Por: Martín González
Vivimos en un mundo inundado de sustancias. Sea cual sea su lugar con respecto a la ley, son un elemento relevante de la actualidad. Casi todo el mundo consume alguna de ellas por algún motivo diferente. A veces es para aliviar enfermedades. Otras tantas, para evadir la responsabilidad de curarlas. 
En ese panorama, el alcohol ocupa un lugar notable. Todo el mundo lo conoce. No creo que haga falta enlistar cifras para demostrar las aflicciones provocadas por su consumo excesivo, en todo nivel. Tampoco creo que haga falta mucho más que mencionar la sensación de calor y desinhibición de una buena chuma para traerla a la memoria con candidez. 
Tanto aquí, como en el resto del mundo, el trago ha sido normalizado y asimilado a la cotidianidad de formas que deberíamos observar mucho más afiladamente. Druk, la última película del director danés Tomas Vinterberg, hace eco de ese llamado de atención desde un lugar muy peculiar y con mucha osadía. “Con esta película, queremos examinar y reconocer la habilidad del alcohol para liberar a las personas”, dice él en una carta de intención, publicada en el portal de los premios de la Academia Europea de Cine.
Reconocer la habilidad que el alcohol tiene para liberar a las personas podría sonar fácilmente como un disparate. Y a la vez, no. La película trata de exponer por qué cada uno de esos escenarios tiene sentido. Le toma el pulso a nuestro tiempo, retratando un ángulo muy agudo de la realidad sin temor ni vergüenza. 
Para ello, nos sitúa junto a un grupo de cuatro profesores de secundaria que están atravesando la “mediana edad” y que, de una u otra forma, han sido opacados por el peso de su rutina y los años. El protagonista entre ellos es Martin, un profesor de historia que desespera al ver cómo se marchitan su matrimonio, su trabajo y su reflejo. 
Para retar a su realidad y reparar su ánimo, los amigos deciden poner a prueba una “teoría científica” que afirma que los seres humanos nacemos con un déficit de 0.5 grados de alcohol en la sangre. Es decir, si bebiéramos hasta mantenernos constantemente en ese nivel, podríamos transitar por la vida siendo más “extrovertidos, musicales y enérgicos”.
La “teoría” es, en realidad, una interpretación bastante libre de una cita del psiquiatra noruego Finn Skårderud. Científicamente hablando, no hay ninguna prueba de que esa hipótesis sea verdad, y él tampoco la ha defendido como tal. Sin embargo, en el universo de Druk, esta afirmación motiva a los personajes a convertirse en sujetos de prueba de un ensayo para descubrir si es cierta o no. 
“No somos las primeras personas del mundo en beber algo de alcohol durante el día. Hemingway, por ejemplo, bebía todos los días hasta las 8PM y después paraba para poder escribir al día siguiente. Y su trabajo era magistral”. Es así que estos hombres deciden encarar su juego, comparándose con figuras ilustres de la historia que triunfaron en sus campos, a pesar de (o gracias a) que bebían caudalosamente. 
Empezar a vivir su cotidianidad en una borrachera constante abre un vórtice excitante de creatividad y adrenalina que, sorprendentemente, tiene resultados virtuosos para estos amigos. Embriagados, literalmente, por fuerzas que no habían sentido en años, deciden progresar con su experimento, tomando en cantidades cada vez más avezadas. Tardarán poco en poner a prueba límites delicados, que hacen que todo a su alrededor se tambalee con brusquedad. 
El alcohol es una sustancia inflamable. Alimenta el calor que recorre nuestras entrañas. Puede convertirlo en una llama acogedora, o en un incendio voraz. Es un umbral engañoso. En Druk, la cámara nos encarama justo sobre él, permitiéndonos observar a los personajes en su intimidad mientras cruzan de un lado al otro. 
Para ello, nos pone un lente optimista por delante. Las copas se sirven en un entramado de relaciones aparentemente sanas, donde los hombres no temen llorar ni abrazarse entre sí; donde las parejas se entienden y se sostienen, aún cuando su tolerancia se ve puesta a prueba; donde los profesores atienden a sus alumnos con entrega y preocupación sincera por su bienestar emocional. 
Aparentemente, en Dinamarca todo eso puede coexistir junto con una cultura que celebra las borracheras desde la pubertad. Quizás por eso el director puede darse el lujo de retratar jovialmente a cuatro hombres maduros que deciden beber mientras dan clases a niños y adolescentes. No obstante, su mirada se vuelve profunda porque tampoco teme mostrar las sombras angustiosas que se proyectan sobre ellos mientras lo hacen.
Es por eso que la narrativa logra sostenerse como una examinación del alcohol que va más allá de sus peligros evidentes y que se atreve a mostrar sus posibilidades. Se trata de una declaración arriesgada que sobresale de entre un montón de retóricas mojigatas y avejentadas, que corrompen la naturaleza pretendiendo contenerla.  
Druk nos invita a enfocarnos sin miedo en las emociones que se remueven con cada trago, o con cada abstinencia. Emociones que, en el fondo, están más allá de cualquier sustancia que las alimente, fluyendo en el cauce de nuestro espíritu. La película nos muestra seres humanos que buscan reconciliarse consigo mismos para reencontrar el vigor en su interior. Lo que hacen para ello es como saltar al mar para evitar ahogarse. 
Que tome el primer trago quien no haya hecho eso nunca, aunque sea inconscientemente…
 

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