Por Analía Beler
Gran Torino, obra maestra de Clint Eastwood –tal vez la última de su vida­–.
¿Cómo elegimos vivir y morir? Es una interrogante que para muchos que han llegado casi a los ochenta años, puede ser una constante. En el caso de Clint Eastwood, esta idea se pone de manifiesto en su último filme: Gran Torino. En él Eastwood brilla como director y actor y pone sobre el tapete el discurso de la otredad y el racismo de una manera convincente.
En una suerte de autobiografía, escogió su último papel en la gran pantalla con una dedicatoria a sus casi sesenta años frente al celuloide. En Gran Torino, el actor muestra todas las cartas de macho rudo que tuviera en las memorables actuaciones en sus años mozos cuando interpretaba seres violentos, en películas como Harry el sucio. La rudeza, indeleble y marcada por los años, se devela en la apariencia de un personaje con repugnancia ante todo y ante todos: un viejo cascarrabias. Pero aquello es solo la apariencia. En el fondo, todo es más complejo.
Walt Kowalski, es un ex combatiente de la guerra de Corea, con profundas marcas de los horrores que la guerra imprime en quienes sobreviven a sus atrocidades. La guerra ha dejado a Kowaski como un hombre tosco, machista. No tiene buenas relaciones con sus dos hijos y sus nietos. Al enviudar, su vida se consigna apenas en arreglar su casa, cuidar de su Gran Torino (el auto Ford de 1972 que atesora como una reliquia) y a tomar cerveza en el porche de su casa junto a una perra que lo acompaña. Su vecindario en los suburbios de Detroit -otrora un barrio de clase media- se ha convertido en un barrio ocupado casi en su totalidad por familias asiáticas hmong. Un hombre como Kowalski, xenófobo y racista, no tiene problemas en blasfemar contra sus vecinos, llamándolos de todas las formas políticamente incorrectas que Hollywood puede imaginar. Lo mismo ocurre con el trato que dispensa a sus amigos y con el cura de la parroquia, lo que consigna además dosis de fino humor al estilo Eastwood.
Un joven sacerdote trata de acercarse a Kowalski para pedirle que se confiese. Sin embargo, hasta el final, Kowalski mantiene una actitud desafiante con la iglesia y lo que representa. “¿Qué es la muerte?”, dice el sacerdote el día del velorio de la señora Kowalski… “una sensación agridulce”. Dulce por que según el catolicismo se llega al paraíso, amarga por la ausencia que deja en los que quedan. Tonterías para Kowalski, ser pragmático que no cree en “supersticiones”. Pero la muerte, sin embargo, es inquietante. Su fin es palpable.
A pesar de su primera repugnancia por los vecinos asiáticos, nuestro octogenario héroe empieza una relación, al principio fortuita, luego totalmente conciente, con dos hermanos hmong que llegan a ver en Kowalski la imagen paterna que les hace falta. A su vez Kowalski ve en ellos la relación que no tuvo ni tiene con sus hijos. Pronto los jóvenes serán sus protegidos, dejando de lado cualquier prejuicio. Eastwood hace de su personaje un ser tridimensional, humano que llega a tener la capacidad de la emoción.
Aunque se podría pensar en el cliché del hombre duro que en la vejez descubre las bondades de la generosidad y la amabilidad, el filme de Eastwood muestra un personaje maduro y complejo, donde se ve retratado él mismo y muchos de su generación. Una vida marcada por un estilo de vida americano, donde solo importaba el confort y lo material, sin importar mucho lo que se siente y se piensa. Hasta que la vejez te pisa los talones y te recuerda cómo transcurrió tu vida y cómo quieres que termine. Llegar a la vejez con tal lucidez es formidable.

Comments

comments

X