Por Galo Alfredo Torres
La ópera prima de Jean-Jacques Beineix, que data de 1981, es una frustrada obra maestra sobre espionaje y bel canto.
El contexto del cine francés de los ochenta, según Breschand, estuvo condicionado por la conversión de la televisión y sus auspiciantes como fuentes de demanda, financiamiento y exhibición; reducción de público en las salas, los grandes presupuestos y el retorno a la ficción de situaciones fuertes estructuradas sobre intrigas cerradas. Dos corrientes avanzan: es la década en que los realizadores de la Nouvelle Vague ruedan los filmes más logrados de sus carreras, y por la otra vereda, sobre esa base de grandes campañas publicitarias y el interés de atraer público a las salas surge un cine de adaptación de novelas de éxito: Jean de Florette de Claude Berri, El nombre de la rosa (1986) de J. J. Annaud, Camille Claudel (1988) de Bruno Nuytten y Cyrano de Bergerac (1990) de J. P. Rappeneau.
La década fue también de recambio; surgen nuevos directores que provocadoramente vuelven por la belle image que tanto había combatido la Nouvelle Vague: los nuevos construyen una imagen narcisista para un espectador narcisista; dos películas de culto lo testimonian: Betty Blue (1986) de Jean-Jacques Beineix y Azul profundo (1988) de Luc Besson. Pero Beineix no solamente se encumbró adaptando la novela de Philippe Djian (“37º2 Le Matin”), sino que inaugura la década con su primer filme Diva (1981), adaptación de la novela de Delacorta, estableciendo un debut envidiable, que ocurre mientras prepara otra adaptación –La luna en el brocal, según la novela de David Goodis– presentada dos años después. Con Diva obtiene cuatro premios César –ópera prima, música, fotografía y sonido– contando la historia policial y musical del joven cartero Jules, quién es doblemente perseguido: por la gendarmería, que trata de recuperar un cassette portador de graves inculpaciones de corrupción policiaca, y por dos agentes industriales orientales que pretenden las grabaciones clandestinas –hechas por Jules– de la voz de la cantante lírica Cynthia Hawkins, acechada a su vez por el joven melómano, prendado de su tesitura y color vocal.
Un filme entonces que avanza sobre tres bandas que el relato intenta tejer y equilibrar. Lo logra parcialmente, quizá porque los tres objetivos de las subtramas no se acoplan en una unidad definitiva dotada de la suficiente fuerza dramática como para sostener e inflamar el suspense policial. Pero el filme se fortalece a otros niveles. Muy sugestivo es el objeto de deseo, el Mac Guffin que dispara las persecuciones: una cinta con las grabaciones de la voz de la diva y la otra con la voz denunciante. Beineix pone en discusión el tema del registro electromagnético y su fidelidad, y, como derivados, los de la reproducción industrial y la piratería. Resulta que la lírica nunca ha hecho una grabación dado que prefiere la voz natural del concierto, porque allí, frente al público, ocurrirían los estados gracia y revelación musical, que se perderían en el estudio de grabación y su audición posterior. Demasiado lirismo en el estado actual de la industria cultural.
Remarcable igualmente es la atmósfera del filme, donde la sordidez se escabulle entre la noches iluminadas y azules de París y los interiores, cuya escenografía está diseñada bajo los parámetros del loft, de los enormes espacios domésticos, poco compartimentados, de grandes ventanales, mucha luz y mobiliario industrial, lo que le confiere al filme un aire sofisticado, no exento de cierta pedantería, y que son los guiños del director a un público cuyo arribismo se ve colmado acústicamente por las arias que la diva ofrece –de La Wally, de Catalina–. Al final quedan dudas de si Beineix logra o no armonizar dramáticamente disparos, persecuciones y bel canto.

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