Por Sarah Jane Foster
La interpretación de Bergman de un “amor de verano” es una que nos deja sin ilusiones.
Monika y Harry son una pareja trágica, pero no es el destino que les marca, sino sus propias carencias de amor y afecto.
Harry vive en una casa silenciosa con su padre viudo, y Monika duerme en la sala de un espacio apretado habitado por niños ruidosos y un padre borracho. Se conocen y se van enamorando. Cada uno expresa su cariño con el estilo que le corresponde: Harry, responsable y pragmático, compra comida, y Monika, impetuosa y tosca, le declara su adoración mientras se maquilla en un espejo. Su amor les ofrece un breve escape de las decepciones de la vida adulta; se aventuran juntos al mar. Libres, desnudos, iluminados por el sol perpetuo del verano escandinavo, viven en un momento sin futuro.
Pero en su pasión, se gastan los últimos rastros de su inocencia. Cuando los hechos de su relación se concretan, Monika se encuentra sin comprender como recibir un amor que sea más profundo y consecuente que los abusos que la han perseguido toda la vida.
Solo Bergman se preocuparía con darnos una mirada tan compleja sobre un romance de verano, indagando a la soledad inevitable que nos obliga a buscar felicidad en los demás, y que nos deja viendo el reflejo de nuestras propias fallas en el espejo.

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