Por Rodrigo Laloux
El Faro, de Robert Eggers, es su segunda película después de la cautivante La bruja. Ephrain Winslow (Robert Pattinson) llega a trabajar a una isla como ayudante del farero Thomas Wake (Willem Dafoe). La labor durará cuatro semanas y Winslow espera ganarse su paga con trabajo duro y abordar el ferry que lo trajo, de vuelta a casa. En una de las primeras noches Wake abre una botella de alcohol y propone a Winslow beber un trago con él. Winslow lo rechaza, enrola un cigarrillo y se lo fuma, afirma que tomar bebidas alcohólicas va contra las reglas. Winslow no mantendrá firme su postura y después de unos días, tras sueños que se mezclan con la realidad y de exigencias por parte de su jefe que él considera injustas, terminará cediendo. Es más, el mismo Winslow, al verse desabastecido de alcohol, conjurará un coctel a base de alguna sustancia no apta para consumo humano y miel. Es comprensible, los juegos mentales de Wake, su abuso de poder y sirenas sensuales que viven entre la locura y la costa enterrarían a cualquiera en lugares muy oscuros. Yo mismo me sentí vislumbrando algo de mí que me aterró.
Winslow desea asistir en el mantenimiento del faro que gobierna la isla. Wake por su parte, se lo niega, le niega la entrada al tope de la estructura que alberga el gigante foco. Winslow protesta y yo también protesto, empatizo, no necesariamente porque me siento un ayudante de farero, pero sí porque de alguna manera ese rechazo activa pulsiones de desprecio, de envidia. Algo me lleva a ese niño en mi memoria que no me quiso prestar su tractor de juguete. 
Por extensión, el terror que emana El Faro no se trata de sobresaltos, es un terror mucho más sedoso y vibrante. 
Ese terror es terror porque activa lugares que uno no quiere ver, pone un espejo al frente tuyo y te obliga a lidiar, o al menos intentarlo, con esos impulsos por los que tu madre te retaba cuando eras un infante.
Y sí que da miedo creerse “todo un hombre” y verse confrontado con que probablemente no lo eres, según ciertos estándares. ¿Por qué esa experiencia podría ponernos los pelos de punta? Por el momento no es importante responder, pero lo interesante es que El Faro consigue picar ahí, en ese momento abstracto que vive entre mi columna vertebral y mi estómago. 
El mencionado “todo un hombre” atraviesa toda la película. Pasan los días y Winslow comienza a beber con Wake por las noches, se cuentan historias, cantan canciones que supongo son de marineros, bailan circularmente entrecruzando sus brazos y una noche en específico se abrazan, se miran fijamente e intercambian alientos alcohólicos. El beso no se produce, pero de su ausencia emerge de nuevo ese terror punzante. Winslow también lo manifiesta: miedo, ¿a qué? ¿A un cierto potencial de intención homosexual? A mí también me dio miedo: quizá exista alguna persona de mi infancia que quiso salir a flote en mi memoria, en el contexto del beso ausente. Me dio miedo de poder verlo frente a mí, de no poder contenerlo contra la pared trasera de mi cráneo. ¿Existió esa persona siquiera? No lo sé, pero la dinámica de amor/odio y alcohol que se cocina entre Winslow y Wake me lo hizo preguntar. 
El ferry nunca llegó, una tormenta impidió e impide su arribo, Winslow no pudo abordarlo y el cese del fenómeno natural parece lejano, las cuatro semanas, ahora son semanas o meses, sin identificador cuantitativo. Llueve. Winslow no tiene otra opción, deberá ocupar un pequeño bote que se arrima a la isla como medio de regreso a casa. Un hacha sostenida, Wake corre hacia Winslow y grita: “¡No me dejes! ¡No me dejes!”. Eso es terror.
Es probable que El Faro funcione de esta manera, un reflejo en el agua, impreciso, impresionista, un reflejo del alma, pero de su lado más oscuro. 
Esto resuena, no hace falta entenderlo, ese terror del alma oscura, ese terror de sentir que Wake y Winston no son personas lejanas, en un mundo casi sobrenatural, podríamos ser nosotros, son una parte de nosotros. Quizá una parte de nosotros vive en una isla y espera la llegada de un barco que nos salve de la locura, de los tentáculos asfixiantes. Lo que queda es un cúmulo de pulsiones y palpitaciones enraizadas ahí donde no se quiere ver. 

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