La vida de Calabacín es una película de animación que no solo es para niños. Este film ha sido nominado a los globos de oro y ha ganado varios premios, entre ellos, el premio del cine europeo (2016) a mejor cinta animada, el premio del público a la mejor película europea (Festival de San Sebastián 2016) entre otros. ¿cómo pueden llegar a ser tan tiernos personajes que no son humanos?.
Por: Gabriela Paz y Miño
Los ojos. Esos ojos, enormes y perfectamente redondos, contorneados en azul. Ojos como canicas, con iris de celuloide. Ojos de muñeco. ¿Cómo unos ojos que no miran de verdad pueden hacerte llorar?
No es fácil de entender. Ni siquiera al saber que más de cien personas trabajaron durante dos años en la animación de los personajes de latex, resina y tela, que protagonizan La vida de Calabacín, película franco-suiza, multipremiada y alabada de forma unánime por la crítica. Ni después de investigar todo sobre el stop motion. Ni tras ver los vídeos en los que el equipo del filme explica, fotograma a fotograma, cómo consiguió que Calabacín y sus compañeros de orfanato cobraran vida y tuvieran alma (quitar unas cejas, pegar otras; sacar los párpados, ponerlos de nuevo; cambiar la luz; mover un milímetro el ángulo del rostro).
Ni después de todo eso y de ver la película tres veces, logro entender cómo esos ojos arrancan risas y lágrimas, creando la ilusión de tristeza, miedo, soledad, amor, abandono, alegría. Cómo hacen que quieras abrazar a esos niños asustados, esconderte a su lado en un armario, responder las preguntas que callan, saltar con ellos a la pista de baile.
No es riguroso hablar de magia. Pero en esta adaptación de la novela de Gillles Paris, hay magia. Magia en la mirada triste y confundida del pequeño Calabacín, que se aferra a la cometa con la imagen de un superhéroe pintado por él (y al que llama su “padre”), mientras contesta la pregunta del policía:
– ¿Tu mamá era cariñosa contigo?
– Bebía mucha cerveza, pero –levantando los párpados azules, bajándolos de nuevo- a veces sonreía.
“A veces sonreía”. (Ay, la bondad inmensa de los niños).
Hay desolación en esos ojos, cuando Calabacín se queda solo en su ático, después de cerrar la puerta, aterrado, al escuchar a su madre que sube a buscarlo, oír un estruendo, y saber que algo ha cambiado para siempre.
Hay ilusión y una alegría contenida, cuando Calabacín eleva su mirada para ver volar su cometa, desde la ventana del carro del policía que lo lleva al orfanato.
Hay temor e indefensión en esos ojos, cuando se para frente a sus nuevos compañeros y escucha sus burlas, con la cabeza gacha.
Hay rabia en esos ojos, cuando el “malo” del orfanato le roba la cometa, que guarda en el cajón, junto a una lata de cerveza vacía: el último recuerdo de su madre.
Hay timidez, emoción, curiosidad, sorpresa, en esos ojos, cuando Calabacín empieza a enamorarse.
Sin la espectacularidad de las animaciones de Disney (ni sus moralejas, ni su mensaje políticamente correcto), pero con gran honestidad. Con esa crudeza y ternura con las que entienden y explican los niños la vida. Basta escuchar a Simón contar a Calabacín las razones por las que cada uno de los niños del orfanato ha ido a parar allí. Familias destrozadas por la violencia de género, el maltrato y el abuso infantil, el alcoholismo, la drogadicción, la cárcel, la muerte. El horror, que resumido en las palabras de un niño, suena dolorosamente simple. Y su solitaria conclusión: “Somos todos iguales, ya no hay nadie que nos quiera”.
Nominada al Oscar como mejor película de animación del 2017 (ganó Zootrópolis, de Disney), La vida de Calabacín, es un filme con magia, pero sin trucos. Cero pirotecnia emocional. Dramatismo, el justo. Un ejemplo: la secuencia de la muerte de la madre, el miedo de Calabacín, su traslado al orfanato, toma segundos. El director suizo Claude Barras y la guionista, Céline Sciamma, no nos piden quedarnos a llorar en una esquina (bueno, quizás en un ático, por unos instantes). Tampoco nos pintan el
típico orfanato con maltratos, horrores y miedo –lo hemos visto en tantas versiones, ya- si no un lugar en que los adultos se esfuerzan por conocer a cada niño, lo respetan y le ofrecen la posibilidad de volver a confiar y a sentir alegría y afecto.
Barras, y Sciamma, junto con su equipo, logran verdad en estos pequeños sobrevivientes. Verdad, con las palabras, los gestos y los tiempos justos (la película dura solo 1 hora 10 minutos). Simón –el entrañable Simón- habla de un padre que dispara a una madre frente a su hija, con la misma naturalidad que explica cómo se hacen los niños, después de que “la mujer suda mucho, dice que está de acuerdo muchas veces y al hombre le explota el pito”.
Sí, no es una película pensada necesariamente para público infantil. Se la ha descrito como “la película familiar más rara del mundo”. No es para todos los niños ni para todos los padres. Solo para los más audaces, que no tapan los ojos de sus hijos ante la realidad con todos sus matices. Para quienes están dispuestos a escuchar preguntas difíciles y buscar, juntos, la respuesta más sincera y comprensible. Para quienes se sientan capaces de acompañar a estos personajes con una mirada abierta y empática que, por otra parte, surge de forma espontánea en el espectador, gracias a un guión y un trabajo técnico magistrales. Y gracias, claro, a la magia inexplicable de esos ojos de canica.

 

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