Por Christian León
El delirante monólogo final de Manuel Calisto es uno de los momentos antológicos del cine ecuatoriano.
Hablar de la muerte es un afán complejo. Quizá porque está se corresponde con el grado cero de la acción y el significado. En sus dominios, el movimiento y vida cesan. Todo deja de tener sentido. Como la literatura y el arte, el cine se las ha ingeniado para poder hablar de ella. Arriesgo decir que hay dos caminos para filmar a la muerte. El primero, ante el horror al vacío, llena el relato de imágenes, acciones, parlamentos y reflexiones. Esta es la vía del cine de terror, del policial y de la comedia negra. Del otro lado, existe un cierto tipo de filme que encara la muerte en su mutismo e incomunicabilidad. En este caso, la misma narración parece quedarse atónita ante la presencia suprema de la nada. Pongo tres ejemplos: La humanidad de Bruno Dumont y El viaje de Morven de Lynne Ramsay o, en tono más amable, El otro de Ariel Rotter.
Cuando me toque a mí opta por el primer camino. En los primeros minutos del filme, un hombre es acuchillado y un niño atropellado por un auto. Sigue una serie profusa de historias relámpago que terminan en la sala de emergencia de un hospital o directamente la morgue. En la antesala al más allá, Arturo Fernández, médico forense, despide a los occisos. Este personaje al borde del abismo trajo a mi cabeza lejanas resonancias del camillero de Bringing Out the Dead (Martin Scorsese, 1999) y del policía de Teniente corrupto (Abel Ferrara, 1992). Nuestro forense es un hombre amargado, frío y solitario que echa mano del vodka y la ironía como mecanismos de defensa ante un mundo que ha perdido todo sentido.
Fernández se dirige a los cadáveres con el respeto y la violencia solo reservados a cuerpos palpitantes. Habla de la muerte de manera incontenida e inconexa. “Los muertos son sabios”, “Me indigna la muerte”, “No hay mejor muerte que la ocasionada por las pasiones, por los deseos” sentencia el personaje. En un plano prolijamente construido, el médico conversa con un colega, en el fondo se escucha el ruido sordo del sistema de refrigeración, unos pies inertes aparecen a un costado del cuadro. La muerte está siempre en el fondo oculta por la acción y la palabra.
A pesar de está tónica general, en el momento de mayor intensidad, la muerte asalta a la historia en forma de delirio. Fernández recibe a uno de sus pacientes. Como en casi todos los diálogos en el hospital, una cámara al hombro ligeramente errática registra la conversación. En un magistral plano de más de cuatro minutos, el atormentado galeno pronuncia un potente monólogo sin ilación ni rumbo. El parlamento suministra importantes pistas para comprender al personaje. Pero más allá esta función, es puro torrente sonoro, ruido y furia como diría Shakespeare; alarido del shofar, pulsión invocante, doblez de la muerte como diría Lacan.
Se pueden plantear varios reparos a la película. Quizá hay demasiadas historias privadas de desarrollo que restan tiempo e intensidad al periplo del personaje central, sin lugar a dudas el más interesante. Quizás hay una mirada monolítica, sin muchas inflexiones ni matices, sobre la vida, su final y recorrido. Aún así, el personaje de Fernández sale bien librado. Su delirante monólogo es uno de los momentos antológicos del cine ecuatoriano.

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