todo: las reglas de la moral, de la vida. Hay que luchar sin derramar sangre, pero con el deseo de ganar y eso de manera correcta, con talento en lugar de por pura suerte”. Y el talento, se sabe, se escancia en viejos odres, en aquellos cuyo secreto se conoce o, al menos, se intuye. 
De un Bernard Herrmann, el gran compositor que hizo de Vértigo de Hitchcock una secuencia en espiral puede haberle llegado a Morricone su pasión por la sugerencia y la pesquisa —basta escuchar la banda sonora de Investigación de un ciudadano libre de toda sospecha de Elio Petri—, de Elmer Bernstein, autor de la música de Los siete magníficos, su afición por el sonido abierto, seco, que evoca parajes desérticos —lo hecho con Por un puñado de dólares, La muerte tenía un precio y El bueno, el malo y el feo—. De Nino Rota, colega y paisano, su conocimiento del misterio y de los sonidos del medioevo y la catedral —en los trabajos que hizo para el Pasolini de Los cuentos de Canterbury y Las mil y una noches o en Giordano Bruno, dirigida por Giuliano Montaldo—, del mismo Tiomkin su tendencia a la pincelada suave y amplia en el terreno del enfrentamiento y el duelo —como Morricone lo hizo en sus trabajos para Quentin Tarantino en Inglourious Basterds o Django Unchained— o, por fin, el brío decididamente épico de Max Steiner, el autor de las bandas sonoras de Lo que el viento se llevó o Centauros del desierto, en el óleo sonoro de Morricone para Novecento de Bertolucci o en una de sus composiciones más evocativas: La misión, dirigida por Roland Joffé, historia ambientada en el actual Paraguay hace más de doscientos cincuenta años con las misiones de la Compañía de Jesús entre los indios guaraníes de por medio. Recuerdo y emulación de iglesia, misión, venganza, asesinato, desierto, voluptuosidad, desgracia, erudición, cascabeleo, serpiente, aullido y lobo, amor, siempre amor, amantes y bandoleros, se dan cita en la música que Ennio Morricone compuso para el cine durante medio siglo.
Morricone fue un hombre muy reservado, un gruñón de alta estirpe y un exigente de alto calado que guardaba gran afición por el ajedrez y estuvo enamorado de principio a fin de su esposa, María, con quien estuvo casado durante 70 años.
Si bien Morricone reconoció en su andar la impronta de dos constelaciones, Johann Bach y Stravinski, acaso nos diga más acerca de sus composiciones mayores —las llevadas a cabo para Sacco y Vanzetti, La clase obrera va al paraíso, Giordano Bruno, Saló o los 120 días de Sodoma, El profesional, la Lolita de Adrian Lyne o The best offer de su amigo Giuseppe Tornatore— la fuerza guerrera de Alexander Nevsky a manos de Prokofiev, en su brío, su misterio y su desplante humano. 
Prokofiev coincidiría al momento de la muerte con Stalin, el Temible Koba que había ordenado realizar el mayor filme de propaganda de la historia junto con los demás de Eisenstein, el mismo día, el 5 de marzo de 1953, y su deceso sería envilecido no solo por la persecución de la que había sido objeto sino por la sombra que proyectaría la muerte del dictador de todas las Rusias sobre el fallecimiento de su mayor compositor. Acompañaron el féretro de Prokofiev no más que sus hijos, su viuda, Mira, el pianista Sviatoslav Richter y el violinista David Óistraj, unos pocos amigos íntimos. En el mundo se supo de su muerte recién el día ocho. Un deceso que bien podría ser el motivo de un filme dirigido por uno de los grandes a quien Morricone no solo acompañó sino que, cual Prokofiev, contribuyó a dar forma y vida, esto es, a ofrecer un calculado sacrificio de partida. Como ocurre con un gambito de caballo en el ajedrez.
Las composiciones que mayor fama le reportaron son las dedicadas a las películas de Leone, en particular El bueno el malo y el feo, Días de cielo de Terence Mallick, La misión de Roland Joffé, Los intocables de Brian de Palma, Malena y la celebérrima Cinema Paradiso, dirigidas estas últimas por Giuseppe Tornatore.

Foto:©️ www.imago-images.de

Yo, Ennio Morricone, he muerto”: De este modo comienza la carta del músico italiano que fue leída en los exteriores de la clínica Campus Bio Médico de Roma por el abogado y amigo del compositor, Giorgio Assumma el lunes 6 de julio. Morricone fue el autor de medio millar de bandas sonoras de películas que han sido aclamadas entre las mejores del séptimo arte. Nacido en Roma en 1928, empezó tocando la trompeta y debutó en el cine en 1946. Siempre fiel a las historias, su música fue una protagonista más en cintas de los mejores directores del mundo, entre las que se encuentran la llamada Trilogía del dólar de Sergio Leone, Sacco y Vanzetti de Giuliano Montaldo, Los cuentos de Canterbury de Pasolini, Novecento de Bertolucci, Los intocables de Brian de Palma, ¡Átame! de Pedro Almodóvar, Malena de Giuseppe Tornatore, o sus más recientes trabajos con Quentin Tarantino. Precisamente con Los odiosos ocho de Tarantino, ganó un Oscar en 2016 que se sumó a la estatuilla honorífica que le fue otorgada en 2006. En junio de este 2020 le fue concedido el Premio Princesa de Asturias de las Artes, junto al también compositor de cine, John Williams. 
Murió aquejado por una caída que había comprometido su fémur en medio de la atmósfera de pandemia que azota a Italia y al mundo. La carta de Morricone termina con una leal despedida a Maria Travia, la mujer con quien compartió su vida desde 1950: “a ella renuevo el amor extraordinario que nos ha mantenido juntos y que lamento abandonar. A ella es mi más doloroso adiós”, como si se tratase del final de una nueva Cinema Paradiso, película a la que también Morricone dio música.

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