Morir recibiendo una carta de condolencias con faltas de ortografía
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Por la señorita Kenton, la nueva ama de llaves*
1.
Yo también soy escritora, pero no sigo ninguna línea feminista, ni leo a Roberto Bolaño ni hablo mal de los hombres para ser famosa.
Publiqué a los 20 años una novela con evidentes influencias de Richard Ford y con atmósferas sacadas del cine de Herzog. Y una tonta me escribió a decirme: “¿Amiga, me regalas tu novela?”.
Ese día supe que estaba en el país equivocado. Y abandoné Quito.
2.
“Hablas sin cesar de la muerte, pero no te mueres”, dijo Kafka.
El bailarín y coreógrafo Klever Viera ha muerto en medio de un silencio ominoso.
El trovador Jaime Guevara está delicado de salud.
Hace poco, la actriz Toty Rodríguez, también.
Y seguramente otro artista en este momento tiene dificultades para sobrevivir sin seguro de vida ni prestaciones sociales.
Y a la espera de un premio económico o de un fondo concursable (dádivas del orbe público o privado) se les va la vida.
Abandoné Quito, soy una inglesa residente en Nueva York que no votó por Trump, pero que todavía cree que es posible consolidar el respeto por los artistas, como profesionales, como trabajadores o forjadores de sensibilidad en un sistema que prefiere la vulgaridad o la violencia.
¿Hacer, producir, comercializar, distribuir, posicionar productos de arte en Ecuador es misión posible?
Tengo la sospecha de que cierto ‘ecuatoriano promedio’ no consume arte, no lo quiere, ni lo necesita y mucho menos lo pondera como algo que tiene importancia social, económica o cultural.
Sus apetitos van por otro lado: ama el pan con levadura, los encebollados con canguil, los documentales con sangre (tipo ‘La vida de Juan Fernando Hermosa’), ver memes todo el día, el humor con temática política o sexual, la cerveza barata, el fútbol mediocre (cómo no), jugar al amigo secreto, las noticias apocalípticas, fornicar mediocremente en un motel cada 14 de febrero, comer tres platos de fanesca de una sentada, hacer parrilladas sin destreza los fines de semana, bajar a ‘toda madre’ en una bicicleta por el Parque Guangüiltagua, trotar sobre el cemento y compartir en redes sociales su ridículo recorrido, procrearse sin reflexionar en la sobrepoblación global, los bonos solidarios, las televisiones gigantes a 48 meses con intereses, ocultar su ancestro o raíz, las corridas de toros para sentirse españolísimos, los fondos concursables, y en carnaval aventarse huevos en la cabeza.
Ah y otros personajillos (como decía Michael Corleone) continuan escondiendo bajo la mesa asuntos muy oscuros que huelen mal, pero se lavan bien.
Sin duda existe una pequeña élite que consume arte, pero incluso ellos, cuando compran un libro, olvidan que los artistas también requieren de una jubilación para arreglarse los dientes.
El gran y distinguido público todavía no llega a cerrar el círculo cuando compra o consume arte. Me explico: ese producto llámese película, libro, función de teatro, tiene detrás un ser humano, un ser humano que tiene familia, detrás de un producto artístico, existe un individuo que compra víveres, que debe en la tienda, que está en muchos casos enfermo y necesita medicinas.
Obviamente, una sociedad inmadura y estulta, solo alcanza a percibir el goce de la experiencia artística: sale en manada de la sala de cine o cierra el libro, y tan solo ríe empachada.
Pero esa masa no comprende la necesidad esencial de que existan creadores, artistas, gestores, productores, en la cotidianidad.
Yo, siempre le doy gracias a Bergman por existir, por haber nacido: gracias a su película ‘Vergüenza’, supe desentrañar esa rata oscura que vive debajo de la cama matrimonial.
No en vano, Kafka agradecía la presencia de Robert Walser para comprender los absurdos y vacíos de la existencia, y la impertinencia, muchas veces, del Estado o del mismo destino.
¿Al final de camino que queda?
Esos artistas, cuya única despedida o reconocimiento, termina en una tarjeta oficial de sentido pésame, pero con faltas de ortografía.
3.
¿Qué es un burócrata/funcionario de la cultura?
¿Un individuo destinado a tomarse fotos mientras cumple con su trabajo (por el que le pagamos todos)?
¿Un individuo que sonríe a la cámara mientras ofrece fondos públicos como si fueran caramelos, pelotas o camisetas?
¿Cuál debería ser el proceder de un servidor cultural alejado de la propaganda?
Ayer fui a remar en un pequeño lago, al sur de Chile.
Tengo planes de abrir una panadería artesanal en Valparaíso y pasear por las tardes en bicicleta por la costanera.
Pedaleando en chancletas y oyendo canciones de Sandro.
Conozco bien a unos cuántos burócratas culturales. Muchos de ellos, artistas fallidos o creadores de poca monta. Devenidos, luego, en autoridades mezquinas o prepotentes, comisarios amarradores, jurados corruptos, organizadores de eventos y ferias clichés, que sirven con esmero a la ideología de turno.
Cuando no son nadie, son rebeldes, pioneros o soñadores.
Cuando ya ingresan en el rol de pagos del Estado, acuden al gabinete de belleza del barrio y se alistan para la foto.
Nada nuevo.
Y nada pecaminoso. La mediocridad debe sobrevivir, ocupar un sillón, y asegurarse por un par de años más el alimento, y quien sabe: un departamento o un coche nuevo, o el puesto de profesor de artes.
También, obviamente, existen perfiles admirables que construyen desde el silencio, denodadamente, trabajo, propuestas, leyes que mejoren algo. Esos funcionarios plurales, éticos, honestos, servidores públicos a carta cabal, son respetables y nunca salen en las fotos del bendito departamento de comunicación.
“Filosofar es simplemente una forma de tener miedo, una pretensión cobarde que no lleva a ninguna parte”, decía Louis-Ferdinand Céline.
Divago, deliro y escribo. Y pido que no me hagan el menor caso.
Nada se ha resuelto con discursos y las leyes, muchas de ellas, solo quedan como un acuerdo decorativo o una finta política.
Hoy en la mañana me cité en Viña del Mar con un poeta, hicimos el amor dos veces dentro de un pequeño barco, y me dijo a la oreja mientras bebía una generosa copa de un Malbec, “Saber que no existo es una garantía de mi libertad. Moriré con una tumba sin nombre”.
Mientras me corría una lágrima el empezó a beberme, muy abajo…
4.
Ya no es de extrañarse que los complejos sociales afloran cuando más pobre o rico es el barrio.
Ya no sorprende que racismo, robots y bombas asesinas son el algoritmo de moda en el mundo.
Por las mañanas, suelo ir a ver cómo las gaviotas rompen su pecho sobre el agua azulina de Viña del Mar y pienso que personajes como el gran Kléver Viera merecía habitar un territorio que lo potencie, proyecte y considere en toda su dimensión profesional.
Kléver era una frágil paloma que se deshacía en pétalos sobre el escenario. Su furia terrestre, sus polémicas y sus dudas humanas, parecían sublimarse cuando sus brazos y cuerpo se transformaban en viento, en poesía hecha carne. De demonio peregrino a ángel inolvidable, de terrestre a gaviota.
Como no desear besar sus manos o acariciar su vuelo, esas costillas y hombros, sus tobillos en movimiento, su espalda como arco de flecha que se tensa en el amor.
Amante de la libertad, amado y admirado, Kléver supo comprender que en un abrazo cabe el mundo, sobra un escenario.
Admiro y respeto a artistas como Kléver Viera que, sin depender de la teta del Estado, consolidó una vida artística y una obra, un discurso coherente de rebeldía, sin adscribirse ni vender su conciencia.
Ciertamente lo dijo Lao-Tse, la soledad y la libertad son los verdaderos premios para cosechar en la tierra.
Los políticos creyeron que una medalla colgada en el cuello sirve para vivir, sirve para que un maestro de la danza sane sus heridas cotidianas o pague sus deudas.
¿Dónde radica el irrespeto?
En pensar que un artista no tiene estómago ni paga planillas de luz, agua o medicinas.
¿Dónde radica el irrespeto?
En pensar que un diploma con firmas o una medalla de lata le sirve para maldita sea la cosa.
Más que romántica, esa visión del artista caído del cielo, etéreo, clown o actor decorativo, insulta a la vida.
La carrera de Kléver Viera inicia en el Instituto Nacional de Danza, en 1974. Luego vendrá México como plataforma de crecimiento en 1977. Y para 1984, de vuelta en Ecuador, se constituye en miembro fundador del Frente de Danza Independiente (FDI). Hasta inicios de los noventas lleva su arte y su discurso estético por varios países como Colombia, Alemania, Holanda, entre otros.
5.
En el centro del bosque, en el centro de mi propio nombre, hay un lago que se sostiene bendecido por la quietud y la paz del viento. También llueve, y en la noche, además, hay lobos. Pero cada mañana -una oportunidad más- el sol se riega ante la puerta de mis ojos».
Este elogio a la soledad me lleva a recordar la pintura ‘El caminante sobre el mar de nubes’ (1817), de Caspar David Friedrich.
Pared inmóvil que no nos defrauda. Fría habitación donde nada ni nadie es incongruente.
Es mejor así.
«Hallé un ser humano en el camino y anduve contento con su sombra, hasta que una tarde supe que no era suya la ignorancia, sino la indignidad», dice la escritora Alena Zassi, y esa parece ser la maldición de la compañía —oportunistas, ladinos, almas poco agraciadas ansiosas por atrapar una pareja o una fortuna, necias y risueñas caras extrañas— que llega con la lluvia, el azar o la ciudad, siempre desordenada.
Soledad, solitario; no estar solo, pero sentirse así. He ahí el espíritu del demiurgo, del músico, del bailarín de sueños.
Es como si su tesoro fuera precisamente el aislamiento, pero su vulnerabilidad es motivo de vergüenza para una sociedad impávida o un Estado incompetente, sin creatividad o voluntad de devolverle a quienes no tienen dinero, un poco de dignidad.
No hay por qué temer o renegar.
Un bautismo de soledad solo es el inicio de un estado de gracia, ese humilde hogar en medio del bosque.
«Estarás solo y el viento no dejará huella de rencor sobre tu camino», escribió Alena Zassi, en su libro: ‘Montañas’, obra de culto.
6.
Cada vez que escucho la canción ‘Everybody’s talking’ de Harry Nilsson tengo la impresión de que la carretera se alarga, me parece que se vuelve infinita detrás de una cortina de polvo. Me es inevitable recordar a los dos amigos (Rico «Ratso» Rizzo y Joe Buck), vaqueros de medianoche, caballos de la pobreza y la desazón.
Suelo, cuando hace mucho sol y estoy en el balcón de la casa, escuchar la canción sin dejar de mirar la línea del horizonte.
Alucino que, dentro de ella, en sus notas y letra, hay un mensaje secreto para mí.
«Me voy donde el sol sigue brillando/ A través de la lluvia torrencial/ Yendo donde el clima se adapta a mi ropa».
‘Everybody’s talking’ de Harry Nilsson, reza en un inicio:
«Todo el mundo me está hablando/ No oigo ni una palabra de lo que están diciendo/ Sólo los ecos de mi mente».
Una bella tonada para alistar el equipaje.
7.
«Mueven las patitas como insectos, y cada músculo de sus caras se retuerce al compás de sus mentiras y de sus fotografías de coctel. Se escurren con premura y oportunidad entre los pasillos, escritorios y luz mediana, siempre mediana. Aquí no hay talento. Es fascinante observar cómo esconden sus emociones. Inventan un personaje que habla por ellos, otro insecto: uno voraz, medroso y con aspiraciones de echar una patita en el peldaño de arriba. Insecto complejo y acomplejado. Siente bochorno de mirar en qué se ha convertido. Su metamorfosis es irreversible. Insecto de doble rostro: el uno come y el otro recuerda con nostalgia, y rezagos de culpa, el mantel blanco», fragmento del ensayo Los manteles, de la escritora: Juana Arcos.
8.
Fumo, camino por las calles mojadas de Quito.
Me duele la cadera, he perdido peso, mis senos se ven flácidos bajo mis blusas.
Abro el paraguas, lluvia triste, país inmóvil, periodismo sin crónica, sobrepoblado de ‘columnistas calvos de ideas’, políticamente correctos, casi virginales a la hora de escribir: ‘quedadores bien’, diría mi ex marido de Azogues.
Tras las elecciones en Ecuador, decidí quedarme a ver de cerca ese aire de apatía e inmovilidad social del que tanto me habían comentado.
El maestro Kléver Viera dijo una vez que si el cuerpo baila es debido a que el alma se alimenta de vida.
Kléver, su arte, era una pócima contra la inmovilidad.
Sin seguridad social ni una consideración sustanciosa del Estado, los artistas deben aprender a vivir con su precario peregrinaje, con miedo a enfermarse.
Sin auto muchas veces, sin casa propia también, fiando en el super, viviendo a salto de mata cada mes, inventándose talleres y malabares para no naufragar.
Como decía Kafka, ‘Artistas del hambre’ que explican la existencia, pero que desaparecen en el olvido de una sociedad bastarda.
Al parecer, ellos, los protagonistas de la cultura, no están ensayando para una obra, ensayan para no morir en el intento de crear belleza.
Ian Gillan, melancólico cuervo sobre las estepas de Hounslow, Inglaterra, con la canción ‘Soldier of fortune’ (Guerrero de la fortuna), 1974, rememora la derrota y el tránsito del tiempo de esos soñadores que viven a la intemperie.
«Pero siento que estoy envejeciendo y las canciones que he cantado: eco en la distancia, como el sonido de un molino girando… Supongo que siempre seré: un soldado del destino», reza la canción.
Paz en la tumba del maestro Kléver Viera, nos diste tanto para amar, y para sentir que la vida es un eterno salto al vacío.
*La señorita Kenton es una sencilla ama de llaves, muy responsable y trabajadora, que brindó sus buenos oficios en la mansión Darlington, en Inglaterra, hasta cuando cumplió 50 años. Ahora reside en la ciudad de Nueva York y conoció de cerca el barrio La Floresta de Quito, en un invierno muy lejano y un paseo muy breve. Ochoymedio da la bienvenida a su pluma y augura que sus columnas no sean esporádicas y que nos deleite con su buen gusto.