Por Christian León
Se reedita, con una copia nueva, la película de Sebastián Cordero, Ratas, ratones, rateros. A diez años de su estreno, la película aún se ve juvenil, fresca y sencilla.
Inicio por una horrible e inconfesable sensación. Lo reconozco con algo de pudor y vergüenza. Siento que el cine ecuatoriano siempre está a la zaga. Llegó tarde y nunca al cine clásico que se hacía en toda América desde los años treinta. Llegó tarde y mal al nuevo cine latinoamericano que propusieron nombres como Rocha, Solanas, Sanjinés a partir de la década de los sesenta. Con los dedos tamborileando en la mesa, hoy esperamos con impaciencia al cine contemporáneo que dialogue con Lucrecia Martel, Lisandro Alonso, Apichatpong Weerasethakul, Raya Martín o Abderrahmane Sissako –por mencionar algunos nombres del cine del cine actual del Tercer Mundo–.
Siento que la accidentada historia nacional, la dependencia cultural y los traumas coloniales, han hecho de nuestro cine una especie de eco de algo que sucede en otra parte y llega siempre con retraso. Alguien podrá hablarme de todos los logros conseguidos y el nuevo ímpetu que ha tomado la actividad cinematográfica en la última década. Reconociendo tales méritos, mi sensación no se disipa.
Como crítico de cine, el aprieto es más grande. Uno quisiera encontrar un filme ecuatoriano, abrazarlo y defenderlo con la misma pasión que invierte en filmes de otra geografía y contextos. Sin embargo algo pasa, la apuesta no llega. Como es obvio, este malestar en la cultura de la crítica tiene que ver con el complejo del colonizado. Basta ver la convicción con que los críticos estadounidenses alaban los peores filmes, es decir los gringos, para darse cuenta.
Sin embargo desde la realidad periférica y emergente del cine ecuatoriano, ¿es posible defender una película sin sentir la espina de la condescendencia o una profunda necesidad de autoafirmación? ¿Existe algún punto medio entre el chauvinismo y la autoflagelación? Yo lo encontré una vez. Fue hace diez años. En medio del agotamiento al que había llegado el realismo social en los años noventa, a finales de la década apareció una película que cambiaría la percepción que los ecuatorianos teníamos de nuestro cine. Si hasta aquel entonces, asociábamos al cine ecuatoriano con el relato nacionalista, el realismo mágico y un ritmo lento, después de su estreno se empezó a construir otra imagen. Ratas, ratones, rateros llegó con su cámara al hombro, llena de rock y violencia. Después de verla, sentí ganas de escribir sobre su dramaturgia, su estética, sus apuestas políticas dentro del cine de la región. Hice varios artículos, finalmente escribí un libro: “El cine de la marginalidad. Realismo sucio y violencia urbana”. No era para menos: por primera vez estábamos en la cresta de la ola del cine latinoamericano.
Vista a la distancia, creo que es una obra juvenil, fresca y sencilla. Sigo pensando que hasta la fecha es la mejor película ecuatoriana de todos los tiempos. Es ya casi un lugar común decir que hay un antes y después del filme. Y sí, efectivamente la cinta marcó un corte en la estética, los modelos de producción y la cultura cinematográfica nacional. Respecto de la estética, posicionó un relato adrenalínico con mucho movimiento de cámara que aborda sin moralismos historias de marginalidad y crisis que aluden a una descomposición de los ideales cívicos y utópicos. Respecto de las formas de producción, probó que era posible hacer un cine de calidad con pocos recursos y fue el semillero de una nueva generación de profesionales. Respecto de la cultura cinematográfica, fue la palanca para la reconciliación del público nacional con su cine y un trampolín para la visibilidad del cine ecuatoriano en el circuito internacional de festivales al conferir una cierta universalidad a referentes locales. Es quizá por estas razones, que Ratas… abrió un camino propio y posible para una cinematografía periférica afectada de la falta de recursos y la emulación de modelos euro-americanos. Es quizá por esto que me siento a gusto hablando de ella.

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