Por Rafael Barriga
Con mi corazón en Yambo, el documental de María Fernanda Restrepo Arismendy, sobre el caso del asesinato y desaparición de sus hermanos, le da fuertes lecciones de decencia a todo un país.
El caso del asesinato y posterior desaparición de los cuerpos de los hermanos Restrepo Arismendy, ocurridos en enero de 1988, es el más célebre y mediatizado de todos los procesos de violación de derechos humanos desde la reinstauración de la democracia en el Ecuador. En un país que, según la lógica de los conservadores prohombres que adornaron nuestra intachable vida política, era una “isla de paz”, o “que no podía compararse con las atrocidades cometidas en dictaduras de verdad como las del Cono Sur”, lo cierto es que aquí se mató, y mucho.
En algunos casos, esas muertes sirvieron para consolidar procesos y actitudes populares: Isidro Guerrero, joven estudiante muerto en 1955 por miembros de la guardia presidencial de Velasco en medio de una protesta callejera, sirvió para afianzar a la Federación de Estudiantes Universitarios del Ecuador, que durante todo el tiempo restante martirizaron a los gobiernos de turno y a todo el barrio América con sus persistentes bullas. La matanza de trabajadores indígenas del ingenio azucarero Aztra, en 1977, ejecutada por esbirros de la dictadura de aquellos años, liderada por el General Alfredo Poveda Burbano, fue útil para apuntalar el naciente movimiento de unidad indígena que catorce años después se levantara para reclamar toda la injusticia vivida y toda la muerte acumulada. El caso de los hermanos Restrepo, ya en plena “nueva democracia”, ha sido instrumental en cierto empoderamiento de los ciudadanos y los movimientos de derechos humanos frente al hacha y al machete del poder. Los beneficiarios de este último logro deben agradecer a la iluminada testarudez y persistencia de los padres de los niños desaparecidos, que cada miércoles se apostaron frente al edificio representativo de ese poder. Manifestación a la que se fueron sumando decenas, cientos, miles de ciudadanos comunes y normales que buscaban y buscan una sola cosa: la verdad.
Así comienza Con mi corazón en Yambo, el documental de María Fernanda Restrepo Arismendy, hermana de los mártires, hija del héroe: un hombre camina solitario por la Plaza Grande, ataviado de carteles y banderas. Cuidadosamente las despliega frente al Palacio, y vuelve, como lo hace todas las semanas, a remover la conciencia de todo un país. Es Pedro Restrepo. Su historia está a punto de ser contada, en los próximos ciento cuarenta minutos, en la voz de su propia hija.
Con mi corazón en Yambo resultó ganadora del premio del público del festival EDOC realizado en mayo pasado. No es sorprendente: la historia, llena de vericuetos judiciales y manchada de horror, es contada de forma didáctica de modo que puedan entenderse de la forma más clara posible los hechos ocurridos a partir del ocho de enero de 1988, día en el que Santiago y Andrés Restrepo cayeron en manos de la policía. Pero a María Fernanda no puede pedírsele distancia frente a los hechos. La documentalista es también la hermana y la hija. Los sucesos que se narran afectaron radicalmente su vida y la de su familia. Quizás sea por eso que no solo señala uno a uno los autores, cómplices y encubridores del crimen –y en un acto de generosidad con su audiencia, los enfrenta cara a cara– sino que se adentra a su propia intimidad, a la de su padre, su madre y su tía, dándole al relato un tono lleno de afectividad y emoción.
Son, pues, dos las dimensiones fundamentales con las que María Fernanda decide encarar la película: una histórica-política y otra relacionada con las cosas propias de su casa y de la vivencia íntima de la vida que se impone, de forma casi milagrosa, sobre la desgracia. En el plano más político –ineludible deber de la realizadora tomando en cuenta de que esta es la primera película seria sobre el célebre caso– María Fernanda no duda en juzgar y aplastar a los primeros responsables de la muerte de sus hermanos: los jefes de gobierno del Estado ecuatoriano durante esos aciagos años. Es particularmente dura –y sería miope no serlo– con León Febres Cordero, autor intelectual de las sistemáticas faltas a los derechos humanos durante su triste mandato presidencial, y personaje a quien la historia todavía debe juzgar en su verdadera y aterradora dimensión, y con Sixto Durán Ballén, quien trató de silenciar a la familia Restrepo de varias formas. A Durán Ballén, personaje sórdido y oscuro, escondido detrás de una supuesta imagen de “abuelito bondadoso”, María Fernanda, enfrentándole cara a cara no una sino dos veces, lo deja al descubierto en su mala fe y acreditada simpleza intelectual. La prolija selección del material de archivo utilizado –desde la violenta campaña electoral en el triunfo de Febres Cordero hasta la primera inmersión de los marinos en las aguas de la laguna de Yambo– dotan a la película y al discurso de María Fernanda de accesorios suficientes para la noción del “crimen de estado”.
En el mismo nivel, María Fernanda lleva hasta su cámara, de una u otra forma, a los autores materiales del crimen. Los carea, se los encuentra frente a frente, solo para toparse con rostros avergonzados en cuyo espíritu está el germen de la barbarie y en sus palabras el “yo no fui” tan característico de los criminales. Badillo, Sosa, Barrionuevo, Llerena, Andrade… todos con las manos manchadas de sangre, y todos enfrentados por María Fernanda. En un milagro cinematográfico sin parangón, María Fernanda encuentra fortuitamente a Doris Morán y su madre, seres profundamente perturbados, que sirvieron como una suerte de espías policiales infiltrados en la casa de los Restrepo, y que al percatarse de la cámara de Restrepo habrán pagado algo, una mínima parte por lo menos, de su desgraciada culpa. La propia María Fernanda sabe que su cámara cumple un rol: “la verdadera pelea – dice con su voz en off permanentemente emocionada– no era enfrentarlos, sino recordarles el crimen cometido”.
Cuando se vuelve a revivir los hechos que fueron parte del asesinato de los hermanos Restrepo, uno no puede dejar de pensar que estos son materiales narrativos propicios para una película –o una obra de cualquier género– imperecedera. Lo que además aporta, sin embargo, Con mi corazón en Yambo, es la perspectiva de María Fernanda alrededor de la intimidad de la familia –su propia familia–, y en particular de su padre Pedro Restrepo. El filme de María Fernanda es, pues, un retrato de su padre, bocetado con amor y terminado con admiración. “Soy un hombre carismático, especial” dice Pedro en la mesa a la hora del almuerzo. Y María Fernanda se encarga de mostrarnos porqué. Si al inicio del filme lo vemos solitario frente a Carondelet, en otra época lo vemos vigoroso, entre multitudes, siendo un roble ante los medios, explicando con asombrosa frialdad los hechos y sus demandas. Lo vemos manejar su vehículo hasta la laguna de Yambo a donde ha ido “quince o veinte veces” a ver si por allí se encuentra con los restos de los niños. Lo vemos caminar, despacio, sin apuro, del brazo de su hija, pensando en el cómo y preguntándose el porqué.
Su protesta se convirtió en un hito y no es exagerado decir que los movimientos de derechos humanos en Ecuador llegaron a tener notoriedad por su trabajo particular. “Era un hombre fuerte en los medios, pero en casa se derrumbaba” narra María Fernanda. Pedro Restrepo luchaba intensamente por no perder la cordura.
En otra superficie, menos apasionada pero igualmente emocional, María Fernanda describe a su madre. “Madre Coraje” le llama Pedro Restrepo. Mujer que de “estar muerta en vida” se convirtió, también, en los ojos de los demás ecuatorianos, en un símbolo de fuerza y decencia. Trece horas tuvo que soportar un careo con la monstruosa Doris Morán. María Fernanda deja que escuchemos parte de la grabación: la voz de Luz Elena Arismendy suena a autoridad; es clara y fuerte, y posee un material aparentemente indestructible. En la indignación y la furia de los esposos Restrepo, en la protesta cotidiana y semanal, en la construcción de un monumento a la memoria, está su razón de vivir.
“¿Cómo se le habla al desaparecido? Con la emoción apretando por dentro” dice la letra de un reggae salseado escrito por Rubén Blades. No hay otra forma. El documental de María Fernanda Restrepo está impregnado de emoción, sea para contar las dolencias fundamentales del país o para contar las sangrías de su propia gente, puertas adentro. Las lecciones que hace en este filme esta joven realizadora de treinta y tantos años deben conmover al país; hacerlo recordar, hacerlo memorizar acerca de la ferocidad incalculable del gobierno socialcristiano que acribilló al Ecuador de los ochentas, de la desidia e indolencia de casi todos los demás gobiernos que le sucedieron, de la valentía y pundonor de un puñado de personas que hicieron que el resto de gente, el ciudadano común, se apropie a través de los tiempos de la protesta al horror. En fin, lecciones que hay que aprender para cada lucha que se avecine.

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