Lucía Monzón, comunicadora del OchoyMedio
El 11 de agosto de este año, 2025, cumpliré 10 años viviendo en Ecuador y aún recuerdo qué hice un día antes de irme de Caracas.
Mitad de mi cuerpo de 13 añitos estaba arrodillado en el piso y la otra mitad estaba apoyada en mi cama rosada, mientras una de mis personas favoritas del mundo estaba a mi lado, mi primo Gabriel. Siempre lo sentí como el hermano que nunca tuve. Hasta ahora lo siento así.
Recuerdo cómo me dijo con mucho dolor “Ustedes sí son arrechas, se van a ir en mi cumpleaños y me van a dejar solo” y él no lo sabe, pero todos los 11 de agosto (su cumpleaños) pienso en ese Gabriel de 23 años. Ahora soy yo quien tiene 23 y se siente igual de sola.
Hay momentos durante la vida en el exterior que la soledad no se siente tan filosa, como cuando vas a la tienda de tu barrio y una señora muy parecida a tu tía te ofrece un “ponqué” de naranja sin lácteos ni huevos, o cuando vas al parque La Carolina y le compras un tequeñón a los chamos de la esquina de la Shyris con las Naciones Unidas.
Tampoco se siente tanto cuando estás en la fila insólitamente larga de la embajada (cuando estaba) para sacar tu pasaporte en 3 meses, 1 año, o quién sabe en cuánto tiempo, y escuchas un “coye, pana, la vaina no es así” y recuerdas que esa es la frase que más dice tu papá.
Otro momento en el que no me sentí tan sola fue viendo ‘Casas Muertas’ de Rosana Matecki. Vaya maravilla de documental.
Lo único en lo que podía pensar mientras los paisajes de mi tierra se deslizaban en la pantalla era en ‘Cien años de soledad’ de Gabo. Isabel (que en paz descanse) sumergiendo sus pies en aquella agua desconocida en la que se perdían las lágrimas derramadas por un pueblo perdido, la cúpula de la iglesia coronando el pozo y las lanchas acechándola como zamuros a la carne muerta.
Entendí el espanto de José Arcadio Buendía y de Úrsula Iguarán cuando la violencia invadió Macondo.
Es verdad que yo no me quedé, yo me fui. Me sacaron. Sin embargo, regreso al calor de las palmeras y guacamayas al verme en los ojos de Isabel, al imaginar el olor de los cafés de Jesús y recordar a mi mamá y a mi abuela en las mañanas, al escuchar la determinación de Darwin y leer los mensajes de mi papá que dicen: “Aquí vamos, hija”. Siento el pesar de la dictadura que me acunó viendo las lágrimas de los Pernalete.
Juan Pablo, mientras yo exista, siempre tendrás a alguien que siga tu lucha por la libertad.
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