Por Alexis Moreano Banda
¿Debe el documental presentar pruebas de lo que muestra? una reflexión.
La buena noticia (porque en principio lo es) es que una corte de apelaciones francesa acaba de ratificar la condena por difamación pronunciada el año pasado en contra del historiador François Garçon, cuyos reiterados ataques al filme de Hubert Sauper La pesadilla de Darwin dieron lugar a una agria y prolongada polémica. La mala noticia (porque también lo es, a fin de cuentas) es que una controversia que nunca hubiera debido exceder los límites del debate especializado haya sido dirimida por la justicia. A riesgo de pasar por un aguafiestas, aunque sin ocultar mi satisfacción por el veredicto, me pregunto si el cine habrá salido realmente beneficiado de toda esta vaina.
Resumamos. Desde finales de 2005, el susodicho Garçon ha venido sosteniendo que el celebrado documental La pesadilla de Darwin propone una visión tendenciosa y tergiversada de la realidad que pretende denunciar, al tiempo que ha acusado al realizador del filme, Hubert Sauper, de “fabricar” a su conveniencia los hechos que representa, y de “manipular” a los espectadores mediante el uso de procedimientos fílmicos incompatibles con el registro documental. Estas acusaciones fueron presentadas primero en un artículo publicado en la prestigiosa revista «Les temps modernes» (dirigida por Claude Lanzmann, el autor del monumental Shoah) y posteriormente reiteradas y ampliadas en un libro y en numerosas entrevistas. Una vez instalada la polémica, sin embargo, las discusiones giraron esencialmente en torno a tres imputaciones principales, sin duda las únicas que podían parecer fundamentadas. Por una parte, Garçon sostiene que el filme establece un vínculo puramente imaginario entre la explotación de la perca del Nilo y el tráfico de armas al África, sin presentar ninguna “prueba” que demuestre la existencia de tal tráfico (Sauper sería pues un fabulador). Así mismo, acusa a Sauper de mentir cuando da a entender, en una de las secuencias más intensas del filme, que una parte de la población de Mwanza se alimenta de los desechos del pescado, cuando en realidad las carcasas mostradas estarían destinadas al consumo animal (Sauper sería un mentiroso). Finalmente, afirma que las secuencias de los niños de la calle fueron fundamentalmente puestas en escena, y que los niños habrían incluso sido pagados para “actuar” una y otra vez sus “roles” (Sauper sería un impostor).
Fueron en concreto estas tres acusaciones las que a la postre le valieron a Garçon una convocatoria ante los tribunales, pero sólo la última fue retenida como prueba para el proceso. Esto no quiere decir, por supuesto, que los jueces hayan dado la razón a Garçon en los dos otros puntos, sino simplemente que el particular tratamiento formal de la película, que prefiere la sugestión a la mostración y deja voluntariamente abiertas ciertas zonas de incertidumbre (lo cual es sin duda uno de los principales méritos del filme), da lugar a una heterogeneidad de interpretaciones, por lo que difícilmente pudiera constituir ella misma una prueba de nada más que de su realidad interna y de su “verdad poética”, ante la cual la justicia ha hecho bien en no pronunciarse (por ahora). No encuentro nada que decir ni sobre la manera en que se desarrolló el proceso ni mucho menos sobre su resolución. Y sin embargo, confieso que hubiera preferido que la justicia simplemente se declare incompetente y que mande a uno y otro bando a resolver sus problemas en otro terreno. Porque más allá de la impresión (globalmente favorable) que puedo guardar del proceso, el solo hecho de que una corte haya sido convocada para discutir acerca del contenido de “verdad” de una película o del grado de correspondencia de sus imágenes con la “realidad” del mundo, me provoca no sólo una comprensible inquietud, sino una natural e incontenible repulsión.
Puedo dar fe de que Sauper sólo recurrió a la justicia luego de haber intentado toda otra forma de defensa imaginable, pero eso no mitiga en nada mi turbación es más, lo feo del asunto está precisamente en esa falta de alternativa. La velocidad y la facilidad con que las críticas de Garçon se repartieron por la esfera mediática muestran a qué punto la polémica tenía todas las de ganar por sobre la reflexión. En cuatro años de agria polémica, muy pocos artículos abordaron el caso de La pesadilla… desde una perspectiva académica, especializada, dejando que sean los medios quienes decidan del contenido, la modalidad y la interpretación del debate, y hubo así mismo muy pocas manifestaciones de solidaridad para con Sauper de parte de sus colegas y otros trabajadores del cine. Como si nadie hubiera detectado que la gravedad de las acusaciones de Garçon no residía tanto en su capacidad de perjudicar al objeto mismo de sus críticas, como en su condición sintomática de la actual (y cada vez más pronunciada) deriva hacia la normalización y la pasteurización de las imágenes.
¿Cómo interpretar esta insólita demisión del pensamiento? El éxito de la película sin duda habrá tenido algo que ver, pero me parece que el placer morboso de ver a alguien caer desde lo alto no explica lo esencial. Me inclino más bien a pensar que hubo dos consideraciones realmente determinantes. La primera tiene que ver con el hecho de que La pesadilla… es un objeto híbrido, que se permite a la vez ostentar la etiqueta documental y violar alegremente algunas de las anacrónicas y sacrosantas “reglas” del género. En teoría, todo el mundo ha comprendido que los límites entre el documental y la ficción no sólo que se han desdibujado, sino que nunca fueron tan claros como quisimos creer (en todo caso, ya nadie con un mínimo de seriedad se permitiría exigir que una película nos devuelva un reflejo fiel y objetivo del mundo). En la práctica, sin embargo, es increíble constatar hasta qué punto se mantiene vigente la idea de que un documental no puede mentir, en el sentido de que simplemente no le está permitido, aún si sólo así nos permite acceder a una verdad más necesaria, más urgente, más importante o elevada. Bastó con que se introduzca la sospecha de que Sauper hubiera podido mentirnos para que la admiración más o menos beata que se observaba por la película se desmorone como un castillo de naipes.
La otra consideración, que complementa a la primera, tiene que ver por supuesto con la tendencia a reclamar del documental que sea un garante de la verdad en un mundo dominado por el simulacro. O por decirlo de otro modo, que se substituya al noticiero televisivo, una vez que hemos comprendido que también la televisión nos miente. Lo irónico del asunto, es que un número creciente de realizadores, promotores y consumidores de documentales confunden tal encargo con la adopción alegre y despreocupada de lo que suponen habrán sido las reglas del noticiero en tiempos de la televisión de papá y mamá: imparcialidad, objetividad, transparencia, verificación de las fuentes… Y de ahí la exigencia de que un documental no deje ninguna zona de sombra, ningún cabo por atar, ninguna imagen sugerida. Cuando se nos reveló que Sauper en realidad no nos había mostrado a nadie comiendo basura ni ninguna caja llena de ametralladoras, cuando comprendimos que no habíamos visto nada de eso, poco importó que el filme nos haya abierto los ojos a una realidad que desconocíamos.

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