Por Alexis Moreano Banda
Aquí una reseña básica de la muestra.
Hubo un tiempo, ¿se acuerdan?, hace no muchos años, en que los Estados Unidos eran una potencia industrial que fabricaba en su propio territorio la mayor parte de los productos que sus pobladores consumían, y tanto fabricaba que sus productos se exportaban y se vendían como pan caliente todo a lo largo del por entonces llamado “mundo libre”, incluso en mercados tan chiquititos como el Ecuador post-bananero y neo-petrolero en el que crecí. Ah, los viejos y buenos tiempos del capitalismo de nuestros padres y abuelos… ¡Cuántos bonitos recuerdos!: la lavadora Westinghouse, la tele RCA, la refrigeradora General Electric, los pantalones Levi’s, el shampoo Johnson & Johnson que si no irritaba los ojos del nene imagínate lo suave que podía ser para tus cabellos, los Cadillac y los Ford Mustang… ¡Productos de calidad, carajo! ¡Elaborados por manos expertas y con tecnología de punta! Modernos, bonitos, disponibles en cada esquina y hechos para durar, nada que ver con las por entonces rústicas manufacturas asiáticas. Y a precios más accesibles para el trabajador honesto que los de los productos europeos, que además de caros tenían el mal gusto de venir con manuales escritos en lenguas incomprensibles. Sí, sí, acuérdense… Eran tiempos en que a la señorita del mostrador le bastaba pronunciar dos palabras mágicas: “es americano”, para que el consumidor bien informado se sienta súbitamente libre de toda duda y se dirija no más, rapidito y sonreído, a la caja. Y es que la etiqueta “Made in USA” más que una garantía de calidad, era prácticamente por entonces un sinónimo de confianza.
Comprenderán, pues, la profunda emoción que agitó el corazón de este impresionable espectador al saber que OCHOYMEDIO (que ya bastante nos ha abierto las vistas con su programación regular de filmografías provenientes de las más exóticas comarcas) inaugura a partir de este mes un ciclo consagrado exclusivamente a descubrir las diversas facetas del cine estadounidense –cine que desde sus orígenes, y hoy no menos que antes, ha contribuido activamente a enaltecer el prestigio de la etiqueta Made in USA, pero cuya extrema diversidad e inmensas calidades suelen ser injustamente desestimadas, cuando no del todo ignoradas por un amplio segmento del público (piensen, por ejemplo, pero sean piadosos, en los incautos consumidores de los bodrios de Michael Bay, que en su embriagado despiste tienden a suponer que el cine estadounidense es eso. No, no estoy exagerando, así mismo suelen decir, yo les he oído, incapaces como son de comprender que un oficio y una nacionalidad no son cosas del mismo orden. Pero bueno, tampoco hay que burlarse, pobrecitos ellos. Ya bastante han de sufrir cada vez que les toca asociar dos ideas.) Y qué mejor manera de inaugurar este nuevo ciclo que dedicando su primera edición a una expresión tan singularmente estadounidense de la cinefilia mundial como lo son las así llamadas “películas de culto” (o Cult Movies, como reza su apelación de origen).
La denominación “de culto”, si cabe recordarlo, no designa una categoría genérica, en la medida en que no remite a las características formales, las reglas narrativas, el sistema de producción u otras propiedades internas comunes a un conjunto de películas en particular. Dicho de otro modo, ninguna película es “de culto” por naturaleza, sino que sólo ciertas películas se ven atribuir tal estatuto en razón del uso singular que les dan sus más fieles espectadores. Uso que, a breves rasgos, consiste en: 1) ver una y otra vez la película en cuestión; 2) aprenderse de memoria sus pasajes y diálogos más célebres o distintivos; 3) hacer gala del “conocimiento” así adquirido ante otros espectadores igualmente fanáticos; y 4) participar cada vez que la ocasión se presente de los rituales colectivos que suelen acompañar las exhibiciones públicas de la película objeto de su devoción – rituales que, por su dimensión eminentemente performativa, constituyen frecuentemente un espectáculo en sí mismos, en ocasiones más estimulante y más entretenido incluso que aquél que se proyecta en la pantalla.
Así pues, el carácter “de culto” de una película es independiente de toda consideración de género, de calidad, de presupuesto, de sistema de producción o de ascendencia sobre la producción que le sucede. Es un atributo de orden cultural más que estrictamente cinematográfico. De ahí que virtualmente cualquier película es susceptible de acceder a tal estatuto, y de ahí la inconmensurable diversidad que engloba la denominación “cine de culto”. Lo único realmente determinante es que en torno a una película llegue a congregarse una comunidad de seguidores lo suficientemente atentos o fanáticos como para reconocer en ella virtudes (o defectos) que escapan al espectador común. Seguidores que, a fuerza de su sola perseverancia y sus cualidades de exégetas, han conseguido popularizar a autores desconocidos o a filmografías olvidadas, tornar rentables a películas que al momento de su estreno fueron notorios fracasos comerciales, descubrir cualidades artísticas insospechadas en obras que no parecían portarlas, revelar contenidos ocultos, proyectar nuevos sentidos, y hasta recalificar los géneros o desviar las intenciones de origen de sus películas de devoción (como sucede por ejemplo cuando películas pretendidamente “serias” devienen “de culto” en razón de su comicidad involuntaria).
La selección de las películas que integran esta primera edición del ciclo “Made in USA” es bastante representativa de la extrema diversidad inherente al fenómeno “Cult”. Diversidad que se refleja en cada una de las nueve secciones que organizan la proyección de los más de treinta títulos seleccionados. Así, en la sección “Clásicos de culto y serie B de todos los tiempos” se podrán ver algunas obras cumbres del cine de género como El beso mortal (1955) de Robert Aldrich por el Film Noir, Punto límite: cero (1974) de Richard Safarian por el género persecuciones-de-autos, El valle de los placeres(1970) de Russ Meyer por la explotación sexual, o La invasión de los robacuerpos (1956) de Don Siegel por la ciencia-ficción-en-tiempos-dela-guerra-fría, pero también algunos filmes ejemplares de uno de los más recurridos principios de atribución del estatuto “de culto”, a saber: películas tan abiertamente malas que terminan por ser buenas, como El ataque de los tomates asesinos (John de Bello, 1978) o Glen o Glenda (1953), el primer largometraje de Ed Wood, realizador que porta la dudosa distinción de “peor cineasta de la historia”, pero que sus cultores reconocen como uno de los más originales y entusiastas autores de su generación.
La sección “Ciencia ficción” (que bien hubiera podido llamarse “Kitsch extraterrestre”) comporta los títulos: Barbarela (1968) del francés Roger Vadim, adaptación de un clásico de la historieta pop y la obra cumbre del ya citado Ed Wood, Plan 9 del espacio exterior (1959), verdadera lección de cómo la inventiva y la perseverancia pueden paliar (en parte) la absoluta falta de talento.
“Psycho-killers y sus dispositivos de tortura” cuenta a su vez cuatro películas, entre las cuales dos absolutamente imperdibles: Quiero la cabeza de Alfredo García de Sam Peckinpah (ver la edición 113 de este periódico, en www.ochoymedio.net, para una crítica de este filme) y Masacre en Texas de Tobe Hooper, ambas realizadas en 1974, pero que presentan cada cual una aproximación distinta a la cuestión de cómo y con qué fines filmar la violencia en el cine, pero una misma responsabilidad en su representación.
La sección “Culto zombi y vampiros” es corta. De los tres títulos, sólo el Amanecer de los muertos de George A. Romero es verdaderamente digno de interés, allí donde los vampiros glamour del filme de Tony Scott El ansia (1983) resultan castos y démodés en estos tiempos de True Blood, y La muerta (2008) de Marcel Sarmiento y Gadi Harel, inútil y poco convincente ejercicio de morbo-shock, parece verdaderamente muerta apenas tres años después de parida.
“La selva de cemento” presenta tres retratos de la desagregación de la vida social en las urbes modernas, mientras que la sección “Criaturas malignas” explora desde tres ángulos distintos la distinción incierta entre los hombres y los animales. Y hablando de animalidad, la sección “Cultoerótica” comporta por su parte un filme culto de la comunidad gay (Muchachos en la arena, Wakefield Poole, 1971), un clásico del porno-kitsch de explotación (Flesh Gordon, Benveniste & Zienn, 1972) y una de las obras mayores del inclasificable Jesús Franco, el delirio jazzy-surrealista Las pieles de Venus (1970).
La sección “Culto contemporáneo” se queda corta. Con sólo tres títulos, y sólo dos de los cuales se pueden considerar verdaderamente contemporáneos (Spinal Tap de Rob Reiner está sin duda más cercana a los clásicos de siempre), uno se queda con ganas de que algún momento en el futuro se organice una nueva edición que no sólo presente una selección más extensa de películas “cult” de producción reciente, sino que atienda además a las nuevas condiciones en que el fenómeno se prolonga en nuestros días (reapropiaciones artísticas, distribución en las plataformas de intercambio de vídeos, redes sociales creadas ad hoc, etc.)

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