Por Rafael Barriga
El filósofo alemán Theodor Adorno, sostenía que cuanto más alejada de lo real parece estar la obra de arte, más da cuenta de esa realidad. Desde esta paradoja, pareciera edificarse la última película de Lars Von Trier. Estructurada como obra de teatro, Dogville, es una provocación no solo al status de realismo, sino al de cine mismo. Representación de una representación, evidencia de forma grotesca el carácter construido, ficcional, “no real”, de la historia narrada; evidencia de forma grosera el estatuto paradojal en donde se asienta: teatro exhibido (no representado). Trier propone un deslizamiento simbólico (y de hecho) entre categorías habituales de representación artística, hallándose allí -en ese desajuste- su potencialidad significativa, su lasciva incidencia. Dogville no es estrictamente teatro, tampoco es típicamente cine, es una indudable ficción, aunque conmueve, turba, sacude emocionalmente como la más cercana (real) de las historias. Este entrecruzamiento paradójico es el que finalmente la convierte en una obra única, subyugante.
La historia que se narra es trágica. Y como tal, se constituye de situaciones agobiantes, inescapables, de las que solo se logra desligar a través de decisiones drásticas, radicales, que no conducen a soluciones superadoras, conciliadoras, sino a mutaciones, cambios irreversibles. En este marco trágico algunas preguntas flotan, atraviesan el film, cuestionamientos sobre los límites de la crueldad humana, sobre el factor social como contención y a la vez germen de las miserias individuales. Y que no se contestan sino con concreciones, materialidades provocativas y angustiantes. Circunstancias en las que el ingreso a una pequeña comunidad (cual organismo vivo)  de un elemento extraño, de una partícula externa (encarnada -dicha partícula- por la bella y desde hace un tiempo exquisita actriz, Nicole Kidman), puede perturbar el armónico entramado de relaciones, más allá que la variación sea positiva o no: el terror al cambio, a lo nuevo, hace que los anticuerpos sociales actúen, destruyendo, aniquilando el corpúsculo foráneo. Trier practica buceo por lo más pérfido (pútrido) del ser, que se muestra como lo intrínseco, lo inminentemente humano. Una especie de burla a cierto humanismo de mirada bucólica sobre la esencia humana. Una hipótesis sugerida (arriesgada) por el director de Contra viento y marea (1996) y Bailarina en la oscuridad (2000) pudo haber sido “el humano, junto a otros, en sociedad (ámbito en donde las represiones individuales se constituyen), puede ser extremadamente no-humano”. Hipótesis que se cimienta en el despliegue de odios, envidias, humillaciones, celos, intolerancias, vejaciones, como características que propias del humano, permanecerían ocultas, reprimidas bajo normas de convivencia, refrendando el carácter perverso, trágico, del medio de vida social.
Puesta en escena de un minimalismo extremo, el exiguo decorado de Dogville, parece tener además otra función: burlarse de las necesidades de superproducción de los films hollywoodenses para narrar historias que incluso quedan muchas veces bastante lejos de lo que se logra en relación a efectividad dramática en esta película. Muestra Trier, con soberbia, pedantería, fiel a su estilo, cómo representar (y emocionar, e inquietar) sin necesidad de dinero. Pone en evidencia la falta de creatividad de muchos, y todo su genio, con el cuál los dólares pueden no ser dilapidados (o al menos ser usados para otras cosas).
Y hacia el final, cuando la capacidad de sorpresa pareciera ya haberse agotado, el danés da un nuevo golpe de timón, pariendo una resolución antológica, que no armoniza, ni explica, que no capitula, ni matiza, sino que mantiene el mismo tono mórbido, de vigorosa intolerancia, elevando aun más la apuesta (que ya desde entrada había sido bastante elevada).
Dogville así, se erige como una obra que se entremete profundamente en la materialidad difusa de lo humano, en lo visceral de la conflictividad de la existencia. Logro de Trier al que accede evitando, alejándose (tal cuál pediría Adorno) de la realidad “tal cual es”, del esperable consenso representacional sobre la realidad. Y he ahí, el enorme potencial de su película, su capacidad de incidir sobre lo real, al explicitar su inmanente conflicto.

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