Por Rafael Barriga
Rainer Werner Fassbinder, el director Alemán de los excesos. Aquí una reseña de su corta y formidable vida.
Sería toda una injusticia poner a Rainer Werner Fassbinder en el pináculo de la historia del cine solamente por su asombrosa e inagotable fertilidad. Es verdad: cuando Fassbinder murió de una sobredosis de drogas a la edad de treinta y siete años, había completado cuarenta y un largometrajes, seis series televisivas –incluyendo la mini-serie Berlin Alexanderplatz, de novecientos treinta y un minutos de duración– y veintiún obras de teatro como escritor y doce como director. Al mismo tiempo, por su extensa relación con varias generaciones de técnicos, profesionales y amateurs del cine, Fassbinder creó una infraestructura no vista antes en la Alemania de la post-guerra: estableció un sistema de división del trabajo cinematográfico y procuró una ética a toda una generación de cineastas. Todo esto, por más novelesco y excesivo que parezca, es una mera sombra a la hora de pensar en el aporte histórico, expresivo, estético y político de su cine.
Su país, aquel que retrató con ira, miedo y aversión, la República Federal de Alemania, aquella que existió entre 1945 y 1989, fue descrita por Fassbinder desde un lugar incómodo y lánguido. Desesperado. Desde una postura de disidencia ideológica y política, y dotado de una fuerte militancia homosexual, el director muniqués habló en general sobre la ausencia de libertades en el panorama alemán de la post-guerra. Lo hizo usando el melodrama como narrativa, captando la esencia de la desazón y la crueldad de la vida urbana, la cruda y mecánica realidad de la familia y el trabajo. Fotografió con ahínco, además, aquellas vidas que, como la suya, eran vividas en el filo de una navaja: en aquel lugar imposible, donde la angustia y el miedo corroen el alma y la ansiedad trae lágrimas amargas.
En 1971, en el museo del cine de Munich, Fassbinder conoció personalmente a su paisano Douglas Sirk, el director de los melodramas clásicos de Hollywood. Fassbinder admitiría mucho después que la obra de Sirk se convirtió en su verdadera musa, especialmente las películas Lo que el cielo permite (1955), Imitación a la vida (1959, exhibida el mes pasado en Ochoymedio), y Escrito en el viento (1956). Fassbinder admiraba la habilidad de Sirk en codificar potentes comentarios sociales dentro de un estilo y una narrativa completamente melodramática. Alí: la angustia corroe el alma (conocida también como Todos nos llamamos Alí, 1974) una de las emblemáticas cintas de Fassbinder, es una interpretación personal de Lo que el cielo permite, en donde los amores contrariados se definen en la condición social, la edad o la raza. En Alí: la angustia corroe el alma una mujer de clase trabajadora se enamora y se casa con un inmigrante árabe mucho más joven que ella. Su amor estará sujeto a la fiscalización de una sociedad brutalmente racista. Sirk había contado su historia en el ambiente de un lujoso club social, y el amor se encontraba descarriado por temas de clase y edad. En ambos casos, la expresión visual es minimalista y la trama es acicalada por los clásicos elementos del melodrama: emociones inducidas por secuencias fuertemente musicalizadas, acciones sentimentales dramatizadas hasta el extremo, tramas dotadas de romances imposibles entre dos seres impares y tragedias familiares de cuantiosa estima. Es decir, del material del que está hecha la vida tal como es.
El melodrama es, además, un género caracterizado por el exceso emocional, estilístico y existencial. Colores fuertes y brillantes, símbolos expresivos, diseños refulgentes, son parte del mundo de Fassbinder. Y el exceso es, ciertamente, lo que podría definir a la vida profesional y personal del director alemán –exceso de trabajo, de sexo, de alcohol y drogas, de talento… Muchas veces, el exceso en sus filmes es controlado y distanciado, como en muchas de las secuencias de violencia de sus películas anteriores a 1970. Otras veces, sobre todo en los setentas, explosiona en imágenes de furia, como en ¿Porqué se vuelve loco el Señor R.? (1970), y en muchas otras películas donde el sexo y la violencia son filmadas sin pudor alguno.
Para Rainer W. Fassbinder, el melodrama es su intento de hacer cine genuinamente popular: uno que llegue sin tropiezos a audiencias de todos los terrenos de la vida. No siempre logró su cometido: muchas de sus cintas fueron pobremente recibidas por los grandes públicos. Aun así, el género, pensaba Fassbinder, asignaba un rol activo a la audiencia en el proceso de recepción de los mensajes. Maestro de la ironía, Fassbinder usaba el melodrama no tanto para poner a sus personajes en situaciones de miseria, como para exponer el vicio de los mecanismos sociales, culturales y políticos que la sociedad impone en ellos. Es en este plano de denuncia, en donde Fassbinder vuelve a acercarse a Sirk, y donde se diferencia del establecimiento melodramático estándar: para él, el melodrama era una estrategia, un medio por el cual procuraba llegar a un fin de querella. Si el melodrama tradicional puede ser desdeñado por su simplista dicotomía entre el bien y el mal, por su controvertible lección moral y por su permanente representación de personajes estereotipados, Fassbinder se esforzó por contradecir el supuesto mandato. En su melodrama la línea divisoria entre cielo e infierno está sutilmente punteada, acaso sugiriendo, con su particular pesimismo, que ese cielo es imposible de obtener; que la vida es un esfuerzo inútil, que el amor es más frío que la muerte.
Decir que los filmes de Fassbinder eran provocadores e iconoclastas sería quedarse corto. En ocasiones su comentario político era crudo, descarnado y evidente. La tercera generación (1979) responde al momento político de los asesinatos de Baader – Meinhof, una milicia de izquierda que asesinó a 34 personas vinculadas con el estado. Fassbinder pensaba que el estado alemán era perfectamente capaz de inventar un grupo terrorista para imponer su propio estado totalitario. Su defensa personal al grupo le causó investigaciones policíacas y descrédito general en el ambiente conservador alemán. Hay que decir que, también, Fassbinder nunca fue bien visto por las izquierdas. En otras ocasiones su observación pasaba por las generalidades de una sociedad injusta, indolente con los seres diferentes o con los que llevan el dolor a cuestas. En El soldado americano (1970) la trama de gángsteres y proxenetas presenta una vida urbana deprimida. Fox y sus amigos (1974, protagonizada por el propio Fassbinder) es la crónica del desempleo y la desesperanza. En Alí: la an- gustia corroe el alma, la pareja protagonista, atípica e interracial, es asolada y segregada por una presión social que se vuelve sistemática y cruel. En todas estas películas, y en muchas otras, Fassbinder no reclama para ellas un estilo de realismo social, que en Europa tomaba aliento en aquellos momentos. Por el contrario, él imponía un estilo que no tenía miedo del glamoury la distancia. La sospecha, la traición, la desesperación: esas son las respuestas de Fassbinder a la pregunta de cómo ser un personaje político. Él filma el fracaso de la emancipación popular y a la gente atada a su propia subyugación y derrotada por el peso de la presión social. La soledad, los nervios, la ansiedad, son los estados de ánimo que él escoge para sus personajes. Lo hace, porque aquellos son estados constantes de su personalidad. Así, Fassbinder va creando una saga de historias y personajes de hechura profundamente personal. Lo político, la denuncia, la humillación, se vuelven entonces asunto privativo de su conciencia, tanto como el dolor, el sufrimiento y la soledad. Su propia vulnerabilidad y auto-laceración estaban permanentemente retratadas. El panorama general es claro: oscuro pesimismo; execrable padecimiento.
Cuando Fassbinder contaba con treinta y cuatro años de edad, se embarcó en lo que al final sería su proyecto fílmico más ambicioso: la creación de una trilogía que pueda contar, con su muy particular estilo personal, la historia de la República Federal de Alemania desde el fin de la guerra hasta aquellos momentos de finales de la década de los setenta. Tomó las vidas de tres sobresalientes mujeres alemanas y dirigió El matrimonio de María Braun (1978), Lola (1981) y La ansiedad de Verónica Voss (1982).
La obsesión del movimiento cinematográfico llamado “Nuevo Cine Alemán” (formado por Fassbinder y, entre otros, Wim Wenders, Werner Herzog, Volker Schlöndorff, Margarethe Von Trotta, Alexander Kluge) en presentar la gran crisis de identidad sufrida por Alemania desde el fin de la Segunda Guerra Mundial tuvo su punto culminante en esta trilogía, y en otras películas de Fassbinder notablemente interesadas con la historia (por ejemplo Lili Marleen, de 1981, sobre la famosa canción que fue un himno para nazis y anti-nazis; Effi Briest, de 1974, sobre los estrictos códigos morales de los prusianos en tiempos de Bismarck; y la serie televisiva Berlín Alexanderplatz, de 1980, que narra su trama a partir la historia de la ciudad durante el siglo veinte.)
Fassbinder despliega en su mirada histórica una versión particular de Alemania que ningún otro director pudo o supo ofrecer. Una mirada que abarca toda la geografía del país, desde el norte hasta el sur, y que cubre diferentes clases sociales y categorías de ciudadanos –aristócratas, trabajadores, delincuentes, desclasados, prostitutas, gánsgteres, empresarios– , el espectro total de los tipos sociales. Si, para historizar, algunos de los grandes directores de cine han tomado a la familia, o a las sagas familiares, como sujetos para el estudio de la historia, Fassbinder se desligó siempre de aquello. Su noción de la familia es absolutamente dispar: es una versión anarco-socialista que incluye cualquier comunidad cuyos integrantes tengan algo en común –hombres y mujeres viviendo juntos, comunidades, etc.– y donde, al mismo tiempo, aparecen lazos donde el erotismo y la sexualidad son muy íntimos y agresivos. La historia de Alemania es, además, la historia sexual de Alemania. Fassbinder entrega así, en toda su obra histórica, un diagnóstico preciso, no solo de la vida social y pública de sus personajes, sino también de sus talantes sexuales.
En 1982, cuando Fassbinder murió de una colosal mezcla de pastillas y alcohol, su nombre aparecía con demasiada frecuencia en las páginas de escándalo de los diarios amarillos. Su vida de violencia y bohemia, sus amantes suicidas, su combinación excesiva de todo –desde el kitsch hasta el marxismo, desde Brecht hasta el melodrama de Hollywood– resultaban componentes incómodos para el establishmentdel cine alemán. Nunca fue en vida reconocido en su país como el gran definidor nacional que en realidad era. Solo después de su muerte, y con la insurgencia de una nueva “escuela cinematográfica”, liderada por hijos naturales del cine de Fassbinder, como Fatih Akim (Contra la pared de 2005, Al otro lado, 2007, protagonizada por Hanna Schygulla, la actriz preferida de Fassbinder), Fassbinder ha entrado de lleno al imaginario cultural de Alemania y Europa. En el 2005 se celebró su cumpleaños número sesenta, y por primera vez las cinematecas de Europa presentaban, como lo hizo el Centro Pompidou en París, las obras completas del realizador en retrospectiva. Era el reconocimiento, algo tardío, del hombre que tocó sin pudor y con gran desesperación todos los puntos sensibles de un país que se estaba construyendo.
Referencias: Thomas Elsaesser: Fassbinder’s Germany: History Identity Subject (1996); Roger Hill- man: Fassbinder, and Fassbinder (2001)

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