Por Andrés Barriga
Memorias de viaje de Emmanuel Finkiel reconstruye el horror de los efectos de la guerra sin tener que proponer una mirada sobre ella.
¿Cómo hablar del Holocausto sin designarlo? Cómo mostrar sin enseñar y cómo presentar sin indicar es toda la labor minuciosa que Finkiel propone en su trilogía femenina: Memorias de viaje (Voyages, título original). El realizador francés, asistente de Kieslowski en su celebrada trilogía de los tres colores, indaga en la vida de tres mujeres víctimas de los campos de concentración nazi. Tres personajes que viven con el fantasma de la guerra, los fantasmas de los desaparecidos y con un deseo de asilo afectivo. Riwka, Regina y Vera, veteranas judías buscan una razón para entender su soledad en un suelo que les es inconforme. Ellas tienen una relación de fragilidad con el territorio, con la tierra propia. El viaje habla tanto de una forma de tránsito como de una noción de terreno o territorio. El lugar de pertenencia, está claro, tiene tanto que ver con el espacio como con el afecto. El viaje se da entonces tanto en la búsqueda de una identidad a través del lugar o el evento, como en la dificultad de encontrar a los desaparecidos y familiares.
Y es por esto importante destacar que rara vez la banda sonora de una película es tan importante como en Memorias de viaje. A pesar de no tener música, el registro sonoro se vuelve protagonista y cumple con mucho más que sólo ambientar. Los personajes responden al sonido como a un lenguaje que evoca algún pasado que atemorizan. Riwka se pierde entre los ruidos de un cementerio judío en Polonia y se queda atrapada nuevamente entre la muerte. En Francia, Regina encuentra al padre que creía muerto, venido desde Lituania, un hombre con quien no comparte recuerdos. Busca en las imágenes familiares alguna identidad, un reflejo del padre que alivie la bruma de la soledad. Vera regresa al Israel que nunca conoció y que sigue sin reconocer. En medio de una tormenta, Vera exhala sus alientos en el yiddish que ya casi nadie habla. Escenas claves en un filme que hila fino entre los intersticios dejados por la fragmentación de un pueblo.
Pero dentro de todo esto, lo que más me envuelve es ¿cómo hace el cine para producir el lenguaje que respete la experiencia más dolorosa y que establezca un vínculo dialógico con un espectador confortablemente instalado en su mirador? Creo que Finkiel no le pide favores a sus maestros cuando demanda un trabajo de imaginación a su interlocutor para terminar las frases de la sensibilidad que con imágenes él inició. Él sabe que no es necesario apelar a los artificios de la dramaturgia, ni a los efectos del voyerismo morboso de una Lista de Schindler, por ejemplo. En Memorias de viaje se reconstruye el horror de los efectos de la guerra sin tener que proponer una mirada sobre ella. Hay eventos de los que se puede hablar solamente a través de lo que les sobrevive, donde no cabe simulacro ni representación.
Memorias de viaje es una de esas ficciones que dice más verdad que muchos de esos documentales que se sitúan bajo el apelativo de “cine de lo real” y que demandan escucha a corazones huérfanos de emociones nobles. Y dice más verdad que esos noticieros hechos de la vanidad acomplejada de presentadores tributarios a los empresarios comerciantes de miseria. Esa es una razón más para insistir desde este espacio y pedirles que apaguen la televisión y vengan al cine.
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