Por Christian León
En el Ecuador el indio ha sido filmado como telón de fondo de lo primitivo. Las películas indígenas no han salido del estereotipo indigenista de la literatura y la plástica.
En 1923 llega al Ecuador el sacerdote italiano Carlos Crespi. Maravillado por el oriente ecua- toriano, decide hacer una película que de cuenta de los prodigios de “ese mundo nuevo” que se abría ante sus ojos. En 1926, junto con el fotógrafo Rodrigo Buchelli y el camarógrafo Carlo Bocaccio, filma Los invencibles Shuaras del Alto Amazonas. Esta obra, considerada como el primer documental antropológico ecuatoriano, inaugura una larga historia de estereotipos y discriminación que aún pesan sobre los pueblos indígenas de este país.
Crespi, sacerdote ilustrado y doctor en Ciencias Naturales, buscó representar a los “salvajes” temidos por el acto siniestro de reducir cabezas como seres nobles, dignos de la piedad de Dios y la admiración nacional. En su documental, retrata a los indios Shuaras con la misma curiosidad que despiertan las piezas arqueológicas, con la misma admiración con que miraba la naturaleza.
Diez años más tarde, bajo el título En canoa a la tierra de los reductores de cabezas, el explorador sueco Rolf Blomberg realiza otra película sobre la comunidad de los Shuaras. Blomberg realizó en el Ecuador 15 filmes documentales entre 1936 y 1969. En sus filmes, como en los de Crespi, se actualiza una mirada colonialista que construye dos polaridades: una subjetiva vinculada a la conciencia civilizada y otra objetiva vinculada a la realidad salvaje de los pueblos indígenas. Como se entiende entre ambas hay una relación jerárquica y excluyente. Los indígenas pueden ser vistos como hombres ingenuos y buenos, hijos de la estupenda naturaleza, pero nunca portadores de una conciencia y una cultura con el mismo valor de los cineastas.
El primer realizador ecuatoriano que presta atención a las culturas indígenas es Demetrio Aguilera Malta. Este escritor realiza en 1955 dos filmes: Los Salasacas y Los Colorados. Posteriormente, en los años setenta y ochenta se produce un boom del documental indigenista. Los realizadores, alineados con la intelectualidad de izquierda y el discurso nacionalista, denuncian las condiciones de marginación del indio, al hacerlo actualizan el mito ilustrado de “la raza vencida”. Entre una buena cantidad de obras de corte indigenista se destacan: La minga (1975) de Ramiro Bustamante, Entre el sol y la serpiente (1977) de José Corral Tagle, Chimborazo, testimonio campesino de los Andes ecuatorianos (1979) Freddy Ehlers, Los hieleros del Chimborazo (1980) de Gustavo Guayasamín, Quitumbe (1980) de Teodoro Gómez de la Torre, Boca de lobo, Simiatug (1982) de Raúl Khalifé, Éxodo sin ausencia (1985) de Mónica Vásquez.
¿Qué tienen en común todas estas manifestaciones del documental indigenista realizadas por cineastas nacionales y extranjeros?
A pesar de sus diferencias, todas citan y recitan sin mucho cuestionamiento una serie de tropos, figuras y estereotipos provenientes del ensayo, la literatura y la plástica indigenista. Ya sea desde una concepción civilizadora o desde una concepción nacionalista, se afirma una imagen decimonónica, esencialista y rígida que no termina de desaparecer. El indio es concebido como una víctima indefensa de la sociedad que vive en armonía con la naturaleza. Siempre es filmado con el telón de fondo primitivo y retratado bajo la figura de una “imagen ventrílocua”, cito a Andrés Guerrero. Si, por un lado, aparece la imagen de un indio pasivo, desprovisto de voluntad e incapaz de hablar por sí mismo desde su propia cultura y en defensa de sus intereses. Por otro, se afirma el semblante magnánimo del realizador condescendiente hacia los inferiores étnicos que aboga por ellos.
Esta situación parece no haber cambiado mucho, tal como lo advirtió en este mismo
periódico Andrés Barriga a propósito del estreno de Taromenani, el exterminio de los pueblos ocultos (2007) de Carlos Vera. Resulta difícil encontrar filmes sobre indígenas que desafíen la retórica anquilosada del indigenismo. Apenas saltan a mi memoria dos: Shuar, pueblo de las cascadas sagradas (1986) de Lisa Faessler y Tú sangre (2005) de Julián Larrea. Faesssler muestra a un grupo de indígenas liderando una radio comunitaria, Larrea usa el cine directo para deconstruir los estereotipos sobre los indígenas del oriente.
En este contexto, esperamos con entusiasmo la consolidación del cine y video realizado por los propios indígenas. Alberto Muenala abrió ya el camino, colectivos juveniles como Sinchi Samay lo están recorriendo. No solo necesitamos más cine sino también un cine diferente. La descolonización de la imagen del indio y del cine ecuatoriano aún está pendiente. Ojalá que no tarde.

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