Por Alexis Moreano Banda
Obra capital de John Ford; western pionero en el comentario social.
Cuentan que The Searchers no suscitó mayor entusiasmo de parte de la crítica al momento de su estreno, en 1956, a pesar de que gozó de una acogida nada despreciable a nivel del público (11ª mejor taquilla del año). Con el pasar de los años, sin embargo, el más oscuro y atípico western del maestro John Ford ha alcanzado tal grado de reconocimiento entre críticos, cineastas y otros espectadores “iniciados”, que hoy resulta casi un lugar común decir que se trata de una de las obras mayores de su realizador y una de las películas más admiradas e influyentes de todos los tiempos (de ella se han inspirado directamente realizadores tan diversos como David Lean, Martin Scorsese, Sergio Leone, George Lucas, Michael Cimino o Steven Spielberg).
Paradójicamente, allí donde la celebración del filme se ha tornado unánime en el círculo especializado, son más bien los cronistas que aspiran a tocar al “gran público” quienes más reparos emiten hoy por hoy en contra de la película (calificada por uno de ellos como “un puro objeto de culto para pseudo-cinéfilos que se creen más inteligentes que los espectadores” y por otro como “la peor mejor película de todos los tiempos”), lo cual sugiere una curiosa inversión del orden de las relaciones que regía cuando el filme fue inicialmente distribuido. De esta aparente contradicción, sería fácil deducir que el público de 1956 habría sabido apreciar en la película unas cualidades que escapaban a las entendederas de la crítica de la época, o pensar por el contrario que el público era simplemente más impresionable entonces que hoy en día, y que el posterior ensalzamiento crítico del filme carece a fin de cuentas de sustentos reales. Lo más probable, me parece, es que la recepción original del filme haya sido fundamentalmente la misma tanto para el público como para la crítica, y que si las masas acudieron a las salas a pesar del poco entusiasmo de los comentaristas, fue en respuesta a su afiche, como ha sido siempre el caso, y sería abusivo por ello confundir audiencia con aprobación. Lo cierto es que The Searchers es un filme cuya extraordinaria modernidad, (que todavía hoy impresiona) difícilmente hubiera podido ser aprehendida por el grueso de los espectadores, sobretodo si lo que se esperaba ver era un western en el sentido clásico, dirigido por añadidura por uno de los principales realizadores del género y protagonizado por su actor más emblemático. En este sentido, tengo la impresión de que los equívocos que The Searchers suscitó al momento de su estreno y puede todavía suscitar, resultan por una parte del hecho de que el relato reposa sobre numerosos sobreentendidos y ambigüedades, y deja sin duda varios cabos sueltos, pero además, y por otra parte, porque la manera como se estructura el discurso propiamente fílmico da cabida a varias películas a la vez, permitiendo que la lectura se hilvane según por dónde cada quien decida meter la aguja.
The Searchers es pues una obra compleja y sin duda más exigente que el filme promedio, pero de ninguna manera es una película “difícil”. El cine de Ford se distinguió siempre por una enunciación particularmente límpida, en la que las interpretaciones más justas suelen derivar de las formas más evidentes. De ahí que, para penetrar en The Searchers, puede que lo más prudente sea empezar por el principio e ingresar, como la película nos lo propone, por la puerta de entrada.
Todo comienza de hecho con una secuencia de créditos menos anodina de lo que pudiera parecer: una sola imagen de fondo (un muro de adobe que nos impide ver más allá) y un único fondo sonoro (una canción que alude de entrada al misterio que rodea al personaje principal e instruye su carácter errante – “What makes a man to wander? (…) And turn his back on home? / Ride away, ride away, ride away”). Tras los créditos la pantalla funde al negro para enganchar con una leyenda que nos sitúa en Texas, en 1868. Las letras se funden a su vez y volvemos brevemente a la penumbra, hasta que vemos surgir en medio de la pantalla un haz de luz: una mujer ha abierto la puerta de su casa, revelando, del otro lado, el imponente paisaje de Monument Valley encuadrado tras el negro marco de la puerta. La mujer avanza hacia el porche y la cámara sale con ella, dejando la oscuridad atrás. Un leve giro hacia la derecha nos muestra, a media distancia entre la cámara y el horizonte, a un cowboy solitario que se aproxima. El primer corte nos presenta a la mujer en un plano frontal, en leve contrapicado, cubriendo sus ojos del sol para poder identificar al visitante. Fuera de campo, escuchamos a un hombre que, con una voz más incrédula que dubitativa, pregunta: “¿Ethan?”.
La manera en que cada quien perciba estos breves segundos, estoy convencido, es determinante tanto para seguir el desarrollo de la trama como para apreciar en su justa medida las reales cualidades artísticas del filme. Si en este momento quizás valdría la pena resumir brevemente la “historia”, sería injusto privar a los nuevos espectadores del placer de descubrirla por ellos mismos, por lo que me contentaré con decir que la película narra la odisea de Ethan Edwards (un cowboy errante y taciturno, que desprecia visceralmente a los indios y carga consigo un insondable secreto), quien durante cinco años recorrerá miles de kilómetros en compañía del joven Marty en busca de rescatar a sus sobrinas secuestradas por los Comanches. Amparándose en un relato que se conforma plenamente con los imperativos del género, The Searchers alineará uno tras otro los principales tópicos que dieron su gloria al western de los primeros años, pero exponiéndolos a una luz que subraya sus aspectos más problemáticos, y abordando por primera vez de manera frontal (aunque sin caer en la denunciación fácil) un conjunto de temáticas que sólo rara vez, y por lo general de manera subrepticia, habían sido abordadas con anterioridad: el racismo, la misoginia, el incesto, la desproporción en el uso de la fuerza, la duplicidad moral del pionero. Es bien sabido que el western fue, en la práctica, no sólo un instrumento ideológico, sino un vector activo en la ejecución de un proyecto político particular: la construcción de un mito nacional integrador, en el que la celebración de la gesta de los pioneros sirve lo mismo para unificar a un país desgarrado por una guerra civil reciente que para enmascarar los capítulos más oscuros de la conquista del Oeste y justificar a fin de cuentas la desposesión, la aculturación y el exterminio planificado de cientos de miles de personas.
El western entró en su crepúsculo a partir del momento en el que el público empezó a comprender que la mitología podía no ser más que una mitomanía, y uno puede percibir en las profundas contradicciones que atraviesan The Searchers el advenimiento de esta nueva conciencia. Pero el mérito principal del filme va bastante más allá del comentario político o la reorientación crítica del género, y se sitúa más bien, como siempre en Ford, a nivel de la imagen, la puesta en escena y la invención formal. En The Searchers, la imagen es elocuente, y sobre ella recae sistemáticamente el encargo de conducir el discurso. La imagen no sólo ilustra o describe, sino que enuncia, responde, completa, comenta, contradice, nombra lo que las palabras no pueden y revela lo que los personajes ocultan o se niegan a ver (el amor entre Martha y Ethan). Pero Ford, que conoce la potencia de la imagen, sabe producirla también por su ausencia, ya sea para instruir su necesidad (Debbie) o para preservar la inocencia de la mirada (los cadáveres en el granero, los disparos en los ojos del cadáver del indio, el descabello de Scar).
Lo cual nos lleva de vuelta a los segundos iniciales del filme, que dejamos más arriba pendientes. Según varios analistas del filme, el plano con el que arranca la película designa la oposición entre la civilización (expresada por el marco de la puerta, la casa, la mujer) y la naturaleza, imponente pero salvaje (Monument Valley). Otros han resaltado que allí donde los exteriores son luminosos pero amenazantes, los interiores son obscuros pero cálidos y seguros (una suerte de retorno al vientre materno). Y otros han visto en el uso del marco un homenaje a los grandes paisajistas que, de Cole a Remington o Miller, precedieron a los cineastas en la construcción del imaginario moderno del Far West. Estas lecturas, como tantas otras, no carecen de interés, pero me parece que pasan por alto un elemento fundamental: el movimiento, la manera cómo accedemos a la luz. Recordemos que la secuencia de créditos tiene por fondo la imagen de una pared (más allá de la cual no podemos ver nada), que a la pared sucede una pantalla negra (que nos impide ver del todo), y sólo empezamos realmente a ver más allá de la pantalla cuando surge el primer haz de luz. Todo está en ese instante, en el que todavía no hemos visto nada y nada conocemos de lo que nos espera, y todo está en distinguir qué filma Ford y a partir de ahí decidir qué vemos: un personaje femenino que abre una puerta o una mujer que recorre un telón, una localidad o un paisaje, la naturaleza o un decorado, una historia o un cuento, un mito o una mitología… ¿Una pista? Ford admiraba a Renoir.

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