Sobre Les garçons sauvages (The wild boys), de Bertrand Mandico
Por Fausto Rivera Yánez
Algo que acertadamente define al primer largometraje del cineasta francés Bertrand Mandico, Les garçons sauvages (Lxs chicxs salvajes), es la saturación de referentes fílmicos y literarios desplegados durante toda la película, los cuales  operan como homenajes maricas a autores que han trabajado con personajes e historias abyectas, deseosas: Querelle, de Rainer Werner Fassbinder, Persona y El séptimo sello, de Ingmar Bergman; La naranja mecánica, de Stanley Kubrick; Mulholland Drive, de David Lynch; El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante, de Peter Greenaway; Veneno, de Todd Haynes; el libro homónimo de William Burroughs; o Diario de ladróny Querelle de Brest, de Jean Genet. 
Les garçons sauvages está plagado de guiños directos e indirectos a este tipo de obras, que convierten a la película en un Frankenstein queer armado con los retazos de los caprichos artísticos de su director, quien hasta ahora ha realizado más de 40 cortos y mediometrajes experimentales. Mandico narra en su ópera prima la historia de cinco seres fluidos, con corporalidades tan ambiguas como lo son sus impulsos sexuales. Hembras, machos, andróginas, andróginas. Son cinco sujetos que dinamitan las rigideces de la heteronorma.
La cinta arranca con un crimen: el asesinato y la violación colectiva por parte de los cinco chicos a su maestra de actuación, mientras están ensayando una puesta en escena de Macbeth. Como si se tratara de un rito normalizado, ellos la amarran sobre la espalda de un caballo y eyaculan sobre su cuerpo para luego dejarla morir. Para castigarlos o, más bien, para corregirlos —porque provienen de familias privilegiadas que pueden evadir la justicia—, los chicos son enviados a alta mar con El Capitán, un tipo severo, con el pene lleno de tatuajes, que se convertirá en su celador y que los reprimirá mientras estén bajo su dominio. 
En las acciones y gestualidades de los chicos hay mucha ira, mucha necesidad de revancha y confrontación. Aun cuando son tipos letrados, aparentemente sensibles, que sufren cuando El Capitán tira por la borda todos sus libros como forma de castigo, no dejan de experimentar una ira profunda. Pero también son sujetos que se dejan ver frustrados, temerosos con el futuro. Ellos representan un tipo de masculinidad arquetípica, hegemónica, de esas que se creen incólumes porque fueron constituidas con violencia, pero que justamente por ese tipo de constitución son frágiles. 
Al llegar a una especie de isla encantada, los cinco chicos entrarán en contacto con los fluidos de la naturaleza, con una experiencia sensorial que solo el aislamiento es capaz de provocar. Como si bebieran del seno materno, ellos succionarán los líquidos de los árboles y, de a poco, su sexualidad se irá transformando y se convertirán en mujeres. Pero su cambio no solo será genital, sino que su forma de relacionarse entre ellos y la manera en que enfrentarán su porvenir se verán alteradas. Para ello contarán con el acompañamiento de una doctora —otrora hombre— que, como si de una justiciera se tratase, tiene una gran misión en la vida: hacer que el futuro sea femenino, diferente. 
Filmada en blanco y negro, con breves intervalos de color cuando se remite a las pesadillas o a los más oscuros deseos, Les garçons sauvages opera como una fábula crítica, más no moral,  de cómo funciona el mundo: las jerarquías sociales y de género nos gobiernan, mientras que la violencia no deja de naturalizarse. Aunque discursivamente la película trata un tema manido sin mayor genialidad, la sobreexplotación de referencias artísticas convierten a este filme en una obra barroca, excesiva, que interpela directamente al espectador mediante la alucinación,  los sentidos y la corporalidad diluida de sus cinco magistrales actrices. “Quería ofrecer a las actrices los papeles que nunca les ofrecen: los de chicos violentos, encantadores, atractivos, exasperantes, ambiguos. Creo que los intérpretes, y sobre todo las actrices, deberían tener más a menudo la oportunidad de encarnar a personajes del género opuesto, sin que el guion se regodee en este hecho, simplemente por el disfrute del papel y de la interpretación. Odio las barreras…”, ha dicho el director en una entrevista y es por esta postura —la de anteponer la libertad interpretativa a la aburrida verisimilitud de los personajes— que la película logra una narrativa consistente.

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