Por Álvaro Muriel
Se estrena el largometraje documental Ellas. Su director cuenta el proceso de retratar a las internas del Centro de Rehabilitación Social Femenino de El Inca, en Quito.
¿Dónde radica en esencia el valor de un documental como Ellas (si lo tuviera)? A lo largo de todo el proceso de producción, desde el esbozo de la idea original hasta el último corte en la edición, incluso hoy, me lo sigo cuestionando. ¿Por qué hacer un documental en el que un grupo de mujeres anónimas y encarceladas se convierten en protagonistas? Y, sobre todo, ¿cuánto podrían, con la mera proyección de sus rostros, sus testimonios, aportar a cambiar en algo su situación? Es evidente que en un primer momento el objetivo estuvo enfocado en sensibilizarnos –a “los de afuera”– frente a la situación que viven las internas del Centro de Rehabilitación Social Femenino de El Inca, en Quito. Habrá que ver si lo logramos. Como productores teníamos apenas la intuición de que detrás de esos muros recién pintados coexistían decenas de historias que seguramente merecían la pena ser contadas. Surgía entonces la primera dificultad: ¿cómo escoger entre tantas historias a las “mejores”, de tal modo que la selección resultase “interesante y variada”? Y otra: ¿cómo hacer calzar tanta riqueza argumental en apenas una hora y media de película?; eso sí, conservando su fuerza testimonial y respetando a ultranza esa intimidad, a la que tan generosamente nos daban acceso. Y una más: ¿cómo poner todo eso en sonido e imagen de una forma inteligente?, articulando sus relatos a los acontecimientos que en ese momento sucedían, tanto dentro como fuera del centro de detención. En el proceso de acercarnos cada vez más a ellas e irlas conociendo, iban brotando las respuestas. Como el pronombre que finalmente dio título al documental, el desafío mayor consistió en relatar estas historias en femenino, en tercera persona y en plural; es decir, sin narrador en off, sin individualidades y, en lo posible también, sin presencias masculinas.
Por todo ello, posiblemente el valor del documental radique en ellas mismas: las internas. En su aceptación de contar frente a una cámara –acaso el único canal abierto de comunicación hacia el exterior en esos momentos– su propia verdad, su propia historia. Esperanzadas como estaban en que podamos entender que más allá de lo justo o injusto de sus condenas, quienes están “adentro” no son otra cosa que el reflejo fiel de las miserias y perversiones de quienes estamos “afuera”; el chivo expiatorio de nuestras culpas. Entender, de una vez por todas, que no han sido ellas el sujeto de la violencia, en cualquiera de sus formas, sino su objeto. Que a pesar de la convivencia forzada y por momentos dolorosa que soportan sus cuerpos, día tras día afloran en ellas los miedos y los afectos, la complicidad y la solidaridad. Basta con escucharlas añorar su vida anterior y anhelar con ansias la futura, para entender la fortaleza de sus vínculos maternos, filiales y sociales. Basta con verlas maquillarse o desfilar arriba de una tarima, para descubrir ante nosotros su vanidad intacta; basta en suma, con verlas vivir, para sentir la dignidad con que hacen frente a cada instante de su espera.
Entre los pocos espectadores que hasta el momento han visto el documental, me sigo quedando con sus protagonistas, viéndolas reír y llorar frente a la pantalla donde se proyectaba su película. Ocultas acaso detrás de la emoción que les produjo, al ver su imagen aparecer, reconocerse. Al final resulta imposible no involucrarse con ellas, no aceptarlas, no hallar un símil entre su experiencia de vida y la de uno mismo. Resulta imposible no quererlas, así,… sin una sola gota de objetividad.

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