Reflexiones de Lizardo Herrera a partir del documental de Yanara Guayasamín, “Cuba, El Valor De Una Utopía” (2008).
Lizardo Herrera es Profesor Asistente en Whittier College. Ha publicado artículos en revistas como Revista Iberoamericana, Chasqui, Cultural Studies Review, entre otras. Obtuvo su doctorado en la Universidad de Pittsburgh con la disertación «Ética, utopía e intoxicación en Rodrigo D., No futuro y La vendedora de rosas«.
El socialismo como una revolución del propio socialismo.
Cuba, símbolo de esperanza o muestra de opresión, democracia popular o dictadura, un Estado-nación o un mito que trasciende fronteras. Cuba, término que encierra poderosas contradicciones y desata las pasiones, palabra que despierta amores y fidelidades o, en su defecto, odios o divisiones irreconciliables. ¿Cómo escribir sobre esta isla caribeña y la revolución de 1959 sin echar más leña al fuego y sin encerrarnos en dilemas sin solución posible? Yanara Guayasamín, en su documental Cuba. El valor de una utopía (2008), arriesga una respuesta al adentrarse en el corazón de una generación que luchó y se la jugó por la revolución, que creyó en ella y que siente que su lucha valió la pena porque la hizo más humana. La película al igual que sus viejos protagonistas se la juega por la utopía, defiende el desear sobre el tener, prefiere al ser humano ante la economía desbocada y especulativa del mundo contemporáneo. Sin embargo, también nos deja la impresión de que la utopía cuesta, que la lucha exige sacrificios en el día a día, que hay que templarse a uno mismo para poder alcanzar lo que uno sueña. Cuba. El valor de una utopía abre varias interrogantes, quizás entre todas ellas, la más importante es saber si la utopía coincide con una actitud ascética, si el sacrificio es el camino que la humanidad debe seguir para hacerse más humana. Si persistir en la utopía significa persistir en la renuncia personal en nombre de algo mejor que siempre nos cuesta definir de qué se trata.
El documental se divide en dos momentos, uno más largo que el otro. El largo, el primero, reconstruye la historia de la revolución desde el punto de vista de una generación de artistas y combatientes que participaron en ella. Narra la historia desde la llegada al poder del “tirano” Batista pasando por el asalto al cuartel Moncada y la defensa jurídica de Fidel en el 53, el desembarco del Granma, la lucha en la Sierra Maestra, el secuestro del automovilista J. M. Fangio, la entrada victoriosa de los barbudos en la Habana en el 59 hasta la invasión en Bahía de Cochinos en el 62, el intento de industrialización de la isla en los 60 y 70 o la crítica de Fidel al “soberbio” Reagan en los 80. El segundo, más corto se adentra en los problemas que significó la caída del socialismo en Europa del Este y el inicio en los 90 del período especial en Cuba, el cual parece ser se extiende hasta la actualidad y en donde los cubanos deben resolver sus vidas pasando de sacrificio en sacrificio haciendo, de este modo, de su creatividad el nuevo héroe de la historia revolucionaria.
Cuba. El valor de una utopía además es un intento por contaminar el arte con la política. Sus voceros principales son un poeta, Félix Contreras, una cantante lírica, Marta Cardona, un grabador-pintor, Antonio Canet, más los combatientes revolucionarios, Santiago Cintao, Arnold Rodríguez Camps y Guillermo García Frías, la periodista Marta Rojas y, cómo no, la voz dominante del protagonista principal de la revolución del 59, Fidel Castro. Los artistas cuentan cómo la Revolución cambió sus vidas, por ejemplo, al impulsar y democratizar el arte, en tanto los combatientes y los mismos artistas narran la manera en la que se vincularon a la lucha clandestina y los diferentes momentos que vivieron en ella. Mientras escuchamos sus historias de vida, como fondo vemos la arquitectura de la isla o los recorridos ya sea en coche, tractor, carruaje o bicicleta por unas calles o carreteras llenas de baches; la primera, como un testigo mudo de un tiempo congelado y en decadencia, los segundos, como una marcha lenta en la que apenas se siente el paso del tiempo.
En la primera parte, se recurre a varias fotografías e imágenes de cine o televisión del tiempo de la revolución. Si Roland Barthes tiene razón cuando señala que la fotografía como medio significa la detención del tiempo o la separación del pasado del presente, en Cuba. El valor de una utopía la épica revolucionaria al igual que las fotografías que nos muestra aparece como un discurso estático -la voz de Fidel la mejor muestra de ello- que narra desde hace más de cincuenta años con los mismos gestos y palabras aquella “feliz historia” de cuando se echó del poder al “tirano” del gobierno y cómo la utopía revolucionaria, por fin, se hizo realidad. Las imágenes de la primera parte, de este modo, son imágenes detenidas en el tiempo que recuerdan un tiempo heroico que contradictoriamente parece está en peligro de desmoronarse en la actualidad tal como sucede con la arquitectura prerrevolucionaria que miramos en todo momento. Es factible, por ende, asimilar la revolución a esta arquitectura vieja, primero, porque transmite una gran belleza a pesar de la decadencia le que trajo el inclemente tiempo; luego porque se encuentra bastante deteriorada y necesita de un costoso mantenimiento.
¿Como apreciamos el desgaste revolucionario en la película? ¿Qué problemas hay a más del deterioro arquitectónico? La narración histórica de la revolución es un arma de doble filo, por un lado, da cuenta de una ruptura con un régimen al que tilda de corrupto y opresivo que de seguro lo fue; pero, por otro, sirve al establecimiento al reconstruir una memoria nacional. Cuando los niños repiten en la escuela o en la calle: “Socialismo o muerte, venceremos; pioneros del socialismo, seremos como el Che”, el relato histórico no es tanto el de un quiebre revolucionario como el de un discurso anquilosado que adoctrina en las escuelas mediante la reificación de un nuevo panteón nacional. Lo mismo sucede con el trovador popular que canta lleno de sentimiento a los héroes revolucionarios. El día 26 de julio también se vive de manera contradictoria. Un narrador de radio –la voz oficial de la revolución- cuenta algunos detalles importantes de esa fecha mediante los cuales se resalta el valor de los guerrilleros descalificando al régimen “corrupto” del “tirano” Batista y mientras mayor la descalificación más crece la gloria revolucionaria. Vemos cómo un grupo de amigos o una familia escucha el discurso radiofónico y con un fervor excesivo defiende los ideales que trajo Fidel, mas ni bien terminan su defensa se ponen a bailar reguetón provocando un intenso movimiento corporal que nos saca de la lenta narración revolucionaria, pero que lastimosamente desaparece ni bien se hizo presente en el documental.
El relato histórico otra vez nos sumerge en contradicciones difíciles de resolver, por ejemplo, cuando en la segunda parte nos damos cuenta de que existe una brecha generacional en Cuba. La historia que narran los viejos no es la misma que la de los jóvenes cuya voz se mantiene en silencio a excepción de unos niños cuyos sueños están más del lado del tener que del desear; de un señor de alrededor de unos 30 años que afirma que a los cubanos les gusta presumir o salen de la isla por cuestiones económicas mas no políticas; o cuando alguien discute con Santiago Cintao, quien le replica a su contradictor que “el que no se sacrifica, nunca está de acuerdo con nada”.
Sin embargo, el período especial es una época en la que todos los cubanos han tenido que hacer demasiados sacrificios. De acuerdo con el poeta, Félix Contreras, la tarjeta de alimentos sólo le abastece el 20% de sus necesidades, para el 80% restante necesita rebuscarse de otra manera, en su caso, publicando artículos en revistas virtuales porque en la isla el papel es muy escaso. Cuba, en general, vive con un 80% de necesidades que la utopía revolucionaria del 59 no puede resolver. La gente debe idearse formas para sobrevivir por lo que el héroe revolucionario de la actualidad paradójicamente no es el guerrillero heroico del que nos da cuenta la primera parte del filme, sino el inventor cotidiano, cuya labor trasciende el marco de la revolución institucional y linda con la informalidad cuando no con la ilegalidad. Los Comités de Defensa de la Revolución, por eso, son los encargados de velar por el mantenimiento de la revolución evitando prácticas contrarrevolucionarias y especulativas de “la gente vaga a la que no le gusta trabajar” o combatir aquel “exceso de corrupción que hay en la base”. Una de sus militantes se toma la voz de los cubanos, dice que todos como nación han elegido vivir -sentencia que implica seguir siendo socialistas-, pero para vivir, afirma, hay que hacer sacrificios.
Esto quiere decir que el relato heroico de la primera parte se contradice con el de la segunda. La revolución del 59 fue un proceso de democratización profunda, no cabe duda, tal como lo demuestran las historias de vida de las generaciones mayores cuando dicen que gracias a ella mejoraron su educación o calidad de vida; pero tras la caída del bloque socialista se hace cada vez más difícil cumplir con las promesas revolucionarias debido a que la economía de la isla nunca dejó de ser dependiente y además se hizo altamente paternalista. La exigencia del sacrificio es una demanda complicada por decir lo menos, pues este sacrificio implica pasar hambre y necesidades, es decir, empeorar aún más la calidad de vida de la gente en nombre de un sistema que desde el período especial ofrece cada vez menos a cambio. Me parece, asimismo, que entender el rebusque como una heroicidad revolucionaria es una posición contradictoria porque este último tiene parentesco directo con conductas picarescas y, como sabemos, al pícaro no le interesa mucho la legalidad o el sistema político, sino su supervivencia material así tenga que romper con el ideal revolucionario por medio de el jineterismo, el contrabando u otras formas de la informalidad.
El documental, no obstante, se aferra a una tesis importante: “es mejor desear antes que tener”. Sabe que el consumismo rampante puede traer quizás más bienestar, pero no un mejor modo de vida, como lo afirma María Cardona. La mayoría de las personas que nos ofrecen su testimonio no aspiran a más riqueza ni su tristeza se relaciona con la carencia material, sino con el hecho de ver que su sueño revolucionario al igual que las edificaciones se cae a pedazos. Ellos saben que la felicidad no está en el dinero, sino en sentirse bien con lo que se hace o en seguir deseando. María cree que lo que hace ahora es más importante que lo que hacía antes. Enseñar a los niños le llena más y le parece una actitud más revolucionaria que la lucha anterior.
Por eso, desde mi punto de vista, el problema de la utopía revolucionaria institucional está en que reifica el sacrificio personal. Este tipo de discurso en la actualidad ha dejado de ser revolucionario para convertirse en uno que se resiste al cambio cuando no defiende abiertamente el establishment. La utopía revolucionaria debe salir del congelamiento histórico en el que se ha autoencerrado y, por ahora, se hace más urgente escuchar lo que los jóvenes cubanos tienen que decir antes que repetir cansinamente la historia del cuartel Moncada o de la entrada triunfal en la Habana. Tal como lo señala el grabador Antonio Canet, los sueños de los jóvenes no tienen por qué ser los mismos que los de las generaciones anteriores porque para ellos eso es historia pasada en tanto tienen otras contradicciones y necesidades que resolver. No se puede partir, entonces, del supuesto nostálgico -como lo hacen muchos- de que los jóvenes viven una crisis de valores o están siendo manipulados por los medios de comunicación y que por esa razón se han vuelto consumistas. La tarea más importante está en entender por qué el discurso anquilosado de la revolución les dice cada vez menos o se aleja de sus necesidades.
Si la felicidad es el verdadero ideal revolucionario, no se trata de caer en el ascetismo de la renuncia o el misticismo religioso, sino de dialogar y escuchar a los cubanos en general. Si queremos un socialismo de verdad, nuestro deber es permitir una ruptura revolucionaria en el relato histórico de Cuba y saber que la historia de la isla no se detuvo en 1959 como tampoco todos sus problemas vienen de amenazas externas, últimas que evidentemente existen como el bloqueo de EEUU, sino también de errores propios, los cuales, como lo hemos señalado, se hacen evidentes en una narración de la revolución que se mantiene congelada hace más de 50 años. Como bien lo argumenta el documental, sabemos que la felicidad no está en el consumismo ni en el tener mucho, pero si queremos que los niños y jóvenes cubanos o del mundo en general deseen una sociedad diferente, empecemos por abandonar los manuales de doctrina revolucionaria proponiendo en su lugar una pedagogía más cercana al pensamiento crítico. En conclusión, creo que la revolución cubana contemporánea se ha transformado en un discurso inmovilista que necesita revolucionarse a sí mismo para volver a ser una revolución de carácter popular como lo fue en sus inicios. La utopía no está ni puede estar en el sacrificio, sino la creatividad que intenta imaginar otro tipo de sociedad a partir de un diálogo profundo entre todos sus integrantes y en donde la felicidad sea algo del presente, no parte de un futuro que nunca llega. No se trata, por tanto, sólo de pensar cómo la sociedad se hizo más humana en el pasado, sino sobre todo cómo puede hacerse más humana en el presente por lo que pedir más renuncias a la gente o heroificar el sacrificio como una actitud revolucionaria más que un pensamiento humanista corre el riesgo de convertirse en una posición inhumana.
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