Por Sandra Araya
1.
El problema, como siempre, es el Otro.
El problema, como siempre, es que no se puede ser ese otro, que lo despreciamos, que nos horroriza cada detalle de su ser, hasta que, de repente, comenzamos a mutar, a convertirnos en aquello que más odiamos. El Otro se ha colado, de repente, en nuestro cuerpo. Somos el Otro.
Y para hacer este doloroso descubrimiento hay que emprender un viaje, iniciático, el viaje que todo héroe requiere para completar su aprendizaje sobre sí, sobre el mundo. Tanto viajar para aprender que inevitablemente nos convertiremos en lo que más nos repugna… que aquello que nos ha producido rechazo se quedará para siempre en la retina, en la memoria, que no hay forma de escapar del horror, de su nombre, de su rostro.
Ya Joseph Conrad —polaco de nacimiento, británico por nacionalización, convertido en otro— exploró en su literatura aquel enfrentamiento entre uno mismo y ese otro, aquel que aparece bajo la presión de la naturaleza, la locura del hombre, las atrocidades de una raza. En la mente de un ser humano suceden cosas innominables, que escapan al lenguaje, que, por último, en un arranque de desesperación, brotan de los labios de un moribundo en forma de palabras, sí, para alcanzar un rastro de comprensión: “El horror, el horror”.
¿Qué se puede colegir de esa declaración, las últimas palabras de un hombre antes de morir? El horror, como la fe, no puede transmitirse, explicarse. Se siente, punto. Se padece. En carne propia, en la piel, hasta que queda tatuado en la memoria, según el umbral de dolor que cada homwwbre o mujer pueda aguantar. Cada persona padece sus horrores, en silencio, a solas, en una habitación especial de su mente. Y, morosamente, los repite, en sueños, en la vida, en ese momento en que ambas orillas se confunden, donde la vigilia es irreal, tal como Conrad lo dijo en El corazón de las tinieblas: “Vivimos igual que soñamos: solos”.
2.
El horror. Dos palabras. Una imagen que no puede transmitirse. Muchas imágenes que conforman una realidad desconocida para quien no la haya vivido. Y sin embargo, todos hemos sentido horror, en todos habita esa presencia oscura, ese Otro que se rebela o se regocija frente a la realidad determinada, atisbada.
Aunque la realidad sea atroz.
Aunque la realidad sea esa, y no haya más.
Traducir el horror propuesto por Conrad fue la tarea que se propuso Francis Ford Coppola en 1979, en Apocalypsis Now. Sí, es un clásico. Pero quizá no todos sabían que la película está basada en la novela de Conrad, y que la adaptación al cine, si bien se sitúa en otro tiempo y en otro espacio, guarda la idea original del horror a través y al final de un viaje. Esta película es definitivamente una obra maestra, una cuidadosa compilación de imágenes que producen horror, depresión, tristeza, euforia, todo lo que alguien puede sentir frente a la guerra. Una guerra. Todas las guerras.
Por supuesto, había que hurgar en heridas recientes para que el espectador reaccionara. El corazón de las tinieblas se sitúa en el Congo belga, durante la colonización europea, mientras que Apocalypsis Now se sitúa en la Guerra de Vietnam. Pero el problema sigue siendo el mismo, y volveré sobre ello una y otra vez, como una voz insistente, quizá la de Kurtz: el Otro, al que no podemos reconocer como igual, no es sino uno mismo, en toda su atrocidad. Para Conrad, los otros eran los aborígenes del Congo, aquellos que, a pesar de representar a los otros, “… no eran inhumanos […] Aullaban, saltaban, y daban vueltas, y ponían caras horribles; pero lo que te aterraba era pensar que, como tú, eran humanos, la idea de que guardabas un remoto parentesco con aquella exaltación salvaje y apasionada”. En la película, los otros estaban representados por los vietnamitas, la gente que escondía sus armas en sus cestos de arroz, que poco a poco iban siendo exterminados por llamaradas, por descargas infinitas de metralletas, amparados, casi al mismo tiempo, por los mismos que disparaban, que los calificaban de salvajes; los Otros no tienen derecho a defenderse con una granada solitaria, deben morir, someterse a las armas, a la compasión y a la música de Wagner.
Someter al Otro, someterse a sí mismo, es la tarea. Dominarlo, dominarnos, a través de las palabras, de la voz, esa voz que no siempre puede conectarse a un rostro, una voz que surge de las tinieblas, de su corazón. Para eso usamos los discursos, la razón, la misma que nos permite decidir sobre la vida de los otros, la que nos da el poder de creernos dioses. ¿A quién le corresponde oprimir el botón, dar la orden de acabar, de una vez, con todos y todas? ¿Al poder establecido o a quien se hace con él en el instante preciso? El informe de Kurtz —el del libro, el de la película (oh, Marlon, maravilloso, por siempre y para siempre)— tiene un anexo, una inscripción terrible que resume el sentimiento del hombre que se ha enfrentado al horror y que, a fuerza de convivir con él, ha adoptado su máscara como rostro propio: “Hay que exterminarlos a todos”.
Una novela. Una película. El horror.
Ahondar en cómo la película de Coppola reproduce el horror de la novela de Conrad sería tedioso. Me queda, solamente, recomendar la visita o revisita de ambas obras, no para compararlas, sino para apreciar los matices, el juego de la luz sobre los rostros, la tonalidad de la niebla. ¿Para entender? Quizá.
La verdad es que el horror está siempre ahí. Y detrás de cada mirada. A solas, para soñarlo, para vivirlo.

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