Por Alexis Moreano
Estrenada en 1988, Cinema Paradiso gozó inmediatamente de una popularidad y un reconocimiento crítico prácticamente unánimes. Una aceptación tan amplia se explica, en parte, porque la película supo tocar (y más aún: encarnar) un cierto «espíritu de época» retrospectivista y no exento de melancolía que planeaba por entonces sobre un arte y una industria que, a puertas de conmemorar el centenario de su nacimiento, parecían haber perdido su conexión con el público. 
Como toda obra de creación, la película porta en sí los signos de su tiempo, y quizás no hubiese trascendido más allá de un fulgor pasajero de no ser por las reales calidades cinematográficas que ostenta, potenciadas por la consistencia de un proyecto estético general que articula todo el universo del filme en torno a tres grandes motivos: ver, volver y volver a ver. 
Para cuando se estrenó la película, el cine había conocido ya varias crisis mayores (desde la revolución del sonoro hasta la irrupción de la televisión o las prácticas monopolistas de los grandes estudios, entre otras), y en cada ocasión supo darse modos para conjurar el peligro, adaptándose, reinventándose, pero preservando siempre intacta su vocación de espectáculo y arte genuinamente de masas, garantizada por la especificidad de su dispositivo fundador: la proyección pública. A finales de los años 80, sin embargo, la crisis podía parecer aún más perniciosa que las precedentes porque afectaba, de manera directa, a esa concepción primordial del cine como experiencia común, socialmente compartida. La masificación del home vídeo y la generalización de un modelo económico fundado en la sobreexplotación de unas pocas películas en un máximo de pantallas, tuvieron por efecto una acelerada homogeneización de la oferta que condujo, a término, a la dispersión de los públicos y al abandono de las salas tradicionales, en beneficio de los vídeoclubes y los complejos multipantallas. Pero una vez más, el cine sobrevivió a la crisis (1), como sobreviviría luego al cable, a la substitución del celuloide por la imagen digital, al streaming y a la piratería, y como venía sobreviviendo a la nueva economía del flujo y a la creciente privatización de las miradas fomentadas por los monstruos Netflix, Alphabet, Facebook y consortes. Hoy, en el contexto turbio y anxiógeno de la pandemia que nos envuelve, las salas de cine se han visto forzadas a cerrar sus puertas en una escala nunca antes vista, y muchas de ellas sin duda no volverán a abrirse. 
Es precisamente bajo esta luz (o, más bien, en medio de tanta oscuridad) que Cinema Paradiso, esa película tan inscrita en su época y aparentemente tornada hacia el pasado, se revela quizás más actual y esclarecedora que nunca.
La película pone en escena la historia de Totó, un pequeño travieso que se inicia a la vida y se descubre una vocación a través del cine, guiado en el proceso por su amigo (y padre de substitución) Alfredo, el proyeccionista de la sala del pueblo, el Cinema Paradiso, que es el otro gran protagonista de la película. Narrada como un largo flashback, la acción se desarrolla principalmente en las décadas de 1940 y 1950, una época en la que el cine conquista la plenitud de sus formas y accede, como Totó, a su edad adulta. El relato arranca en el tiempo presente, cuando Salvatore (Totó adulto) recibe la noticia de la muerte de Alfredo y comienza a rememorar su infancia en el pueblo que abandonó treinta años atrás, al que no ha vuelto desde entonces. Poco antes, en una escena visible sólo en la versión integral de la película, Salvatore cruza su mirada con una pareja de punks y uno de ellos le espeta una violenta réplica que sitúa, de entrada, la cuestión del ver como un problema central2. Luego, en el plano que da inicio al flashback, Totó aparece adormecido en medio de una misa y no consigue abrir los ojos a pesar de los insistentes clamores del cura. El mismo cura que, en la escena siguiente, asiste al Cinema Paradiso para ver en solitario las películas que se van a estrenar y mutilarlas de las imágenes que considera inapropiadas, sin percatarse que Totó está mirando todo, disimulado tras una cortina y, ahora sí, con los ojos bien abiertos.
En la misma secuencia vemos por primera vez a Alfredo, brillantemente presentado como un par de ojos que miran desde la cabina de proyección hacia la sala, enmarcados por una ventanilla junto a la cual descubrimos un mascarón en forma de cabeza de león de cuya gran boca brota el haz de luz que conduce las imágenes a la pantalla3. Luego vendrán los espectadores a ver una película tras otra, y con ellos veremos cuánto cambió, en el curso de un par de décadas, tanto lo que se veía como las maneras de ver. Es viendo trabajar a Alfredo que Totó aprende el oficio de proyeccionista, y es a fuerza de ver películas que se forja una mirada de cineasta. En suma, el motivo del ver es omnipresente durante toda la primera parte de la película, y es su cancelación, cuando un incendio destruye al cine y Alfredo pierde la vista, la que da paso a la segunda parte.
Tras la reconstrucción de la sala4, Totó pasa a ocupar el puesto que dejó Alfredo, quien sin embargo vuelve regularmente a la cabina para reencontrarse con su mundo y alertar a su joven amigo del riesgo que representa vivir encerrado en una quimera. En un pasaje evocador, como lo ilustra la escena en que descubre a Elena, su primer amor verdadero.
Alfredo demuestra a Totó que la visión va más allá de lo visible, y que la oscuridad puede ser esclarecedora. El cine no es la realidad, piensa ahora Alfredo, sino una ilusión que aprisiona. Pero Totó ha aprendido ya que el cine y la realidad se moldean mutuamente.
A diferencia de las actrices en la pantalla, Elena es una mujer de carne y hueso que Totó convierte inmediatamente en imagen y que luego se materializa de nuevo, deviene otra vez una ilusión y así en incontables vueltas hasta terminar convertida en la pura imagen de un fantasma plasmado en el celuloide. En su última conversación con Totó, Alfredo le pide que se vaya y no vuelva más, pero la formulación italiana que utiliza dice, más precisamente, “non ti voltare”, es decir: no te des vuelta, no regreses a ver. Ahí donde el ver era una pulsión, un impulso, una apertura hacia lo desconocido, el volver no sería más que la repetición de lo mismo, la imposibilidad de una historia, el fin definitivo de la ilusión.
Hacia el final de la película, Salvatore confiesa: “siempre he tenido miedo de volver”. Y sin embargo, Salvatore vuelve para rendir un último tributo a su amigo y a la sala. Durante su estancia descubre cuánto ha cambiado el pueblo desde su partida, y la película se las arregla para mostrarnos todo lo que ya no es más. En un pasaje que prefigura el inolvidable epílogo de la película, Salvatore descubre en su habitación de infancia la pequeña cámara con la que se inició a la realización, un proyector y unas viejas bobinas. No necesitará más para que la magia opere de nuevo, dando vida a los fantasmas. Al final de la película, Salvatore ve de nuevo, como por primera vez. Canto de amor al cine y, especialmente, a la sala de cine,
Cinema Paradiso brilló en su momento como una celebración de un arte que transformó para siempre nuestra manera de ver, y luce hoy, con una actualidad renovada, como un justo llamado a volver a ver.

1 Y hasta salió revitalizado en varios aspectos, como lo prueban la multiplicación de películas realizadas, el surgimiento de nuevas cinematografías nacionales y el incremento de la frecuentación a un nivel no visto desde los años 60.
2 En versión original, el punk dice “Ma che cazzo ci avrai da guardare?”, que se podría traducir como “qué mierda crees que estás viendo?»
3 Con este ornamento, la película convoca el valor simbólico del mascarón, que en la antigüedad clásica cumplía la doble función de conectar el interior con el exterior y de impedir el paso de los malos espíritus. 
4 De hecho, el título original de la película (Nuovo Cinema Paradiso) toma el nombre de la sala reconstruida, metáfora de los múltiples renacimientos del cine.

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