14 de agosto, 2015
La primera imagen que tengo de Nueva York se la debo a Mi Pobre Angelito 2. Mi sueño de la infancia era terminar sola en esa ciudad, por medio de alguna coincidencia cósmica y sin explicación lógica, con la billetera de mi padre en la mochila: ir a la juguetería FAO Schwartz que se ve en la película, tirarme un clavado en la piscina y dormir en la suite más lujosa del Plaza Hotel, comer pizzas enormes en la cama y haciendo migas frente al televisor toda la noche.
Crecí y muchos de esos sueños cambiaron, pero Nueva York seguía siendo el escenario de todos mis idealismos. Gracias a la serie Sex and the City, que veía religiosamente todas la semanas en HBO, esta ciudad se convirtió en mi idea del paraíso -sí, el paraíso está repleto de rascacielos, ropa linda y noches de “cosmopolitans“ con amigas fashionistas. Yo quería ser Carrie Bradshaw. No solo quería sus Manolo Blahnik y cada prenda de su clóset; quería, sobre todo, su departamento en el Lower East Side y tener citas con tipos idiotas en restaurantes con nombres elegantes y terrazas panorámicas. Quería salir con mi grupo de amigas a recorrer esas calles llenas de glamour, quería ver nevar porque los abrigos de invierno me parecían lo más chic del universo. Y quería ser escritora, como Carrie. Una escritora que vive en Nueva York.
Todas las comedias románticas que he visto desde entonces son básicamente la misma historia, con algunos cambios mínimos pero siempre con esa misma ciudad de fondo. ¿Cuántas veces, sentada en el cine, he visto tomas cenitales del Empire State o del Chrysler Building musicalizadas por Frank Sinatra? ¿Cuántas veces soñé con caminar por el Central Park en pleno otoño (escenario de otra película asquerosamente cursi protagonizada por Richard Gere: Otoño en Nueva York) de la mano del príncipe azul que, obvio, sería mi novio?
A los 14 leí una revista Vanidades de mi mamá y le arranqué un par de páginas: un artículo llamado Guía para el viaje perfecto a La Gran Manzana. La guardé en una caja de zapatos junto a las cartas de mis amigas del colegio y los CDs que me regalaban los pretendientes. Casi 10 años después visitaría esta ciudad por primera vez, y al cabo de un par de años me terminaría mudando a vivir aquí. Y claro, no es como en las películas porque nada nunca lo es.
¿La juguetería de Mi Pobre Angelito 2? Ya no existe, cerró sus puertas hace dos semanas porque el local que ocupaba en la Quinta Avenida era muy difícil de pagar. ¿La vida de Carrie Bradshaw? Es imposible que esa man haya vivido en Manhattan, sola, con sueldo de columnista y comprándose zapatos de cinco mil dólares el par. IM-PO-SI-BLE. ¿Y la nieve? La nieve no es ni romántica ni chic, es una mierda. La nieve es como esa amiga cargosa a la que no invitas a las fiestas pero sin embargo siempre cae, y chira, y sin botella.
¿Y todas esas historias de amor? Son solo eso, historias. La gente en esta ciudad es demasiado cínica y está demasiado ocupada trabajando para poder pagar la renta como para pensar en príncipes azules o caminatas por el Central Park. ¿Ese restaurante donde Sally finge un orgasmo frente a Harry? Es una trampa para turistas, un newyorkino de verdad jamás iría allí. ¿Starbucks? Está lejos de ser una cafetería repleta de celebrities tomando frapuccinos. En su lugar hay un montón de homeless evadiendo el frío y estudiantes chiros aprovechando el internet gratuito.
Pero hay un detalle que es cierto: en Nueva York todo es posible. Nueva York es el epicentro del universo, un microcosmos que encierra al mundo entero, a cada ciudad, a cada nacionalidad. Nueva York puede ser una isla de millonarios solipsistas; una pasarela de moda; una juguetería enorme y delirante; una ciudad gris, melancólica y postmoderna habitada por neuróticos como Woody Allen o una fiesta, llena de música y color. En Nueva York todo es posible, por eso hasta las historias más asquerosamente cursis pueden volverse realidad: Cómo perder a un hombre en 10 días, 13 going on 30, Hitch -todas suceden aquí, entre el Upper East Side y el East River. Cada uno hace con su Nueva York lo que quiera. O lo que pueda. Por eso el cine siempre vuelve a esta ciudad, porque con una cámara de por medio la ciudad se reinventa y se transforma. Sufre una metamorfosis que la convierte en el escenario perfecto, para todos. Para todo.
Vanessa Terán Iturralde

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