Por Manolo Sarmiento
Al terminar el año pasado me llamó Fabricio Terán para invitarme a editar un documental que estaba filmando en Manabí. Era un documental sobre el terremoto, me dijo, sobre experiencias de superación después de la tragedia. La invitación tenía el doble atractivo de permitirme, primero, trabajar con Fabricio, con quien compartimos amistad, curiosidad por la política y algunas aventuras audiovisuales cuando terminábamos el colegio en Portoviejo, y después porque era una oportunidad para intentar responder a la pregunta que me hice cuando visité la ciudad al día siguiente del terremoto. Yo también, como Fabricio y otros cineastas, estuve allí, filmando la vasta y sobrecogedora destrucción de Portoviejo y de otras ciudades y pueblos, preguntándome, ¿cómo filmar eso? ¿Qué decir frente a eso? ¿Qué decir cuando se tiene enfrente la imagen misma del desaliento?
Días después escuché los testimonios que Fabricio había grabado. Eran voces plenas de vitalidad, encanto y sabiduría. Algunas revelaban todavía fragilidad y quebranto, como la de Betsy Moretta, que describe en un bello pasaje cómo la memoria se desmorona junto a los edificios, mientras que otras eran firmes y a la vez misteriosas o inquietantes, conformando todas un admirable coro de madurez y generosidad. Esas voces son el mayor tesoro de la película que Fabricio nos ofrece. La imagen de Ivo Uquillas, artista portovejense que en el filme recorre los caminos de la provincia en una bicicleta llevando una ofrenda de recuerdos a la zona cero de la parroquia de Tarqui, y el testimonio por momentos alucinante del joven compositor Elio Santana, son los hilos conductores de la historia. El filme propone una mirada afectuosa sobre la identidad manabita puesta a prueba y en ese camino nos ayuda a encontrar un sentido a esa imagen del desaliento.
En el documental no hay imágenes de la destrucción de los primeros días, salvo una: un plano secuencia que recorre lentamente las calles del centro de Portoviejo que fue filmado poco después del 16A. Esa imagen, presentada en el filme en toda su extensión, es una invitación a mirar y tratar de entender la dimensión de lo ocurrido. Uno siente un gran afecto después de mirar “10 historias en abril”: ese afecto es el que Fabricio Terán siente por esa tierra. Uno adivina inmediatamente que este filme es el resultado de un largo tiempo de convivencia y de aprendizaje, y de un genuino deseo de comunicar la inabarcable experiencia emocional que se ha vivido allí en este año.
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