Por Ana Cristina Franco
Pasa, a veces, que se caen los nombres. Lo que antes era una palabra se convierte en un sonido extraño; lo que antes era un hombre se convierte en un conjunto de piel y huesos, sin sentido; eso que solíamos llamar realidad se vuelve un cúmulo de formas, sonidos, cuerpos abandonados en la tierra, despojados de sentido, de nombres. Los símbolos, los trajes, las palabras, se caen al piso y  se parten en pedacitos minúsculos que intentas ordenar, en vano, porque es como armar un rompecabezas con la arena. Quedas tú, desnuda en el desierto. Así es el cine de Bergman, como un ser humano desnudo en el desierto. Es como si Bergman hubiera agarrado la cámara al otro día de la muerte de Dios.
Sonidos disonantes. El rostro de una mujer (o la mitad del rostro) sobre imágenes que pasan al ritmos del inconsciente: dibujos animados, un martillo, un pene, un clavo. Un cuerpo desproporcionado.Una mujer que decide callar, una pareja que huye y queda a la deriva, un hombe que juega ajedrez con la muerte. Bergman remite al inconsciente: el deseo, al miedo, a la experiencia terrenal. Bergman es la angustia existencial. Woody Allen dijo que quería ser como Bergman pero que no le salió. Porque debe ser difícil retratar  ese momento en el que todos los símbolos se destruyen y queda la piel, el ser ante la nada.

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