Por Sandra Araya
Hace años andaba obsesionada con el cine de Darío Argento. Vi todas sus películas. Escribí sobre ellas. Tenía una fijación con su estética en rojo y azul para mostrar asesinatos, suicidios sospechosos y aquella historia extrañísima sobre las Tres Madres, un grupo de brujas que habían acumulado poder por siglos y que, en realidad, gobernaban al mundo desde tres ciudades. La historia era macabra, buenísima como una narración, pero la verdad es que en ninguna de las tres películas en las que se las nombraba Suspiria (1977), Inferno (1980) y La madre de las lágrimas (2007)quedaba muy claro de qué iba todo aquello. La obsesión se quedó en hambre.
Supongo que es lo mismo que pensó Luca Guadagnino, el celebrado director italiano que ganó varios premios por Call me by your name, cuando decidió hacer un remake de Suspiria, y convocó, para el elenco, a Tilda Swinton y Dakota Johnson. Guadagnino, estoy segura, quiso contar bien una historia que nos había dejado con ganas, aunque hayamos disfrutado de las puestas en escena del veterano director.
Suelo desconfiar de los remakes, es cierto. Siento que la mística de la película original puede irse al diablo muy fácilmente, como sucedió cuando a alguien se le ocurrió hacer un remake de La niebla, de John Carpenter, o como cuando a Rob Zombie tuvo la “maravillosa” idea de convertir a Michael Myers en un hippie que soñaba con reencontrarse con su mamá. Así que entré con desconfianza a Suspiria, de Luca Guadagnino. Pero en este caso, no hay nada mejor que el espejo te diga: “No, no tenías razón”.
Suspiria (2017) es una película enorme, que no irrespeta a su guionista y director original. Más bien, le rinde homenaje, contando bien la historia que esperábamos conocer. Además, sin copiar los efectismos clásicos de Argento, esta nueva versión cuenta con escenas de crueldad indecible, siguiendo los pasos del creador, pero buscando una nueva perspectiva. 
El homenaje significa no copiar, implica aportar algo nuevo, respetando las ideas originales.
La película está ambientada en Berlín, en 1977. El Muro no había caído aún. Hay un ambiente en la ciudad, entre el frío, la lluvia y la nieve, que bordea una calma chicha, en apariencia, porque hay terroristas poniendo bombas, hay aún desaparecidos tras las invasiones, hay miedo en el ambiente. Aunque todo parezca marchar bien. “¿Por qué están todos tan dispuestos a pensar que lo peor ha pasado?”, le dice Sussy, la protagonista, a Blanc, la directora de la escuela de baile. ¿Qué le anuncia una mujer a la otra? ¿Qué denuncia ese ser en medio de una ciudad que puede ser muchas ciudades? En Berlín hay un clima específico, político, social, que le da un contexto a la historia.
Además, existe otro contexto. Sussy llega de Norteamérica a Europa para estudiar danza. Proviene, nada más y nada menos, que de una comunidad amish, en Ohio. La madre, su recuerdo, se le aparece a Sussy a través de sueños o visiones — delirios— donde aquella dijo que su hija menor era la mácula que había dejado en el mundo. Claro que este no es el único sueño, visión — delirio — que sufre Sussy, por lo menos desde que ha llegado a la escuela de danza Markos: ve imágenes que podrían parecer sin sentido, y que, sin embargo, aportan, además de la belleza visual, con significado para ir hilando la trama. 
En la versión original, hasta el final no se sabía que aquella academia de danza era un Sabbat o aquelarre. En este remake, queda claro desde el principio que en esa academia, un gineceo —conviven todas con las medias nylon tendidas, con el cuerpo de las otras en bata o combinaciones—, una especie de panal, habita una “abeja reina”, una bruja o madre a la que hay que obedecer y alimentar, aunque algunas pretendan otros hilos. Hay, en varias escenas, conversaciones que no se corresponden con la boca fija de las participantes: existen charlas, debates, gritos, que parecen sostenerse de mente a mente o, de forma más íntima, de corazón a corazón. Se produce incluso una votación, lo sabemos por los diálogos, en la que sabemos que la mayoría ha elegido a Markos y no a Blanc como la “madre”.
Pero no solo de voces está construida esta historia, sino también de cuerpos, algo que fue introducido exitosamente por Guadagnino en esta historia. Sabemos —sabíamos desde la versión de 1977— que este lugar era una academia de danza, pero poco habíamos visto de ese trabajo.
Ahora lo que más vemos es esa expresión, esa labor del cuerpo de las bailarinas que puede mostrar belleza y horror al mismo tiempo, en su máxima expresión: ¿qué convierte a una pirueta, a un pase, a un salto, en algo bello y no en algo antinatural, horrendo?
 La danza, como ritual, tiene de arte, pero también es una expresión animal en esta película, es un reflejo del instinto, de la pulsión de muerte que nos habita. Más aun, la música no se compagina con la danza, sino que las bailarinas, en el momento en que exhiben su trabajo, parecen bailar con algo que tararean en su mente; entre ellas. La música incidental, sin embargo, está a cargo de Thom Yorke, quien aporta con su tono de voz a un ambiente que parece estirarse, en una línea que bordea el miedo, la locura, lo inevitable. Un regreso a casa infernal, pero no menos hogar por ello.
El final de esta versión es distinto al de la original. Y podría tomarse, incluso, como un delirio. Uno enorme. Pero aquí cabe citar al doctor Josef, quien ha servido de testigo para los ritos de las mujeres de la escuela Markos: “El delirio es una mentira que dice la verdad”. Un delirio que puede estar íntimamente ligado al arte. A una puesta en escena. A una película. A una historia de hoy, de antes, qué importa, total, las brujas siempre vuelan. Y también saben danzar.

Comments

comments

X