Por Alexis Moreano Banda
Andy Warhol contribuyó de manera vital al arte cinematográfico. No solo creó su propio e irrepetible lenguaje, sino que también dinamizó la comprensión del cine como un arte del tiempo.
Andy Warhol es probablemente el más célebre artista de los últimos cincuenta años, y sin duda uno de los más influyentes. Nada mal para alguien que, a lo largo de tres décadas, a nada dedicó más empeño que a elevar el rascacielos de su propia vacuidad, de su radical insignificancia. Trabajador infatigable, creador polivalente, Warhol realizó y produjo piezas sonoras, pinturas, fotografías, filmes, programas de televisión, esculturas, obras gráficas, revistas, publicidades, asegurándose en cada caso de que su firma y su extravagante personalidad brillasen con suficiente esplendor como para opacar cualquier destello que pudiera emanar de su persona. Para cada obra, cada gesto o declaración, una sola y única aspiración declarada: desaparecer tras la técnica, fundirse con ella, convertirse en una máquina.
La máquina Warhol producía arte y contradicciones en serie. Gran cultivador de paradojas, supo como nadie juntar antinomias, acumular ambigüedades y afirmarse, a pesar de ello, gracias a ello, como una entidad perfectamente estructurada, como un todo límpido y coherente. Nadie como él para asumir la artificialidad tan naturalmente. Por eso importa poco saber si existía alguien bajo la peluca plástica, si una voz humana hablaba a través del frágil timbre de su garganta, si cabe suponer otro Warhol tras su imagen metódicamente construida. Porque más que natural, mejor que humano, Warhol era real – real como una máquina. Más que artificial, Warhol es un artificio: a la vez un ardid que la resultante material, concreta, de un proceso de desnaturalización. Un puro producto del trabajo.
Jean Baudrillard ha escrito que las imágenes de Warhol son banales “no porque reflejen la banalidad del mundo, sino porque resultan de la ausencia de toda pretensión del sujeto a interpretarlas”. No se trata pues de imágenes “difíciles” de interpretar (todo lo contrario), sino de imágenes que no piden ser interpretadas, que pueden prescindir de la interpretación. Imágenes que se ofrecen como simple presencia y se dan a comprender en su sola presencia. Imágenes sin fondo, sin profundidad, sin alteridad ni contraparte: imágenes que concilian el semblante con la transparencia, el misterio con la evidencia. Imágenes que no prometen revelarnos nada porque desconocen el velo y la veladura; imágenes sin redención posible, porque desconocen la culpa y porque no señalan a un más allá que pudiera conferirles sentido. Imágenes que hallan el éxtasis en sí mismas, en la pureza y la plenitud de la superficie.
What you get is what you see: nada debajo, nada detrás, nada más y nada menos. El enigma Warhol se funda en esta soberbia fenomenología de la nada. Ahí radica su singularidad y es por ello que nos fascina. Porque nos expone en primera y en última instancia a esa nada a la que sus obras invariablemente nos remiten, y porque nos confronta ante la angustia de comprender que tras ella nada existe, que su economía es absoluta y que por ello es perfecta (“Nothing is perfect, because it opposes to nothing”).
Desde hace cuatro décadas, importantes sectores de la crítica han intentado quebrar las barreras de la superficialidad y el automatismo maquinal de Warhol y su obra, apelando para ello a una diversidad de disciplinas y multiplicando las perspectivas en busca de descubrir el mínimo resquicio por donde penetrar hacia un hipotético y siempre esquivo mas allá de la imagen. En algún momento se quiso ver en sus representaciones seriales de los iconos del hiperconsumo y el star system de la época una crítica acerba del capitalismo y de la sociedad del espectáculo, allí donde no hay otra cosa que una asumida e inequívoca fascinación. Se ha querido leer en su singular combinación de cultura elitista y cultura de masas, la realización del sueño de integración arte-vida que inspiraba a la vanguardia de inicios del siglo pasado, proyectando en el autor una voluntad de trascendencia y una cierta metafísica que sus obras no admiten. Warhol no fue ciertamente un artista “revolucionario” (en el sentido histórico del término), pero lo contrario también es falso. Leer sus diarios personales y sus biografías no aclarará en lo más mínimo el panorama.
Para comprender la singular complejidad de esta personalidad brillantemente construida, es necesario pensar a la vez con Warhol y contra él, a pesar suyo.
A fuerza de asociar el nombre de Warhol al Pop Art estadounidense, la gran mayoría de la crítica ha descuidado observar más atentamente otras filiaciones, entre las cuales el surrealismo y el minimalismo naciente se hallan entre las más determinantes. Con los minimalistas comparte una misma obsesión por integrar sus obras con el espacio, y como ellos prestaba una gran atención a los procesos; con los surrealistas, la pulsión de la ambigüedad, el juego y el absurdo. Pero quizás su mayor influencia, nunca abiertamente confesada, fuera Jean Cocteau, con quien compartía una misma fascinación por la reproductibilidad y lo efímero, un mismo deseo de experimentación, una misma voracidad y un mismo desprejuicio ante los diferentes medios y técnicas. Y un mismo entusiasmo ante el dispositivo cinematográfico.
Habría que recordar que Warhol comienza a realizar películas muy temprano en su carrera, en 1963, luego de haber descubierto de la mano de su colaborador Gerard Malanga los programas de cine experimental que Jonas Mekas organizaba por entonces. El contacto con este cine, a la vez de proveer altas pretensiones artísticas y siendo un cine extremadamente simple de realizar, dará a Warhol los fundamentos de lo que pronto será su propia teoría cinematográfica. Más que las innovadoras formas fílmicas, más que las disrupciones en la estructura narrativa, Warhol observa el comportamiento de los espectadores, y compren- de que el cine es, primordialmente, un lugar de encuentro en el que menos importa lo que se ve que darse a ver y verse con otros. Adquiere una cámara de 16mm de segunda mano y empieza a filmar literalmente lo primero que le viene a la cabeza, y no se detiene hasta que la película no se termine, aún si los actores han dejado de actuar por fatiga. Sus películas son luego proyectadas sin solemnidad, a la manera de performances o happenings, con los invitados entrando y saliendo del espacio de proyección a voluntad. Desde sus primeras experiencias, la idea viene a ocupar el lugar del guión, la imagen se impone por sobre el lenguaje, la evocación por sobre la descripción. Warhol filma a sus amigos, a los amigos de sus amigos, a los visitantes de su taller, haciendo lo que vinieron a hacer o lo que les pide que hagan, lo mejor que puedan, como les salga, igual saldrán perfectos, porque todo el mundo
es perfecto en la imagen, porque así lo quiere la imagen. Comer, dormir o tirar, son para Warhol tanto acciones que cualquiera puede realizar como ideas de películas posibles: Eat, Sleep o Fuck (también conocida como Blue Movie). En menos de una década, Warhol habrá realizado no menos de 60 películas, una selección de las cuales se podrá ver este mes en Ochoymedio, incluyendo Blow Job y Empire, dos de sus obras mayores.
Blow Job (literalmente “felación” en inglés vulgar) se compone exclusivamente de una toma única de treinta minutos, un plano cerrado sobre el rostro de un hombre que parece reaccionar ante estímulos que el encuadre nos niega pero el título nos indica. Apenas arranca el film y ya “sabemos” lo que vemos, pero sólo con el tiempo sabremos los que vamos a ver. Progresivamente, el imaginario del filme se va llenando con otros elementos, y nuevas interrogantes empiezan a calificarlo. Sólo entonces, una vez que la imagen se ha impuesto con toda su autoridad, uno empieza a preguntarse si está realmente sucediendo lo que uno creía, no vaya a ser que el protagonista esté actuando. Sam Ishi-González ha subrayado que es legítimo pensar que efectivamente está pasando lo que pienso y que el tipo está, de todos modos, actuando. Y preguntarse luego cuánto tiempo durará la vaina, y si el filme acabará cuando el tipo acabe, o si por el contrario la película no alcanzará a captar el momento climático, y así muchos etcéteras. Como todos los grandes cineastas, pero con una extraordinaria economía de recursos, Warhol copa el espacio con la imagen, la pone entonces en suspenso y estira hasta devolvernos la imagen misma del tiempo. Una experiencia del mismo tipo sucede con Empire, su imponente retrato del Empire State Building filmado durante seis horas en plano fijo.
La carrera de cineasta de Warhol entró en declive desde que Valerie Solanas intentara acabar con su vida. Sus más memorables trabajos posteriores en el cine están firmados por Paul Morrisey, con Warhol como productor. Sus contribuciones al cine fueron múltiples. No sólo dinamizó notablemente la comprensión del cine como un arte del tiempo, sino que introdujo todo un vocabulario fílmico que aún hoy no cesa de explorarse (a él debemos la “invención” de la pantalla dividida, por primera vez utilizada para Chelsea Girls, en 1966). Pero quizás su legado más notable deba buscarse no en las variantes contemporáneas del mal llamado “cine experimental”, sino en la producción de autores que (como Larry Clark, por ejemplo) prolongan y reactivan una mirada justa, atenta y hasta amorosa, si bien jamás condescendiente, ante sujetos que el resto del mundo tiende a evitar sólo porque no sabe verlos.

 

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