Por Marcela Ribadeneira
Panorámica de 10 años de un cine que ha tenido que reformularse para alcanzar su meta: romper taquillas.
En los últimos 10 años, críticos y columnistas han dedicado al cine varias actas de defunción, primero como arte –alegando temáticas, historias y enfoques– y luego como industria, debido a un menor poder adquisitivo de las audiencias por la crisis económica y por una supuesta pérdida de terreno frente a la piratería y a otras formas de entretenimiento. Pero las filas frente a las boleterías no se acortan, y en el transcurso de la primera década del milenio y en el inicio de la segunda, al “cine de Mall” (aquellas producciones que son el grueso de las carteleras de las multisalas) no le faltaron signos vitales e inflexiones que han modificado la manera de realizarlo, consumirlo y analizarlo. Es un animal terco, este cine; un camaleón que se embarra de las mismas tecnologías (aplicadas al entretenimiento) que amenazan con defenestrarlo. Aunque el vaticinio sea que ya no generará historias nuevas, lejos de destruirse, solo se transforma. Y en el proceso incide en los códigos culturales de las sociedades que lo consumen.
A pesar de la caída de la economía global, en 2009 se reportaron recaudaciones astronómicas. En EE. UU., las secuelas de Transformers y Crepúsculo fueron récord, mientras que Ágora, de Alejandro Amenábar fue el filme más taquillero en España. Ese año también “ocurrió” Avatar, la obra de James Cameron que consolidó al cine 3D como el fenómeno de la década para la industria cinematográfica, y que revivió un aspecto de la experiencia en sala que hasta entonces estaba relegado a la anécdota histórica: el de la vivencia sensorial colectiva. Recuerdo haber entrado a la proyección de aquella película con mayor fe en mi escepticismo que en mis aparatosos lentes o en el director canadiense, pero recuerdo también haber esquivado instintivamente –y desde mi butaca en la Tierra– alguna esquirla proveniente de una explosión en las junglas de Pandora. El cine volvía a fascinar por su capacidad de emular una situación “real” de manera fiel, como cuando el tren desbocado de los hermanos Lumière embistió por primera vez a un grupo de espectadores en una sala de cine parisina.
Esta ola tridimensional es el cambio más notorio, pero no es el más importante de la última década cinematográfica. Entre otros puntos de inflexión está la digitalización del soporte fílmico. Esta elección de formato, que en un momento fue adoptada como “estilística” y casi exclusiva de realizadores independientes, se despojó de muchas de sus etiquetas de ‘manifiesto’ en el 2002, cuando George Lucas presentó al mundo La guerra de las galaxias, Episodio II: El ataque de los clones, la primera gran producción hollywoodense grabada totalmente en vídeo digital de alta definición. Pero, la mudanza del grano de película al píxel no está desprovista de doctrinas, y hay quienes defienden las propiedades técnicas y poéticas del celuloide. Quentin Tarantino, en otro tiempo un purista del grano, se convirtió al nuevo soporte luego de dirigir un segmento de Sin City, filme de su colega Robert Rodríguez, un entusiasta del píxel. “Misión cumplida”, diría Tarantino, al final del rodaje con respecto a la “catequesis” aplicada por Rodríguez.  Otros profetas de la era digitalizada son Steven Soderbergh (Full Frontal, 2002) y Lars Von Trier (Dogville, 2003 y Anticristo, 2009). Quien continúa negándose al traspaso es Steven Spielberg, lo que le ha valido algunas acusaciones de “retrógado”.
El enfoque estético del debate no se ha replicado fuera de Hollywood con la misma intensidad, donde ciertamente sería un tanto banal, pues estudios y productoras no cuentan con los presupuestos obesos con los que sí cuentan los predios californianos, y el ahorro que representan los formatos digitales –son más pequeños y transportables, se gasta menos en iluminación por su mayor sensibilidad a la luz, son menos costosos que la película y los tiempos de post producción se agilizan– es significativo. De estas mismas ventajas gozan quienes se forman en realización cinematográfica. En muchas de las escuelas, universidades y academias sería imposible la libre experimentación, ya que la película permite la realización de muchas menos tomas por escena que los formatos digitales. Debido a esto, verdaderas joyas se han filmado, llegando desde pequeños festivales hasta las grandes audiencias. Lo mismo ha sucedido con grandes bodrios. Una de las consecuencias de la democratización de este recurso fílmico es la proliferación de producciones que, debido a la aparente inmediatez de la realización, restan importancia a los procesos de preproducción (en especial, escritura del guión) y producción. Por las mismas ventajas, otra derivación del uso de soportes digitales es el surgimiento y repercusión en los circuitos comerciales de filmes provenientes de países o zonas de conflicto y sensibles. Por ejemplo, El color del paraíso (Irán, 2006) y Madame Brouette, (Senegal, 2002).
Más allá de soportes y formatos, otros aspectos del cine comercial de los últimos diez años también han reconfigurado la cultura popular, a nivel estético y sociológico. Por un lado está el resurgimiento de la fantasía épica, que ha levantado verdaderas tribus cinéfilas, con códigos y argots particulares. Me viene a la mente que poco después del estreno de Harry Potter y las Reliquias de la Muerte, parte 2 (última entrega de la adaptación de la obra literaria de J.K. Rowlings) era común leer en la red social Twitter comentarios como “Actio, café” (“Actio” es el hechizo con que Potter y otros brujos atraen objetos) o referencias a Hogwarts (la escuela de brujería), al comentar la coyuntura política nacional. Entre las cintas más taquilleras han estado aquellas de El Señor de los Anillos –adaptación de la serie de libros de J.R.R.Tolkien, realizada por Peter Jackson–, la misma Harry Potter, Las crónicas de Narnia, la trilogía de Matrix (cuya primera entrega es fabulosa y que, además de haber forjado imágenes icónicas que continúan siendo emuladas y parodiadas, constituye una de las miradas más lúcidas y sofisticadas a la sociedad contemporánea y su comunión/dependencia con la tecnología) y Los Piratas del Caribe. Además, muchas de estas producciones, (entre ellas no se cuenta la decepcionante saga de Star Wars, Episodios I, II y III, que intentó Lucas) pueden jactarse de haber sido reconocidos por la crítica y los fans simultáneamente, y en algunos casos, de haberse adjudicado estatuillas de la Academia. El retorno del Rey ganó en la categoría de mejor película, y en todas las demás categorías en que fue nominada. Como nota adjunta, y para ilustrar la poca homogeneidad del bufet fílmico de la década, Las invasiones bárbaras, filme francocanadiense de Denys Arcand, ganó en la categoría de mejor película extranjera ese mismo año (2003).
Por otro lado está el desenpolvamiento masivo del vídeojuego y de la novela gráfica mediante la adaptación de un sinnúmero de títulos. El cine se ha embarrado de estos universos narrativos, echando mano de nuevas tecnologías, no solo del 3D, para refrescar la experiencia audiovisual. Así han nacido cintas que ensamblan elementos propios de las viñetas, como las pantallas divididas, con tomas subjetivas o indicadores del nivel de energía de los personajes, elementos inherentes a los juegos de vídeo. Un ejemplo bien logrado de esta promiscuidad’ entre juego de vídeo, cine, y novela gráfica es Scott Pilgrim vs The World, dirigida por Edgar Wright. La oscura Watchmen, de Zack Snyder (novela gráfica de DC Comics), Kick Ass o X-Men: First Class, ambas de Matthew Vaughn, también logran una interesante dialéctica entre géneros y técnicas.
Esta ola de producciones ha consolidado en el imaginario colectivo una nueva variación del antihéroe –que se rige por la irreverencia y la incorrección política–, trastornos psiquiátricos incluidos, y que mantiene una relación con la violencia mucho más cercana a la de la figura clásica. En cuanto a reflexiones puntuales acerca de la incidencia de este cine en la cultura social está el hecho de que ser nerd ahora es cool: pienso en los rostros de Daniel Radcliffe como Potter y de Michael Cera como Scott Pilgrim, y sus respectivas legiones de fans.
Fuera de las salas especializadas en “cine independiente” y “de autor”, o de los festivales de esta índole, el cine de realización ajena a los predios hollywoodenses es escaso. Las salas promedio, tanto ecuatorianas como latinoamericanas, responden a las mismas leyes de oferta y de demanda que aquellas estadounidenses, proyectando por semanas las megaproducciones agendadas por los estudios. Sin embargo, una lista de directores ha logrado conciliar la labor autorial con los grandes circuitos comerciales. Uno de ellos es Clint Eastwood, quien en el 2006 entregó Cartas desde Iwo Jima, y Las banderas de nuestros padres, que recuentan la batalla de Iwo Jima, ocurrida durante la Segunda Guerra Mundial, desde el punto de vista de cada bando. Los filmes son, junto a La delgada línea roja (Terrence Malick) joyas de la cinematografía bélica contemporánea. Ya en el 2003, Eastwood desplegó su pericia narrativa en Río Místico, y con Gran Torino, en el 2008, demostró que sabe, como pocos, retratar mediante historias muy íntimas los EE. UU. de la paranoia, de los traumas postguerra y de la segregación racial. Si Eastwood como director tiene relevancia por su poética social, Quentin Tarantino es el Banksy de la cinematografía comercial de los últimos años. Tarantino ha logrado convertir en iconos populares sus propios fetiches, mezclando referentes del cine negro, el gore italiano y el spaghetti western, entre otros. Pero, quizás, su mayor influencia sobre otros realizadores ha sido a través de sus extensos y triviales diálogos, que rayan en el absurdo, y a menudo se sostienen en situaciones de extrema violencia. Esa irreverencia textual ha sido su gran legado. El francés Michel Gondry y el estadounidense David Fincher provienen de la realización de vídeos musicales, sin embargo, a través de Eterno resplandor de una mente sin recuerdos y de El club de la pelea, respectivamente, labraron un camino interesante que concilia el espectáculo con un guión ligado al ensayo psicológico y social. De latitudes más lejanas, han saltado a las multisalas obras fascinantes como 2046 del director chino Won Kar-wai o del sucoreano Kim Ki-duk (Primavera, verano, otoño, invierno… y primavera y la exquisita 3-iron), que proponen una cinematografía ralentizada, con un gusto casi obsesivo por la imagen. Danny Boyle (Trainspotting, Slumdog Millionaire), Cristopher Nolan (Memento, The Dark Knight, Inception), Guy Ritchie (Lock, Stock and Two Smoking Barrels y Snatch), Ben Stiller (Zoolander, que según el periódico británico The Guardian, es el filme favorito de la última década de Terrence Malick) Darren Aronoksky (Pi, El luchador) también han acuñado filmes de culto, que expresan realidades culturales y sociales, y que han triunfando en taquillas e influenciado a otros realizadores.
Otro aspecto notable en la camaleónica transformación del cine de salas ha sido la gran evolución de los guiones en filmes de animación, en especial de los estudios Pixar y Dreamworks. La construcción de personajes y la curación narrativa superan a un gran número de los filmes en cartelera. Grandes obras del género son Wall-E, un ensayo poético acerca del destino de la humanidad, Up, la historia conmovedora de un anciano tras la muerte de su esposa (la cinta recibió una nominación de la Academia a mejor película) y Toy Story 3.
Así, durante los últimos 10 años, el «cine de Mall» ha sido un prolífico productor de relecturas de sí mismo (ejemplo reciente, Súper 8, de J.J. Abrams) respondiendo al progreso tecnológico y a los nuevos procesos mentales y sociales que este conlleva. Los soportes cambian, nuevas técnicas, como la captura de movimiento se incorporan; algunas no trascienden el estatus de novedad. Otras quizás reconfiguren definitivamente la manera de realizar y consumir el séptimo arte.

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