Por Sandra Araya
Alguien, detrás de las cortinas, observa a quienes caminan por la calle. Observa también a los vecinos, a través de sus propios cortinajes, inmersos en sus vidas. O por lo menos eso imagino yo, en mitad de una calle, espiando, de reojo y cuidadosamente, las ventanas, para descubrir a quien se mantiene detrás de las cortinas. ¿Quién está ahí, acechando? Rostros deformes, ansiosos, secos, furibundos, el propio rostro —quizá el mío— de la muerte, disfrazada de vida, de locura.
Está bien. No solo he imaginado esta escena. Así comienza también la película El inquilino, de Roman Polanski: varios rostros espían desde su ventana lo que sucede en la calle, cada uno atrincherado detrás de celosías y encajes, impávidos como un retrato macabro. Y acaso, más allá de esos rostros, haya algo más que curiosidad. Hostilidad, quizá, la muerte misma, repito, la que el voyeur teme y, a su vez, proyecta sobre quienes posa la mirada.
Este es el inicio de un itinerario extraño —trágicamente absurdo, absurdamente trágico— que Roland Topor describió en su novela El quimérico inquilino, y que sirvió de base para la película de Polanski. En medio de un París lúgubre, se desarrolla la historia de Trelkovsky, un oficinista que encuentra, casi por providencia, vacío un piso, pues su antigua inquilina ha saltado de la ventana.
La historia, entre macabra y cómica, está manejada, en la novela, con un humor fino, gracias a las disquisiciones de Trelkovsky. Es decir, hay horror en la lectura, pero matizado, sutilmente, por el humor, el mismo que Topor imprimía a sus dibujos y sus otras obras: libros sobre cómo cocinar seres humanos, una película sobre un pene que está preso en una cárcel de París. Hay horror, insisto, pero también humor, y eso está dado gracias a las palabras, hay una narración que pretende justificar la paranoia del protagonista, una paranoia que lo hace comportarse demasiado amigablemente con el resto, al punto de crear cierto rechazo hacia él.
La tragedia de Trelkovsky —que no es sino un niño grande, retraído, que tiene pensamientos sobre la muerte absurdos y de tintes casi míticos— es su personalidad, de hecho, ser quien es. Tímido, con ganas de agradar, frente al rechazo de la gente, que puede ser perfectamente ocasionado por la indiferencia hacia cualquier hijo de vecino en un mundo deshumanizado —oh modernidad, oh posmodernidad—, Trelkovsky construye palabra a palabra una confabulación en su contra: quieren convertirlo en Simone Choule, la antigua inquilina, y llevarlo al borde del mismo precipicio, el alféizar de su ventana, desde donde puede ver a quienes entran en el baño comunal del piso. “Simplemente, no le perdonaban que fuera Trelkovsky”, concluye el personaje, en la novela. Y uno, que ha avanzado entre sus desvaríos y sus teorías sobre la vida y la muerte, no puede evitar una sonrisa frente a la cómica tragedia de este hombre. Hasta su travestismo se convierte en una travesura. Pero eso es en el libro, ojo.
Ya sobre la historia en pantalla, no diré que Polanski haya prescindido totalmente del humor —es divertidísima la escena en que el perro de la portera intenta morder al propio director como protagonista de su obra—, pero sí que su humor es muchísimo más oscuro que el de Topor, y eso es ya decir mucho. Su escena de travestismo es grotesca, el juego con los espejos —un recurso que a Polanski siempre le ha gustado muchísimo— y las sombras de los escenarios, más la supresión de muchos pensamientos de Trelkovsky, hacen que esta película sea de las mejores a nivel de terror sicológico. Y es que los espectadores asumimos, en todo momento, imaginamos, intuimos. Nada más. El horror queda a nuestra libre elección, pues no conocemos realmente los pensamientos de Trelkovsky, sino que solo podemos ser testigos de los fenómenos que lo enloquecen: basura que desaparece, vecinos que se quejan de ruidos que él no ha hecho, y la imagen perturbadora, por decir lo menos, de quienes entran al baño y que se quedan suspendidos de la ventana, como mirando al vacío, o, peor aún, mirando a Trelkovsky, aunque este se proteja en la oscuridad de su cuarto.
Invocando a su propia ‘monstruosidad’, Trelkovsky combate la maldad de los vecinos, confabulados todos para empujarlo al suicidio. ¿Quieren convertirlo en Simone Choule? Perfecto. Se traviste, con la ropa que la antigua inquilina ha dejado en el armario, y ya catapultado sobre sus tacones y armado con un maquillaje marcadísimo, este nuevo ser, que no es Trelkovsky, que no es Simone Choule, salta, profiriendo un grito, un alarido que se repite en el hospital, como un eco, como un reflejo de otro suicida, en otro tiempo.
La boca abierta, desdentada, lista para gritar, no es sino un portal, una ventana que nos comunica con lo atroz, lo innominado.
***
Cuando tenía quince años, de camino al colegio pasaba siempre por la misma casa, donde jamás vi a nadie, ni de entrada ni de salida. Pero sí había un movimiento tenue en las cortinas. Un deslizamiento. Y me producía horror. Quince años después, cuando regresé a esa ciudad, pasé por la misma calle, reproduje mi recorrido de la casa al colegio, y ahí estaba, tal cual la recordaba, la misma casa, los mismos rosales. Ningún ser humano a la vista. Un movimiento de cortina: después de todo ese tiempo, me habían reconocido. La puerta de entrada comenzó a abrirse. Corrí.
Detrás de cada ventana está apostada la muerte, invitadora, esperando al próximo inquilino.

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