¿PARÍS PARA TURISTAS? ARTÍCULO SOBRE LA ÚLTIMA DE WOODY. POR MARÍA VIRGINIA JAUA – TOMADO DE SALON KRITIK

La pregunta podría ser ¿Cuántas películas se han rodado en las calles de París? ¿Cuántos escritores han abandonado sus casas, sus ciudades, sus países y sus continentes para instalar su máquina de escribir o su ordenador portátil en un espacio quizás medio metro más grande que un armario en el que hay espacio para un traje, un par de zapatos y una taza: o sea en donde apenas cabe un escritor. Desde el siglo XVIII ¿cuántas novelas, poemas, relatos, filmes, clips, nacen, crecen, se desarrollan y se extinguen en alguno o varios de los 20 arrondisements de la capital francesa?

Inútil dar una cifra no por ininteresante sino por la infinita y ardua lista que supondría reproducir y para la que no habría suficiente espacio aquí. Pues todos –o casi todos- los escritores y los aspirantes a serlo han albergado -aunque sea en secreto- el vulgar (por extendido) anhelo de experimentar la vida parisina.

Pascale Casanova, en su indagación sobre la formación de una cultura hegemónica, sugiere que una de las razones por las que muchos escritores europeos, pero también provenientes de otros rincones del planeta como Norte y suramérica, África, Asia, las Antillas escogieron venir a París en la segunda mitad del siglo XX fue -además de las numerosas razones políticas- por motivos editoriales, ese afán de la cultura francesa por la traducción y esa “íntima y sútil” rivalidad con la creciente hegemonía de la lengua inglesa.

Digamos que Woody Allen no vino a París en busca de ser “traducido” o de una legitimación cultural, pero supongamos que si dentro de ese mito parisino se oculta también el del halo de misterio que envuelve a la creación artística y al artista como un ser “único”, “irrepetible” e “inmortal”, Woody no podía ser la excepción y después de haber cepillado bastante a su “emotionally dysfunctional and disorded” (emocionalmente disfuncional y desordenada) ciudad Nueva York y tras una bastante fallida historia “barcelonesa” se anima a llevar a la pantalla grande sus ambiciones por la ville lumière.

La película gusta, claro. Imaginemos a todos esos turistas americanos o japoneses extasiados ante la pantalla. Falso. Los turistas –lo sé, porque lo he visto- están en las calles demasiado ocupados en apuntar sus dispositivos fotográficos a diestra y sieniestra para al final del viaje, una vez en sus casas enterarse con la ayuda de google qué fotagrafiaron y de dónde provienen todas esas imágenes. Don’t panic! no importa que los turistas –esa versión degradada del viajero- no vean la película, hay otros miles de personas que están tan ávidas de viajar que lo hacen a través de los artilugios de la ficción cinematográfica: como yo misma que fui al cine y me senté en una butaca de un cine a viajar al París propuesto por Woody Allen, aunque nunca me han gustado sus películas, ni siquiera las más antiguas.

Digamos que este film se pudo haber llamado “Todos los clichés parisinos que usted quizo reunir y finalmente se atrevió a juntar” o “Todo sobre mi ego”. Porque si no, cómo podría explicarse que además de todas las vistas obvias de la ciudad: Torre Eiffel, Arco del Triunfo, Rue de Rivoli, Pont Neuf, Montmartre, Notredame, el Sena, Café de Flore, Place Vendome, repetidos una y otra vez desde el mismo encuandre, misma “luz” y misma perspectiva, Woody Allen haya logrado reunir en una sola película a: Scott y Zelma Fitzgerald, Pablo Picasso, Luis Buñuel, Salvador Dali, Cole Porter, Ernest Hemingway, Gertrude Stein, Alice Toklas, Modigliani, T. S Elliot, Man Ray, Edgar Degas, Paul Gaugin, Toulouse Lautrec… a Carla Bruni y creo que –si no me equivoco- también a él mismo: sí el propio Allen en versión clónica (ya que como veremos su presencia no se limita a su firma en los créditos).

En la película, gracias a un artificio “ficcional” más bien pobre y desgastado, el protagonista de la historia –un escritor de guiones americano con aspiraciones a escritor “bohemio” o sea literario- viaja en el tiempo sin querer y llega a ese París de sus sueños festivo e intenso de las vanguardias. El vehículo automotor que pasa a la medianoche en busca del joven nos recuerdan a otras ruedas que también sirvieron de máquina del tiempo, las de la motocicleta de “La noche boca arriba”, aunque en la historia parisina todo ocurre sin necesidad de accidentes mortales ni de batallas de guerreros aztecas.

Mucho más civilizado, el aspirante a escritor americano solo debe sentarse en los escalones que conducen a alguna iglesia parisina a esperar que den las doce, suenen las campanas y llegue un chófer a recogerlo en un antiguo citroên -como a una Cenicienta su calabacita tirada por ratones- para por arte de “magia” ir al encuentro del mundo disneylandizado de los artistas que deambulaban por el París de entre guerras. Pero, es cierto que contado así parece no sólo ingenuo sino demasiado bobalicón, -lo siento lectores, pero lo es.

Sin embargo, Midnight in Paris es una película que trata –ya no de cómo gracias a la magia de la ciudad un joven clasemediero americano se libera de un matrimonio que supondría un ascenso en la escala social pero en el que sacrificaría sus honorables y redentoras aspiraciones artísticas- sino del trasfondo de este drama: cómo alcanzar la inmortalidad del ego.

En este film se confirma que las aspiraciones de Allen son las de perpetuarse en la piel de otros: “la piel que habito” sería la de un actor joven por medio de la cual sigue siendo posible besar a todas las actrices hermosas de la película. Su obsesión es tan grande que lo impulsa a clonarse a sí mismo en actores más guapos y más jóvenes, entrar en sus cuerpos, habitarlos y ser por siempre ese objeto de deseo: el heróe cinematográfico.

Pues, una vez más resulta evidente que a Woody Allen poco le importa que los actores que representan a todas las demás celebridades se parezcan ni siquiera casi nada a los originales, incluso parece degustar cierto placer por hacer de ellos unas malas caricaturas ridiculizadas de sí mismos; incluso a los originales como Carla Bruni -que en el film es guía turística desangelada. Esto en sí no sería un problema, pues son muy pocos los filmes que logran hacer retratos “verosímiles” y “dignos” de personajes históricos; sin embargo, lo que resulta interesante es que este descuido contrasta enormemente con la maníaca y desproporcionada obsesión que vuelca en la reproducción de su propio “yo” a través de su “alter ego”.

Es en ella que parece cifrarse la clave de la creación alleniana. Esta pulsión obsesiva con la construcción de su propio personaje (dentro y fuera de la ficción) roza lo aterrador; para decirlo en términos del género preferido por los norteamericanos, es bastante freaky ver a ¿cómo se llama? Owen Willson transitar por las calles de París gesticulando y dialogando con una voz y unos gestos que le fueron inoculados.

En medio de la puesta en escena de tantos lugares comunes y de tantos personajes famosos uno se pregunta si Woody Allen no se habrá guardado algún descubrimieno, algo inédito. Un lugar común del tránsito por la ciudad luz un poco más sofisticado: pues «casi» todos los que se han asomado por ahí creen poseer un descubrimiento “único”. En fin, algo que no haya querido revelarnos, incluso algo que haya querido ocultar a las hordas de turistas, a los buscadores de “charme” a los cazadores del parfum de la bohème

Para ello tendríamos que hacer suposiciones pues Allen no hace ninguna alusión a ello en su film. Pero insiste tanto en los déjà vu en las fórmulas gastadas, en las frases hechas, como aquella del personaje que se confiesa feliz llevando una baguette bajo el brazo, que refuerza aún más nuestra tesis de un hallazgo oculto… las llaves de un pasaje parisino hacia otro mundo…

Vamos a suponer que invertimos el mecanismo alleniano y pudiéramos acceder a una máquina del tiempo que nos condujera al futuro. Una vez trasladados allí indagaríamos en cómo las personas de entonces leen la obra de Woody Allen. Veríamos que se le considera un cineasta que en sus paseos nocturnos pudo haber recuperado los secretos a aquel alquimista judío que encontró la piedra filosofal y que con ella no sólo pudo transmutar muchos metales vulgares como el plomo y el cobre en oro, sino que se dice alcanzó a develar los secretos de la vida eterna… pero que finalmente falleció al destruir la piedra para que nadie pudiera encontrarla… nadie salvo Woody.

Se dice que el laboratorio de ese alquimista está enterrado bajo los cimientos de lo que hoy se conoce como la estación del metro Hotel de Ville, muy cerca del antiguo barrio judío de París, por donde seguro Allen deambuló para comprar pan ácimo (y no baguettes -aunque no haya querido confesarlo, incluso se haya empeñado en ocultarlo).

Pero eso no es más que un delirio místico, pues lo más seguro es que en el futuro Woody Allen y/o alguno de sus clones siga haciendo las mismas películas insulsas sobre todos los lugares comunes de las parejas, en los que la gente le encanta reconocerse. Por lo tanto no existirá distancia alguna, es decir, que el futuro será igual a nuestro presente, pues la enfermedad crónica del ego parece ella sí, haber desentrañado los secretos de la eternidad y del viaje en el tiempo.

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