Por: Ana Cristina Franco
Nacer es una oportunidad única
Una mujer agoniza en la nieve, sangre sobre el vacío, alaridos de dolor, Eric Satie. Después de esta desconcertante escena, lo que aparece en pantalla no son los créditos de cabecera, sino los de cola. Unos subtítulos a manera de dedicatoria: “A los que nos hicieron y ya no están” seguidos de otros que anuncian que la película que “acabamos de ver” (aunque ni siquiera hemos empezado a verla) está basada en hechos reales.  
Después del bajón de Love (2015), Gaspar Noé regresa con fuerza y se revindica con Clímax (2018) un viaje pesadillezco hacia el inconsciente o el Hades. Esta película cuenta la historia de un grupo de bailarines que en un invierno del 96, sin querer, toman LSD mezclado con sangría. Lo que sucede es escalofriante.
La primera vez que vi una película de Gaspar Noé tenía 15 años. Irreversible era un nombre que sonaba entre los pequeños círculos artísticos intelectuales. Yo lo único que sabía es que era“cine independiente” y había que verla. Entonces, en la inocencia de mi adolescencia, alquilé el VHS en un video club, preparé canguil, y convoqué a la familia entera. Ya se imaginarán las caras de todos cuando empezó la escena de la violación en plano secuencia. Obviamente la proyección fue suspendida, y a nadie le dio ganas de seguir comiendo el canguil.
Supongo que si Gaspar Noé hubiera presenciado este momento se hubiera regocijado. Porque si hay algo seguro es que él busca herir a ese espectador cómodo y “canguilero”. Más de quince años después, volví a hacer canguil para ver otra película de Noé, Clímax. Por supuesto, recibí el merecido castigo. A los 30 minutos quería apagarla (y lo hubiera hecho de no ser porque tenía que escribir este artículo). 
Desde sus primeros cortos, Gaspar Noé estableció un estilo propio en el que la violencia y el sexo eran los principales ingredientes. Un cine carnal, ultra-violento y despiadado que muestra sin eufemismos ni elipsis, lo que nadie quiere o, mejor dicho, puede ver. Porque resultaría insoportable.  
Por ahí en el 2000, mientras trabajaba en la preproducción de Enter the void (2009), Gaspar decide filmar algo más sencillo. Con un guión de 3 páginas rueda Irreversible sin sospechar el éxito que le traería. Con esta película se convirtió en otro niño mimado de Cannes. Quizá por primera vez se veían escenas tan explícitas en tiempo real. La actuación y la puesta en escena de corte completamente realista hacía que el espectador, al menos por un momento, viva la película en carne propia. Daba la sensación de estar ahí, en medio de ese túnel rojo, siendo testigo de una violación. Además del recurso, en ese tiempo innovador, de contar la historia al revés. Y las escenas de Monica Belucci en el patio con sus posibles hijos y Beethoven de fondo, dolían más que la misma escena de la violación, porque eran como un cruel reflejo de lo que no pudo ser. Estaba claro que ahí había un autor. En Enter the Void (2009) Noé explora un punto de vista jamás pensado, el de un muerto. Inspirado en por el libro de Bardo Thödol, El libro tibetano de los Muertos,  el que es una guía para que los moribundos aprendan a moverse en el plano astral, el franco argentino muestra una ciudad bizarra vista desde arriba, desde los ojos de alguien que ya no existe. Lleva al espectador hacia un viaje espiritual que dura nada menos que dos horas y más.
Esperé con ansias Love (2015), su siguiente película que prometía pornografía en 3D, pero la encontré falsa e incluso aburrida. Está claro que este “enfant terrible” quiere incomodar. Pero a veces que lo que incomoda no es necesariamente lo que muestra, sino precisa y paradójicamente, sus ganas de incomodar. Eso que suele llamarse “marca de autor” por momentos corre el riesgo de convertirse en arrogancia narrativa. Incluso da la sensación de que solo le faltaría poner un letrero que diga “si no les queda claro, hago cine independiente”. Me pregunto entonces, si es que hay un momento muy delicado en el que estos recursos innovadores dejan de ser necesarios y más bien se convierten en el reflejo de un enorme ego. Pero bueno, así es Gaspar Noé, un genio, claro.
Con Love, Noé se propuso “eyacularle en la cara al espectador”, pero ni así consiguió hablar de esa compleja relación Eros-Thanatos que irónicamente en sus otras películas sí está presente. Love no es una historia escrita con “esperma y sangre”, porque las historias de esperma y sangre suelen haber deseo. Y aquí, tras el bombardeo de imágenes explícitas que abruman, no por su contenido sexual como hubiera querido Noé sino por su sobrenarración, el deseo parece exluído. O al menos, el deseo femenino. Porque Electra es un personaje construido desde el cliché, desde la fantasía estereotipada masculina, tanto en el plano físico como en la caracterización. Sin embargo se rescata algo interesante pero que apenas está esbozado, y es la idea de que el deseo muere cuando aparece el amor.   
Con Clímax regresa esa fuerza narrativa brutal. La banda sonora fluctúa entre música electrónica, en su mayoría francesa, de los 80s y 90s tipo Daft Punk, una versión distorsionada de Erik Satie hasta Los Rolling Stones. Pero su mayor acierto es sumergir al espectador en una marea de sensaciones que si bien no son nada positivas, hacen vibrar, incluso al punto del terror. Porque si con Irreversible y Enter the void logró impactar, con esta se llega a sentir no solo asco o desprecio, sino terror.
Esta sensación comieza con los planos secuencia tan bien logrados que siguen a Selva (Sofía Boutella) por la fiesta. Hay una danza maestra entre Noé y su director de fotografía Benoît Debie, que logran situar al espectador en un lugar invisible desde el que parece estar presente en la fiesta.
En una entrevista, Noé cuenta, orgulloso, de no dar la respuesta que cree que esperan de él, que dos de las escenas más bizarras y contemporáneas de Clímax (el intro de la nieve y las entrevistas a los bailarines) no le llevaron ningún esfuerzo, no le tomaron días de sudor frente a la pantalla, sino que fueron producto de un “brote de inspiración” en el rodaje. Mientras el crew almorzaba, preguntó si había un dron, llamó a la actriz y le pidió que se acostara en la nieve. Entonces supo que esa sería cronológicamente la escena final, pero la montaría al principio. Y es que el cine de Noé encuentra el sentido en la búsqueda más que en el resultado, su estilo está en la improvisicación. De hecho, el guión de Clímax tuvo 3 páginas y se rodó en 15 días. Decidió trabajar con no actores, con excepción de Sofía Boutella, quien más que actriz es modelo de Nike y el director le contactó a través de Instagram. 
Despacio, en pequeñas olas, sin darnos cuenta, hemos empezado el descenso al infierno. Los personajes bailan, beben sangría, Selva, que es a través de quien vemos un poco todo, se sienta al lado de otra chica, quien, acontecida se cuestiona sobre el aborto. Entonces intempestivamente aparece el primer letrero a lo Godard, con una frase densa, entre existencial y provida: “nacer es una oportunidad única”
Vivir es una imposibilidad colectiva
Cuando le preguntan a Noé en qué se inspiró para crear la película, él contesta, hecho el loco, que en las fiestas de los festivales de cine que son como bacanales modernas. Pero basta ver la escena en la que se encuentra al inicio del filme, en la que desde un televisor, los bailarines responden a preguntas sobre el baile, las drogas y la vida. Entre las cintas que se ven al costado del televisor están Suspiria de Dario Argento (cómo no iba a citarla, al fin y al cabo, las dos películas son historias de baile y horror) y Los 120 días de Sodoma (es clara la cita al infierno), entre otras.  
Gaspar Noé siempre amó el cine de Buñuel. Clímax, de hecho, podría ser una suerte de Ángel Exterminador gore. Porque comparte la misma estructura en la que varias personas (por lo general burguesas) quedan encerradas en un mismo lugar y sufren un viaje hacia la degeneración. De hecho, en este encierro las personas reproducen una pequeña sociedad. Y aquí queda clarísimo que se trata de Francia. Empezando por el letrero que pone, con ¿algo de ironía?: “Una película francesa y orgullosa de serlo”. Uno de los personajes negros dice, refiriéndose a la bandera de Francia gigante colgada en la sala de baile, que “no le gusta la decoración”, a lo que otro, negro también, sugiere tener sexo con una chica sobre la bandera. Esta academia de baile es una pequeña Francia con su diversidad, en la que negros, blancos, migrantes, homosexuales, conviven, pero sería falso decir que conviven armónicamente, respetando los famosos lemas: liberté, égalité y fraternité.
De hecho, hay intolerancia pura en estado latente, el racismo crece en silencio y explota en una de las escenas más densas, esa en la que varias personas negras rodean a una mujer blanca embarazada y la agreden hasta niveles absurdos. No hay lugar para una “convivencia armónica”. La tolerancia no existe. Vivir es una imposibilidad colectiva.
En la segunda parte de la película, después de los créditos de cabecera que están justo en el medio, la droga surte efecto y el caos se desata. Lo peor, cuando una madre encierra a su hijo pequeño en un cuarto con tensión de alto voltaje, donde lo más probable es que se electrocute. En este punto quiero apagar la película, se ha pasado de sádico. Odio a Gaspar Noé. Lo que sigue son imágenes infernales que recuerdan a pinturas como La nave de los locos, de El Bosco, o El Triunfo de La Muerte, de Brueghel. Un hombre con fuego en la cabeza, una mujer que se arrastra por el piso, los alaridos del niño que no entiende la crueldad de su madre, el odio de los negros que agreden a la mujer blanca a manera de venganza, y todo esto con esa luz de discoteca barata que recuerda a las películas de Argento y acentúa la sensación de pesadilla o infierno. Clímax también es un retrato de la angustia, porque es, en efecto, un clímax prolongado.
En este caso, es la droga la que borra esa capa de moral o “superyó” que mantenía un mínimo de “tolerancia”. La pregunta que cabe aquí es: ¿la droga altera los estados inherentes al ser, o más bien revela su verdadera esencia? Parecería que Noé se va por la segunda opción, concibe a la moral como falsa, ajena, es decir una “construcción cultural” que al caer, devela la pureza del ser humano, (“porque el hombre es un animal”) y claro, eso es violencia, pulsión, incesto. Un mundo en el que no existe diferencia entre el Bien y el Mal. La ausencia de Dios. Quizá esta idea se construye desde ese plano cenital tan característico de la película en el que se ve a los bailarines desde arriba, los muestra como una especie de torrre humana. Gaspar Noé ha afirmado esa imagen le recuerda a La Torre, ese arcano del Tarot de Marsella cuya historia está vinculada a la leyenda de la torre de Babel; cuando los hombres quisieron desafiar a Dios y él los castigó con el idioma. No hay comunicación posible. A pesar de estar juntos, los peronajes están solos. Sí, sí, vivir es una imposiblidad colectiva. 
Morir es una experiencia extraordinaria
Pero cuando recuerdo Enter the Void pienso que al fin y al cabo Noé no es tan nihilista. Después de la muerte, Óscar no se ha disuelto en la nada, no a pasado al desconcertante “no ser” sino que ha persistido, es decir, que Noé afirma, al menos por unas horas, la existencia de una consciencia ya sin cuerpo. Es decir que hay, en medio de la violencia, de la desesperanza y de la crueldad, un espíritu. Y esa también puede ser la causa de la belleza de algunas de sus imágenes, o si no. ¿Cómo se explica la escena de la nieve en Clímax, comparable a la escena de Belucci en el patio, en Irreversible? Gaspar Noé también es experto en construir momentos bellos. Hay algo en su obra que vibra en un registro más etéreo. Es Satie, es Beethoven, es la nieve, es la sangre, es el tiempo. Hay, en medio de la sangre, la concepción de algo etéreo, pero que no necesariamente implica una esperanza, sino lo contrario. Es el Destino/Tiempo el que determina la existencia humana. Lo que estableció de manera más evidente en Irreversible al contar la historia de atrás hacia delante acentuando la idea de que más que un Dios, es el Tiempo el que determina el destino de los seres humanos en la tierra. “Porque el tiempo lo revela todo: lo bueno y lo malo”.  El Tiempo que es irreversible y que escribe la historia en los cuerpos. La danza, como el cine, es el arte del tiempo. Pero en la danza la herramienta directa es el cuerpo. Y un poco también podrían ser Eros (cuerpo) Thanatos (Tiempo). El cuerpo como vida, animalidad, carne, en contra posición a cierta sacralidad del tiempo vinculado a la muerte. Lo sagrado y lo mundano. No en vano uno de los personajes dice “¿Desde cuándo se mezcla Dios con la danza?”.  Y esto lo vemos con claridad en la imagen de Selva desesperada, bailando o convulsionando en el piso, en un intento desesperado por revelarse al tiempo, porque la ansiedad no es más que la imposibilidad de habitar el tiempo en armonía.
Gaspar Noé concibe al tiempo como un depredador salvaje, que ciego, teje el destino humano. En su mirada la presencia de una divinidad (en este caso el destino/tiempo) no es más que la confirmación de la más absoluta soledad.

 

Gaspar Noé nació en Buenos Aries, Argentina, el 27 de diciembre de 1963. Tenía 14 años cuando dejó su país natal y se instaló en París, junto a su familia —su padre, el pintor Luis Felipe Noé salió de Argentina en 1976, por el golpe militar de ese año, su familia lo seguiría tiempo después—. Lo conocemos como director, pero también es guionista, camarógrafo, montajista, fotógrafo. Pero, sobre todo, es un provocador, un artista que utiliza la violencia como mecanismo para violentarnos y convertirnos en otro tipo de espectadores. Desde el 2002 está en mira del mundo gracias a su segundo largometraje, Irreversible.

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