Por Galo Alfredo Torres
¿Por qué olvidamos? ¿Por qué recordamos? ¿Cómo funcionan tales operaciones? Una de las cintas más importantes del cine, Hiroshima mon amour, de Alain Resnais.
¿Qué sentido tiene hoy volver sobre una película de 1959? Puesta así la pregunta, no exenta de cierto dramatismo, uno se consuela pensando que al fin y al cabo es más modesta comparada con aquella otra enorme planteada por Heidegger sobre el “sentido del ser”. Hiroshima mon amour, la película; Alain Resnais su realizador; y Marguerite Duras, la guionista y dialoguista, significan tanto en la historia del cine y la literatura, que sí, la pregunta por el sentido de volver sobre ellos y homenajearlos solo ha sido un pretexto para vencer el vértigo inicial antes de entrar a la Francia de los sesenta.
La Nouvelle vague francesa, el nicho cinematográfico en el que se gesta esta obra, permanece como una de las cotas más significativas que han jalonado la historia del cine, solo comparable y equiparable en relevancia al Neorrealismo italiano y el primer independentismo norteamericano, sus pares y coetáneos, que en conjunto determinaron la corriente mayor de lo que hoy se conoce, no sin pudores frente a la relatividad de toda periodización, como el Cine Moderno y sus consignas de distanciamiento de los modelos retóricos y representacionales del clasicismo, anunciadas ya en 1941 por Ciudadano Kane de Orson Wells; deslinde que en la cinematografía francesa de los sesenta asumiría una particular configuración e intensidad, cuyas marcas comienzan a perfilarse durante toda la década de los cincuenta y eclosiona cuando el Festival de Cannes de 1959 premia a Los 400 golpes de François Truffaut e Hiroshima mon amour.
La Nueva Ola como movimiento no fue una banda monolítica. Más bien un grupo con varias alas. Están los cinéfilos que pasaron de la crítica a la realización: Truffaut, Chabrol, Godard, Rivette y Rohmer, formados en la Cinemateca Francesa, tutelada por Henri Longlois, escribieron para los Cahiérs du cinèma, revista dirigida por André Bazin y que ya defendía nuevos principios de la puesta en escena y la política de autor. Y estaba la mítica y sediciosa escuela de La Rivière Gauche, que aportaron al movimiento una buena dosis de literatura y experimentación, formada por intelectuales de izquierda: Vardà, Demy, Marker, Malle y la Santísima Trinidad: Resnais, Robbe-Grillet y Duras; escritores estos dos últimos miembros también de ese otro movimiento referencial y rupturista que fue el Nouveau roman.
De lo dicho se deduce que Hiroshima, viene a ser uno de los frutos supremos del maridaje entre cine y literatura, en un contexto en el que tanto la Nueva Novela como la Nueva Ola francesas reclamaban y proponían profundas renovaciones a sus respectivas tradiciones. Si Robbe-Grillet, Sarruate, Butor y Duras cuestionaban las formas de base aristotélica-balzaquiana de la novela de pre-guerra y su apego a la trama, la caracterización fuerte y la coherencia tiempo-espacio, oponiendo la búsqueda de “nuevas formas novelescas” sobre la base de la desaparición del héroe, la ausencia de intriga, la destrucción témporo-espacial, la negación de rasgos psicológicos, y consecuentemente, una mayor participación y exigencia al lector; la Nueva Ola por su lado cuestionaba al cine comercial francés heredero del clasicismo y el academismo, al que oponía un modo de narración libre de lazos causales y de cohesión espacio-temporal, el filme como medio de expresión que posibilita un estilo y la responsabilidad artística del creador; amén de los pequeños presupuestos, equipo reducido, el recurso al directo y el empleo de actores no profesionales como opciones de producción; además de la puesta en discusión de la forma en que “representa” la realidad el cine y la naturaleza de sus propios medios y lenguaje; estrategias discursivas que necesariamente reclamaban un espectador comprometido y cómplice con aquello que se pone en pantalla.
Por supuesto, de entre los varios ítems de la doctrina nuevaolera, cada uno de sus cultores seleccionó, mezcló y practicó un estilo o la convicción de tener un estilo, fiel a las premisas de la “política de autor”. Entre sus miembros hay puntos de coincidencia, pero también distancias. Y Resnais, que venía del documental, al filmar su primer largometraje, precisamente Hiroshima, prueba que el bosque de la Nueva Ola no ocultó a sus árboles. Comunidad y diferencia constituyeron la matriz conceptual que Resnais la resumía en estos términos: “Una película clásica no puede reflejar el ritmo real de la vida moderna… La vida moderna es fragmentaria…” Si la vida moderna era desarticulada o desordenada, entonces una narración lineal de base aristotélica ya no tenía sentido.
Y eso es lo que primero se percibe en Hiroshima, su construcción no lineal, fruto de un montaje que no se supedita a la narración sino a sí mismo en cuanto estructurador de un objeto estético, y por tanto, los saltos atrás y los bruscos retornos al presente, que reclaman la parte del espectador, quién deberá rearmar los fragmentos que están repartidos en cinco universos de imágenes: la aventura amorosa de la actriz francesa con el arquitecto japonés; el fondo de una Hiroshima resucitada que se mueve otra vez y sobre cuyo fondo se recorta dicho romance y en el que además se filma una película sobre la paz, brillante giro de mise en abyme o cine dentro del cine; el recuerdo del castigado romance de la actriz vivido catorce años antes con un soldado alemán de la Ocupación, en Nevers; y el último, el más terrible: el museo, las fotos, los documentos, los filmes de “los doscientos mil muertos y ochenta mil heridos en los nueve segundos” de la explosión nuclear del 6 de agosto de 1945. Si las historias que se cuentan son comprensibles por lineales, es la manera en las que son relatadas y están tejidas entre ellas lo que constituye el gesto innovador: los cruces entre las historias, los diálogos y sonidos que a veces no corresponden a las imágenes, son elementos que patentizan al narrador y reposicionan el lugar del espectador.
Toda ruptura es relativa. Nunca se corta de raíz con el pasado; se parte dialécticamente de aquel. Así, la tradición “dialoguista” del cine francés clásico, film d’art y de la qualité, se cuela en este filme moderno por vía de las líneas y diálogos del poético texto de Marguerite Duras. Un guión y unos diálogos que han elegido el contrapunto para ir tejiendo la trama de acontecimientos y la acción de los personajes. A ese mecanismo de pregunta-respuesta del plano estético, que lleva a la cámara de la habitación en la que platican los amantes a las imágenes del museo y allí alternan con imágenes fílmicas de archivo, le corresponde el debate del plano ético, que se juega en los diálogos, deliciosamente vocalizados por Eiji Okada y Emmanuelle Riva: “No has visto nada en Hiroshima”, y la respuesta; “Lo he visto todo en Hiroshima”. Aquí está otra de las tesis, en este intercambio de afirmaciones y negaciones de la mirada; tesis que empata con las preocupaciones que discutía la Nueva Ola: ¿qué vemos del mundo? ¿cómo vemos el mundo? ¿cómo reconstruimos lo mirado? Pero Duras y Resnais le dan una vuelta de tuerca a las preguntas y al problema cuando las llevan al plano de la dicotomía memoria-olvido: ¿Por qué olvidamos? ¿Por qué recordamos? ¿Y cómo funcionan tales operaciones?
Mas la requisitoria sobre la mirada y la memoria no se quedan en el sujeto individual. No. Porque esas preguntas se amplían e interrogan al cine y su representación, y a la Historia y sus responsabilidades. No es casual que el filme comience con planos de detalle de la piel de los amantes, y luego pase a mostrarnos las imágenes del horror post atómico, del día en que toda la temperatura del sol quemó Hiroshima. ¿Qué nos queda de aquél absurdo de la historia? Solo reconstrucciones “a falta de otra cosa”; ilusiones, lo más “seriamente hechas”; invenciones “a falta de otra cosa”. Porque la imaginación, incluso la cinematográfica, no obstante su fertilidad, poco alcanza para aprehender el estupor y tanta estupidez humana. Solo la reconstrucción, “a falta de otra cosa”, para luchar contra el olvido y postular la necesidad de la memoria como un alivio, como una advertencia, como un soporte de arrepentimiento salvífico
Esta es la tesitura de un filme, un realizador y su guionista, que valen todo lo que se ha dicho y se seguirá diciendo sobre ellos, sobre su herencia ética y estética: el haber apuntalado al cine como un lenguaje dotado de todas las posibilidades para pensar, no solo el cine sino la historia y el mundo. Esto ha colocado a Resnais y Duras entre los referentes de esa vertiente conocida como cine-ensayo, aquella que se propone, no se sabe si fallida o exitosamente, pensar con imágenes y adorno.

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