Por Mario Müller Lewit
Cara o Cruz  es una película que fue hecha, desde la creación de su guión, con una noción de proceso. Una vez concluido el proceso, el espectador podría estar tentado a interpretarla como una obra psicológica, encasillando a cada uno de los personajes dentro de un “tipo” de personalidad o “carácter” o de un diagnóstico psicopatológico, es decir, cayendo justamente en lo que yo considero ser la mayor debilidad de la Psicología así llamada científica. Indudablemente, cada una de las personas del público verá con sus propios ojos a Manuela, Virginia y Lorenzo. Los tres llegarán de una manera muy particular al corazón de quienes compartan en la obscura intimidad de la sala de cine la historia que transcurre en algo más de una hora, tiempo que será muy breve para unos, quizás largo para otros. Es una historia humana, si bien inventada o creada desde las iniciales sesiones de improvisación, una historia que podía haber sucedido aquí en Quito o en cualquier otra parte del mundo. Y es una historia directa sin adornos ni vericuetos que, a más de ir al grano, pretende penetrar el núcleo de ese aspecto humano. Las mellizas Virginia y Manuela, nacidas el mismo día de la misma matriz, más allá y más acá de prestarse para hacer un “estudio psicológico”, tal como lo veo ahora que está listo el filme, constituyen una especie de metáfora de lo que representan las profundas diferencias que existen entre los seres humanos nacidos en una misma época de la misma tierra, diferencias que, de hecho, generan conflictos que sólo pueden ser superados mediante la aceptación mutua y el respeto de dichas diferencias. Virginia y Manuela son las dos caras de la misma medalla (cara y cruz), o dicho de otra manera, los dos aspectos de un mismo caudaloso río. Virginia es su superficie torrentosa que arrastra consigo desde las delicadas briznas del pasto hasta enormes árboles arrancados de raíz, mientras que Manuela es su profundidad donde se sedimenta todo aquello que, habiendo estado en suspensión, se posa en el fondo por su mayor gravedad. Virginia desde la superficie da la cara al mundo para reflejar su mundanal ruido mientras que Manuela da su cruz al reino del misterio que alberga lo poético. Pero, al mismo tiempo, Virginia es el flujo de lo irracional, de lo espontáneo, de la locura, mientras que Manuela es la luz de la razón, del discernimiento, de la cautela, de la cordura. Y ambas, de alguna manera, son símbolos de una convención humana, suelo nutricio para poder comunicarse y, por último, entenderse. ¿Y Lorenzo? Lorenzo, desde mi particular óptica es la fantasmal figura que crea la ambigüedad, elemento esencial de toda vivencia humana. En momentos la película deja suponer que se trata de una clásica relación triangular, dejando que el espectador encuentre la respuesta en su fuero interior, si esa es su particular necesidad. Sin embargo, en un sentido más amplio, obviamente, se trata una relación triangular en que ese tercer otro impone una peculiar y esencial dinámica a la historia, imprimiendo un sello individual al filme que (esperamos los guionistas) sea lo suficientemente universal para que sea especular en su triple acepción: lo reflejado en un espejo, lo que se mira con atención para reconocerlo y examinarlo y, por último, lo que se medita, reflexionando con hondura. Si Cara o Cruz logra esto, todos los que hemos puesto un grano de arena en ella, nos podemos dar por satisfechos.

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