Por Javier Izquierdo
Diagnóstico de los documentales ecuatorianos presentados en la novena edición de los encuentros del otro cine.
Soy de los que piensan que hoy por hoy y en términos generales, en el cine documental se encuentra más libertad creativa, variedad de temas y enfoques, y menos fórmulas y encorsetamiento que en el cine de ficción. Esto es bastante aplicable al Ecuador, donde, mientras las producciones más exitosas siguen vinculadas a cierto costumbrismo caricaturesco, y prometedores proyectos de ficción duermen el sueño de los justos (básicamente por falta de fondos), la producción de cine documental no para de crecer y ampliar sus registros.
En 2002, año en que comenzaron los EDOC, dentro del festival se presentaron cuatro documentales nacionales. Ocho años después, en la edición 2010, la cifra asciende a quince trabajos. Entre estas dos fechas, se han presentado cerca de setenta documentales ecuatorianos en los EDOC, de los cuales la tercera parte son trabajos de medio y largometraje. Este incremento en la producción documental, más allá de constatar el estímulo que ha significado el festival para el género, nos permite pensar al documental ecuatoriano en un contexto más amplio e interrelacionado. Es el propósito de este fragmentado recorrido por las películas nacionales en la presente edición de los EDOC.
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Pienso en algunos “sub-géneros” que le han salido al documental ecuatoriano en los últimos años, tales como el carcelario (El comité, Ellas), el más predecible sub-género futbolístico (Ecuador vs. el resto del mundo, Mete gol gana y Tarjeta roja), o el de inmigración (Problemas personales, Sin papeles en Alemania, La separación, El tiempo no cura todo, Divididos, etc.). Bienvenido a tu familia, de Diego Ortuño, pertenece a este último y es de alguna manera una relectura de la película canónica del sub-género, Problemas personales (Manolo Sarmiento y Lisandra Rivera, 2002). En esta obra nuevamente seguimos a tres inmigrantes ecuatorianos en España (esta vez en Barcelona), cuyo drama ya no consiste en quedarse o regresar, sino en traer o no a sus vástagos. La incorporación de los hijos en el relato, en un comienzo desde el Ecuador, es el principal aporte del documental a una temática sin duda pertinente, pero algo desgastada. Da la impresión que, a pesar de las buenas intenciones de la película, le falta un poco del carisma (sobre todo en cuanto a los personajes) y la crítica social presentes en su antecesora.
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Un género que podría ser más trabajado en el país es el documental de artista. Algunos referentes son Aquí soy José (Fernando Mieles, 2002) y George Febres: la fabulosa historia… (Ivo Huahua, 2006). Pero es en Camilo Egas: un hombre secreto, de Santiago Carcelén, sobre el destacado pintor ecuatoriano, donde alcanza su punto más alto en nuestro medio y muestra todas sus posibilidades creativas. El experimentado cineasta encuentra un buen equilibrio entre la documentación histórica y un tono cercano, casi familiar, con respecto al personaje, que incluye la visita a la ciudad en donde vivió gran parte de su vida, el extenso testimonio del hijo estadounidense del pintor, y la incorporación del director como personaje en la película. De esta forma, la historia de uno de los nombres claves del arte ecuatoriano (fue uno de los pioneros del indigenismo, aunque luego abandonó esta corriente), es contada de manera ágil y contemporánea, convirtiéndose en un apasionado relato de exilios prolongados y búsqueda artística constante.
Especialmente revelador es el momento en que conocemos que, mientras Egas dirigía el departamento de arte de la prestigiosa New School neoyorquina, el gobierno del Ecuador, a través de un representante diplomático, ordenó retirar uno de sus cuadros de una importante exposición en la ciudad, por considerar que daba una imagen “negativa” del país (pobreza, indígenas). Esta obra es uno de los tesoros perdidos que serán buscados (y en algún caso encontrados) durante el documental. Ironías del destino: los problemas con las autoridades sufridas por el pintor, parecen revertir sobre el director de la película cuando a este le niegan la visa para viajar a Nueva York y continuar su investigación. Todo esto está sabiamente incorporado en el relato y justifica la presencia del director a lo largo de la película.
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De los cortos del festival, destacamos tres: dos de cineastas que continúan un camino trazado en sus anteriores trabajos, y uno de una estudiante universitaria. En Hollywood, Karina Páez indaga en la legendaria sala de cine porno de Quito, a través de sus trabajadores y empleados. Lo interesante es que el trabajo a ratos se desmarca del tema principal para hablar de otros, como la piratería audiovisual y el machismo, a través de una ordenanza municipal que en algún momento prohibió la entrada a las mujeres. Solo queda por conocer la opinión de esos seres ocultos, los espectadores de las salas porno.
Numtaketji, Somos los mismos es el nuevo trabajo de Julián Larrea, después del celebrado Tú Sangre (2005), sobre las elecciones municipales en un pueblo selvático, y antes del mediometraje Porqué murió Bosco Wishuma, sobre otro reciente caso amazónico (también a estrenarse dentro del festival, pero aún no visto por este cronista). Larrea, cual Crespi posmoderno, parece haber encontrado en la selva y sus habitantes, terreno fértil para sus películas. En Somos todos iguales explora un tema poco tratado por la historia oficial: la división del pueblo Shuar en dos facciones a partir del conflicto limítrofe entre Ecuador y Perú. El documental, contado por los indígenas de ambos lados luego de su reconciliación, constituye una reflexión sobre los conceptos (a la final ficticios) de nacionalidad y fronteras, especialmente relevante para un país como el nuestro.
Mi terruño, sobre el emblemático texto escolar ecuatoriano, también continúa cierta exploración en los temas generacionales y el habla quiteña iniciada por Paúl Narvaez en sus anteriores trabajos (Monólogo de un cuervo, 2008). El filme, que comienza con una cita (y una imagen) de Roberto Bolaño, muestra el proceso de descomposición que sufre un ejemplar del libro al colgar de una cuerda para secar la ropa durante varias semanas. Los testimonios en off, que al comienzo evocan recuerdos y anécdotas sobre el libro, se van convirtiendo en una ácida crítica a ciertos aspectos que han caracterizado a la educación ecuatoriana: la historia enseñada como trauma, la violencia (física y sicológica) de los profesores, su intolerancia a la diferencia, y la memorización como método de enseñanza.
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Y es justamente sobre la educación memorizada en que se basa una de las escenas más memorables de Mejor que antes, tercera película de Andrés Barriga estrenada a finales del año pasado. La escena en cuestión, repetida como un leit motif a lo largo del trabajo, consiste en un lento acercamiento a diferentes escolares ecuatorianos que recitan un rimbombante texto sobre Eloy Alfaro. La escena funciona por su gran ambigüedad, ya que es funcional para una película que aborda, aunque sea indirectamente, la figura del héroe liberal, y reflexiona sobre la forma en que este tipo de personajes se pueden convertir en símbolos huecos. En esta ambigüedad se mueve esta película también caracterizada por su hibridez (la mezcla de registros y el cruce entre documental y ficción son la tónica), que ha suscitado las más diversas reacciones. Para algunos, el trabajo representa una especie de renovación del lenguaje cinematográfico ecuatoriano. Para otros, la película se acerca peligrosamente al panfleto, al reproducir el discurso oficialista sobre diversos temas. Juzguen por ustedes mismos. ** Otro aspecto de los documentales ecuatorianos este año es su amplitud de miradas. Defensa 1464, de David Rubio y Five Ways to Darío, de Darío Aguirre, son dos documentales realizados por directores ecuatorianos fuera del país. Como los trabajos de Tito Molina (Ergo, Donde mueren los castaños) o el más reciente (aunque algo trasnochado) Cuba, el valor de una utopía, de Yanara Guayasamín, estos trabajos demuestran la vitalidad del documental ecuatoriano y las ventajas de la co-producción internacional.
Defensa 1464, de David Rubio es un documental sobre los negros en Argentina, aunque varios de sus personajes sean afro-ecuatorianos radicados en ese país. Tomando a Freda Montaño, música y activista afro-ecuatoriana residente en Buenos Aires, como punto de partida, el documental emprende un viaje por la experiencia negra en Argentina, cuyas debilidades pueden ser la falta de una documentación histórica rigurosa y de testimonios suficientes de afro-argentinos (dada la pequeñez de esta comunidad en el país). En todo caso, la protagonista ecuatoriana del relato, cuyo itinerario vivencial en la metrópolis argentina coincide con algunos de los lugares claves de la historia de la esclavitud en ese país, ilumina al documental en más de una forma.
En Five Ways to Darío, por otro lado, el director ecuatoriano residente en Alemania pone en marcha un dispositivo similar al de Alan Berliner en The Sweetest Sound: mientras este reunía en su casa a varios de sus homónimos estadounidenses, para explorar las dinámicas ocultas detrás de los nombres, Aguirre parte en un viaje en busca de algunos de sus “tocayos” regados por el mundo (sobre todo en Argentina) con el fin ulterior de encontrarse a sí mismo. Aunque no queda clara la efectividad del método, y si obviamos cierta falta de originalidad en el planteamiento, podemos decir que el documental ofrece algunas sorpresas, como los momentos de espontánea complicidad entre personas cuyo único elemento en común es el nombre, y las reflexiones del director sobre su propio desarraigo.
Pero sin duda el plato fuerte de los documentales nacionales en el festival es Abuelos, de Carla Valencia. (también una co-producción y una película grabada en parte fuera del país).
El cuidado largometraje, fruto de varios años de investigación y rodaje, desarrolla las historias de los dos abuelos de la directora, un médico autodidacta cuencano que exploraba las formas de prolongar la vida humana, y un dirigente político chileno, asesinado poco después del golpe militar, desde la primera persona y la anti-linealidad (mientras el relato sobre el primero comienza con su temprano descubrimiento de la medicina alternativa, el del segundo empieza con su muerte). Así, las dos historias se van entretejiendo en una original estructura dramática no exenta de paralelismos, en donde se identifica a los dos abuelos con elementos de sus respectivos paisajes: el desierto del norte de Chile y el verdor de la sierra ecuatoriana, bellamente fotografiados, se convierten en personajes de la película. Una escena en la que los familiares del abuelo injustamente asesinado vuelven a escuchar su voz en una grabación encontrada muchos años después de su muerte, sintetiza varios de los “grandes temas” del cine documental: el paso del tiempo, el peso de la muerte, los mecanismos del recuerdo y la importancia de la memoria.
Abuelos, en definitiva, es una película sobre la muerte, sobre un hombre convencido de que se la podía vencer a través de la ciencia, y otro que no pudo hacer absolutamente nada ante su definitivo (y en este caso sistematizado) zarpazo. Abuelos, además, es un documental que indaga en la historia política del continente y toma una postura ante ella, pero no desde la ideología y las grandes ideas, sino desde el apasionamiento y la perplejidad.

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