Tomado de la columna “Fuera de Campo” que mantuvo desde bs aires el crítico Christian León en el periódico de Ochoymedio.
CUATRO NOTAS PARA KAURISMAKI
(Christian León, Noviembre 2007)
Uno.
El director finlandés Aki Kaurismäki logra algo aparentemente imposible: concilia la sutileza y la brutalidad. En sus películas conviven perfectamente el susurro y el grito, la elipsis y el gag, la austeridad y el humor desopilante. Quizá por esto, muchos críticos dicen que el hombre es una mezcla de Robert Bresson y Jacques Tati. Yo iría más lejos, digo Dreyer y Chaplin. En sus películas, los personajes son un trazo seco. Los diálogos están casi ausentes, los acontecimientos se producen de forma desconcertante. Su cine usa frecuentemente planos fijos, tiempos muertos, ritmos sin inflexiones. Sin embargo, al mismo tiempo, su narración genera contrastes toscos y extremos que revelan el lado absurdo, a veces ridículo, de todos los órdenes establecidos. La sociedad capitalista, el amor romántico, la familia, el éxito son abordados en su tragicómica inconsistencia. Un escepticismo gozoso impide toda idealización. Un espíritu pantagruélico invierte todos los valores bellos y sublimes. Hamlet empresario (1987), adaptación marxista del clásico shakespeareano en clave de cine negro, alterna un relato denso y riguroso con situaciones disparatadas. Hamlet mata a Laertes ensartándole un aparato de televisión en la cabeza.
Dos.
En cualquier momento aparece una banda o un músico. Grupos roqueros, folclóricos, folclórico-roqueros, ensambles de jazz, virtuosos pianistas o simplemente una banda de punk duro siempre están tocando. La música y sus intérpretes es un leit-motiv en la obra de Kaurismäki. Incluso en Los Leningrad Cowboys van a América (1989) y Total Balalaika Show (1993) este motivo se convierte en el centro de la historia. Además, en la vida de todo personaje kaurismäkiano nunca falta un tocadiscos, un radio obsoleto o una rockola que nos deleita con un Tango, un Bolero, un Blues, un Rock and Roll o una canción tradicional finlandesa. Mucho se ha hablado de esta recurrencia, pero poco se ha dicho de su relación con lo popular. Para el director, la música es una manifestación que acompaña la vivencia de las clases populares. Es una manifestación compensatoria del sentimiento inexpresado por los personajes y el encuadre. En la banda sonora se evoca la memoria antigua y resistente de las clases trabajadoras y los sectores populares, enfrentada con la música culta y la gloria efímera de los hits de FM. En Hamlet empresario, suena una sinfonía melodramática en la rockola, el protagonista patea el aparato, inmediatamente repiquetea un Rock and Roll. En La chica de la fábrica de fósforos (1990) Iris envenena a sus padres, en la radio suena Tchaicovski, cambia de emisora, escuchamos a Olavi Virta.
Tres.
Alguna vez, discutía con una amiga sobre El hombres sin pasado (2002). Ella hablaba de los excesos de Kaurismäki. Leía la película como cine social. Yo decía que el director está más allá del neorrealismo y del realismo social. Aunque no alcance a explicarme exactamente porqué. Nubes pasajeras (1996) me dio la clave. En la película, se puede ver un cuadro de inspiración fauvista colgado en el departamento de una pareja desempleada. En él se retrata a un hombre que está sentado a la mesa. El sujeto y el espacio que lo circunda no son más que superficies pintadas. La ilusión- realidad está ausente. Entre el filme y el cuadro existe un fuerte paralelismo. En la película los escenarios interiores llevan colores puros y contrastantes. Los personajes parecen sacados de algún cuadro de Matisse o Hooper, quizá incluso de un comic. Como en las obras restantes de la trilogía de los perdedores –El hombre sin pasado y Luces del atardecer (2006)–, el filme despoja a la realidad del realismo y a los personajes de la psicología. De una u otra manera, Kaurismäki es un modernista antimoderno. Muestra que el cine es artificio, pura pantalla, y aún así se atreve a explorar su reverso. No es casual que Kati Outinen sea su diva.
Cuatro.
Si algo hace Kaurismäki es tomar partido. Sus películas no trabajan sobre las clases desheredadas sino desde ellas. La experiencia del trabajo, la pobreza, el desempleo, la marginalidad es el magma caliente que explosiona en la pantalla. Basta recordar que el propio director, antes de dar con el cine, trajinó por múltiples oficios incluido el desempleo. Quizá por esto, en su cine, no hay lugar para la conmiseración, pero aún para la estigmatización o la idealización. En su trilogía proletaria –Sombras del paraíso (1986), Ariel (1988) y La chica de la fábrica de fósforos– todos los valores están invertidos. La experiencia de los desposeídos, marcada por la privación de bienes materiales y capital cultural, genera una ética y estética excéntrica. Con una sensibilidad punk, el director reconstruye ambientes ásperos, situaciones duras, encuentros shockeantes desprovistos de elegancia y buen gusto. A pesar de ello, algo resplandece y seduce en los filmes de Kaurismäki, quizás sea la dignidad de los subalternos que no quieren llegar a ser burgueses y reivindican su propia condición.
(Todos los derechos reservados. OCHOYMEDIO 2007.)
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