Por Galo Alfredo Torres
A la película Lloviendo piedras de Ken Loach le interesa el objeto representado y no tanto la representación.
La vida social, las relaciones e intercambios entre el individuo y la colectividad han sido generosas fuentes de temas para las construcciones ficcionales. Todo un género, llamado de crítica social o películas de problemática social, constituyen aquellas cuyas historias y personajes escenifican los conflictos de las relaciones sociales de producción, los métodos de negociación de los unos con respecto a los otros en lo tocante al trabajo, las clases, la calificación profesional o la educación. El segmento de los conflictos laborales, y, dentro de ellos, el de la desocupación ha recibido una especial atención filmográfica. La representación de los estados vitales del desocupado fueron ya emprendidos por Chaplin en varias de sus películas. Pero sería Vittorio De Sica el cineasta que levantaría el prototipo del héroe desempleado en Ladrón de bicicletas (1948). Y cómo no, el cine latinoamericano también tuvo una lucida carta con Vidas secas (1962-63) de Nelson Pereira Dos Santos, en torno a las precarias condiciones de trabajo de la vida campesina. Más próximas están las incursiones brillantes de Todo o nada (2002) de Mike Leigh o Los lunes al sol (2002) del español Fernando León de Aranoa, y la menos memorable The Full Monty (1997) de Peter Cataneo. Estos filmes sobresalen por ese siempre deseado equilibrio entre ética y estética de la construcción cinematográfica; son filmes que sin descuidar su referente y su cometido de desnudar el lado oscuro del capitalismo, son capaces de desplegar una labor estetizante a nivel de la forma.
En la década de los noventa, el director británico de orientación marxista Ken Loach, emprende una trilogía de películas en torno al mundo obrero, justamente para radiografiar los efectos del desempleo en el seno del galopante neoliberalismo globalizador, cuyas perversiones provocaban estragos casa adentro. Lloviendo piedras (Raining Stones, 1993) formaba parte de ese corpus delator. El asunto sobre el que Loach construye su relato que incluye a dos amigos desempleados que en tal condición se ven obligados a ganarse la vida desempeñando cualquier trabajito. Lo que funciona como disparador del drama y objetivo a alcanzar es que la hija pequeña de uno de ellos se prepara para su primera comunión y eso demanda gastos. He aquí el drama que determinará las acciones de un héroe al que por cierto no le adornan mucha astucia ni carisma. Desde las primeras escenas, en las que se nos muestra sus torpezas para robar un borrego y el pésimo negocio que hace con el carnicero –lo que marca un inicio en tono de comedia– se anuncia una debacle sucesiva hasta la tragedia: Loach comienza con el sacrificio de un cordero y termina con un cuasi sacrificio humano.
Cierto nivel simbólico atraviesa la película. Ese héroe desafortunado, que se enreda y miente con el fin de obtener el dinero para el ajuar de la hija, que acumula peripecias e infortunios, va a terminar matando involuntariamente a un usurero. En una suerte de justicia o licencia poética del guionista, el culpable circunstancial será redimido por la complicidad de un sacerdote, quién al final ofrece la hostia salvífica a la hija y al padre.
Hay por allí algunos movimientos de la trama que rechinan (una hostia no salva de la pobreza). No estamos entonces frente a una narración refinada ni grandes derroches formales. Por ello al estilo simple y directo de Loach se lo ha tildado de estar cercano al “grado cero de la gramática” ficcional o de deberle demasiado al documento. A este transparente realizador le interesa el objeto representado y no tanto la representación. Una actitud discutida y discutible que va por la otra orilla del cine social y político que inaugurara Eisenstein, que a propósito de su película de 1923, dijo: “ante todo La Huelga no pretende salir del arte, y en esto está su fuerza”.

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