Por: John Chugchilán Arrobo
Jean-Paul Belmondo era un actor corporal. El seductor bribón del cine europeo por excelencia. La personalidad de la gran pantalla más célebre de Francia, durante, al menos, tres décadas.
Sin buscarlo, se erigió como el ídolo de la nueva ola francesa, pero, polifacético como pocos, se negó a ser encasillado como tal. Incursionó en distintos géneros, transformándose en una de las estrellas más joviales y embriagadoras del séptimo arte. 
Fue considerado un mito sexual y uno de los hombres más deseados del siglo XX, simbolizando la palabra carisma. Tenía un rostro peculiar: rasgos escarpados, ojos arrogantes, nariz torcida y aplanada, labios carnosos, dientes separados y mirada ladina.
Desde su temprana adolescencia se decantó por la actuación, alcanzando un sitio en el conservatorio nacional de teatro. Siempre un deportista, se ejercitaba como boxeador. Dueño de un físico imponente, vivía como un atleta sagaz, que encantaba por hacer sus propias acrobacias frente a la cámara, sin dobles de riesgo, duplicando a Buster Keaton. 
Para él, era sencillo ser parte de proyecciones de acción y, por bastante, logró ser impulsado como un James Bond gálico. Operó con directores afines a esa índole: Georges Lautner, Jacques Deray, Henri Verneuil. A sus 50, transmutóse en su propia marca: se exhibía, en los carteles promocionales de los ochenta, apuntando con un arma enorme, siempre alerta.
Debido a su temple hipnótico y a su facilidad para personificar papeles de matones, de sujetos duros, arrojados y sediciosos, muchos aclamaban a Belmondo y lo cotejaban con: Humphrey Bogart, Marlon Brando y James Dean. Encarnó la cultura pop, siendo de las presencias más imitadas de su tiempo.
Pero, para descifrar el fenómeno Belmondo, es ineludible remontarse a algunas de sus primeras interpretaciones en el mundo del celuloide, cuando un joven cinéfilo obsesivo, maoísta en ciernes y crítico suizo en Cahiers du Cinéma, Jean-Luc Godard, lo eligió para participar en un cortometraje de 12 minutos, en un pequeño piso de alquiler: Charlotte et son Jules (1958), previsto como «un homenaje a Cocteau»
Luego, en 1959, Belmondo caracterizó al novio húngaro de una víctima de asesinato en el thriller provenzal, con ambiciones comerciales: A Double Tour de Claude Chabrol. En 1960, se desempeñó como joven gánster junto a Lino Ventura en Classe Tous Risques, de Claude Sautet. Pero, fue a fines de ese invierno, con À bout de souffle de Godard, uno de los filmes más revolucionarios de los que se tenga memoria, que se refrendó el ascenso de Belmondo como la representación entrañable de la enajenación juvenil.
À bout de souffle (conocida además como Breathless) contó con mínimo presupuesto: en blanquinegro; rodada con aparato en mano por Raoul Cotard (fotoperiodista de guerra), excepto en las escenas callejeras, en las cuales, para tener buenos movimientos, se empleó una silla de ruedas; y, aprovechando la luz disponible, para sacar partido de la improvisación en las actuaciones. 
Aquí, Belmondo es Michel Poiccard (inspirado en Michel Portail, un homicida real), un malhechor de poca valía. Con la estadounidense Jean Seberg, eran una pareja que planeaba un escape a Italia tras un crimen. Este asesino factual, depositario de las disertaciones ontológicas de Godard, iba adquiriendo verosimilitud gracias a la frescura y garbo de Belmondo.
Breathless se basó en una idea de François Truffaut y aportes de Chabrol, resumida en cuatro páginas. Godard escribiría los guiones las noches anteriores, plasmando todas sus obcecaciones formativas en filosofía, música y literatura; y, otorgaría a Belmondo la oportunidad de desenvolverse a sus anchas. El resultado, una hazaña que cambiaría la historia para siempre.
Godard se había apropiado de elementos del clásico film noir americano B de los 50 (relato criminal/detectivesco en claroscuro, con pesimismo derrotista y una femme fatale) y, había instituido una obra de fractura, con atmósfera de liberación asombrosa. Recogía así el espíritu de una época –siendo el antecedente de Mayo-68– derivación del hastío con el formalismo imperante.
Él, con otros animosos escritores (a más de los citados: Truffaut y Chabrol), estaban deseosos de abrir caminos inéditos, de hacer las cosas de un modo diferente, de poner en práctica la teoría que habían estado esbozando, de crear una opción disconforme a lo ofrecido por la cinematografía dominante: Hollywood se sentía como imperialismo que lo invadía todo (esa impresión se exacerbaría con el involucramiento de EEUU en la guerra de Vietnam). El cine sería vuelto a ver como un arte, y ya no solo como un mero entretenimiento, como un engranaje más de esa maquinaria de consumo.
Eran los inicios de la Nouvelle Vague, que atrapó al público con sus ficciones personales, con su intrepidez en forma y contenido, con sus novedosas pautas visuales y descriptivas para elaborar imágenes. Se abandonaban las técnicas narrativas tradicionales e inventaba un lenguaje original. El gran éxito comercial de la electrizante Breathless, dentro y fuera de su nación, retumbaba en todo el mundo y, ya nada sería lo mismo posteriormente a ella. 
Belmondo, al responder brillantemente a las tácticas de Godard, se había convertido en el agitador circunstancial del afán rupturista de la nueva ola francesa. El éxito le sorprendió repentinamente, tenía 27 cuando su estreno (Godard, 29) y, se convirtió en una celebridad internacional. 
Estuvo en la adaptación de la cinta de autor del inglés Peter Brook: Moderato Cantabile (1960), bien recibido por la crítica, en que se condujo como obrero siderúrgico en dupla con Jeanne Moreau. Y, con la oscarizada Sophia Loren; en el drama ambientado en la Segunda Guerra Mundial: La Ciociara (1960) del ítalo Vittorio De Sica; atraía como un joven intelectual comunista en la abrupta Italia central.
Belmondo no perdía oportunidad de revelar continuamente su talento y versatilidad. Colaboró otra vez con Godard, en un rol secundario, en la comedia: A Woman Is a Woman (1961). 
En 1962, figuró en el drama de Jean-Pierre Melville (predecesor de la Nouvelle Vague): Léon Morin, pretre, como un joven sacerdote rural en la ocupación nazi de Francia, con la refinada Emmanuelle Riva; y, en el éxito en boleterías: Cartouche (de Philippe de Broca), donde hacía de un pícaro espadachín del siglo XVIII, frente a Claudia Cardinale. Ese mismo año, apareció con el excepcional Jean Gabin, en la clásica comedia dramática: Un Singe en hiver dirigido por Henri Verneuil, con diálogos de Michel Audiard.
En 1962 y 1963, forjaba, respectivamente, escenas brutales como un truhan sospechoso de ser un informante en Le Doulos y, como el púgil en el ring Michel Maudet, en los inaugurales minutos de L’Aîné des Ferchaux; las dos de Melville. Asimismo, en 1963, en la comedia ligera Peau de banane del ulterior documentalista Marcel Ophüls. 
En 1965, volvió a cooperar con Godard, potenciando a la imperecedera Pierrot le Fou, como el arrollador Ferdinand Griffon, un tradicional hombre de familia que, apenas enamorarse perdidamente de su niñera (la dinamarquesa Anna Karina), decide dejar todo de su insípida vida acomodada y huir de la civilización con destino incierto, en un viaje de autodescubrimiento, con tintes existencialistas. Todavía nos resuenan en el pensamiento partes de sus parlamentos: «Eso es lo que me entristece: la vida es tan diferente a los libros.» y, «La vida real está en otra parte…».
En 1969, Belmondo cumplió para Truffaut en la tragedia con componentes hitchcockianos: La Sirène du Mississipi, como un rico cultivador de tabaco, con la siempre bella Catherine Deneuve, a quien no dejó de amar, a pesar de sus engaños y, de ser consciente de que era ella el motivo de su devastadora perdición. Pronto, para Claude Lelouch (Love Is a Funny Thing). Y, en 1970 para Jacques Deray en Borsalino: una crónica de la mafia de Marsella ambientada en los treinta, compartiendo créditos con el otro divo franco, con quien mantenía rivalidad, Alain Delon.
«La clave del éxito de Belmondo en la década de 1960 es que todos lo deseaban por una razón u otra, y tenía el aire de un tipo que se harta rápidamente de cualquier exigencia, pero también está dispuesto a mostrar lo mejor de sí mismo si realmente lo necesita», reflexionaba el reseñista Dan Callahan, al saber de su muerte el lunes, 6 de septiembre de 2021, a los 88.
Desde mediados de los sesenta, intercalaba proyectos íntimos y comerciales. En su tierra natal, llegó a ser un histrión muy cotizado y el más taquillero en comedias, rollos de escaramuzas y policíacos. Fundó su propia productora: Cerito, que usa el apellido de soltera de su abuela. Varias de sus irrupciones siguientes fueron patrocinadas por la misma. Financió a Chabrol (Dr. Popaul, 1972) y a De Broca (El hombre de Acapulco, 1973)
En 1974, con 41, produjo y protagonizó el drama político, ambientado en la década de 1930, sobre un estafador causante de un recordado escándalo económico: Stavisky del denodado Alain Resnais (iniciador de la Nouvelle Vague en 1959, con Hiroshima mon amour), quien hallaba problemas para costear su cometido, que incluía un soundtrack instaurado por Stephen Sondheim, compositor de musicales en Broadway.
Se presentó en casi 100 largometrajes en su dilatada y feraz trayectoria, tanto para cine como para televisión. A finales de los 80, regresó a las tablas, con Cyrano de Bergerac del dramaturgo Edmond Rostand y, Kean de Alexandre Dumas, en adaptación de Jean-Paul Sartre. 
Obtendría en 1989 un único galardón César por Itinéraire d’un enfant gâté (de Claude Lelouch, en 1988), mismo que rechazó. Hizo conmovedoras intervenciones en Les cent et une nuits de Simon Cinéma de Agnès Varda (precursora de la Nouvelle Vague y fundadora del cine feminista) y, en la adaptación de Lelouch de Les Misérables; ambas en 1995.
Su último trabajo fue a los 75, en Un homme et son chien (de Francis Huster, en 2008), después de convalecer siete años por un derrame cerebral. 
En reverencia a su carrera, en 2011, le concedieron la Palma de Honor en el Festival de Cannes; y, en 2016, el León de Oro en el Festival de Venecia. Se le rindió pleitesía en la entrega de los premios César, en 2017. A la postre, la industria reconocía justamente a uno de los suyos, quien le había conferido todo, a lo largo de seis décadas, para urgir su crecimiento.
Nos dejó un grande. Emmanuel Macron, jefe del Estado galo a la fecha, en la ceremonia póstuma que le brindó su país, el jueves, 9 de septiembre de 2021, en Los Inválidos de París, refirió: «Él era de la familia. No solo abrazó épocas y géneros, se casó con Francia. Amamos a Belmondo porque se parecía a nosotros».
Se grabaron ya en la retina popular las estampas de la marcha de su féretro con sus restos, cobijado por los tres colores del emblema de su venerada patria, levantado en hombros de la Guardia Republicana, mientras sonaba en vivo Chi Mai, del supremo director de orquesta Ennio Morricone, y banda sonora de la película de acción de 1981: Le Professionnel de Lautner, con un maduro Belmondo como el legendario Josselin “Joss” Beaumont.
Hasta siempre, Bébel

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