Por Rocio Carpio
De cuando la identidad se ve fracturada por lo fortuito. Ida y Phoenix, dos filmes que a través de lenguajes distintos, exponen la idea del desdoblamiento del yo.
“Ya no existo”. Nelly se mira por primera vez en los pedazos de un espejo, roto como ella. Es otra. Ese rostro reconstruido por la cirugía plástica en el que no se reconoce, la convierte en un cuerpo sin identidad. Ella recorre los restos de una Berlín en ruinas, en busca del marido que la guerra le ha arrebatado, pero en realidad se trata de un intento por hallar lo que queda de ella fuera de sí misma. Phoenix (2014), de Christian Petzold, inicia como un guiño a Les yeux sans visage (1953) de Georges Franju, aunque prontamente se aleja de su línea argumental.
El rostro que un fusil le quitó a esta mujer en Auschwitz es la metáfora de la devastación de los primeros tiempos del periodo posguerra. Alemania es una nación fragmentada que busca reconstruirse desde los despojos. Detrás de esa destrucción, está la vergüenza de no poder mirarse a los ojos: la responsabilidad colectiva. Nelly, quien fuera cantante antes de la guerra, carga esa vergüenza ajena con la incomodidad propia de quien no se reconoce. Ella está convencida de que lo único que la regresará del purgatorio es el reencuentro con su marido, un pianista que ahora es camarero en un bar.
Basada en la novela de Hubert Monteilheit, Le retour des cendres, Phoenix es una cinta que asume la complejidad del drama desde una narrativa de estructura clásica y un lenguaje cinematográfico preciso, de alta rigurosidad técnica. ¿El resultado? Una película virtuosa que sigue el derrotero marcado por su predecesora Barbara (2012), también protagonizada por Nina Hoss, actriz fetiche de Petzold. Esta última ambientada en la RDA de los ochentas, en ese pedazo de país dividido como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial.
Tal como en su trilogía neo noir Fantasmas, el director esta vez vuelve a abordar el conflicto existencial desde los límites entre la vida y la muerte. De ahí que Nelly encarne -como el nombre del filme lo sugiere- al ave fénix que se ha quemado y que busca resurgir de las cenizas. En ese renacimiento por obligación, se instala el discurso del desdoblamiento por voluntad: se convierte en su propio doppelganger. El reencuentro con su marido -que no la reconoce- la convierte en un performance de sí misma, con la infructuosa tarea de imitarse: él sigue sin reconocerla. La reconexión, finalmente, sólo se dará a través de su voz.
Y la voz, como melodía e identidad, es uno de los hilos conductores. El popular tema de jazz Speak Low, compuesto en 1943 en plena guerra, para el musical A touch of Venus, es el leitmotiv de la película. Hay una clara intención de darle protagonismo a la música a través de generar una especie de paradoja dramática propia de ese género.
De hecho, Petzold tomó a Las señoritas de Rochefort (1967) de Jaques Demy como inspiración. Según sus palabras, “Demy era judío. Parte de su familia fue asesinada en los campos. Él vivió en una sociedad en la que pudo hacer un musical con Gene Kelly, y aún sientes la guerra de Argelia en él. Puedes bailar y tener colores fantásticos y canciones, pero la guerra y la experiencia de la ocupación fascista de Francia están ahí. ¿Por qué no tenemos musicales en Alemania?”. La deuda que remite esa pregunta, de alguna forma la salda en Phoenix.
En Ida (2013), de Paweł Pawlikowski, la música también es esencial, pero de distinta manera. No es un sutil homenaje a un género, obedece más bien a una intención dramática preciosista: hay una búsqueda estética que alimenta la trama. Es diegética en su totalidad y ejerce acción directa en escena sobre su protagonista, una novicia que antes de tomar sus votos en la Polonia de los sesenta, es enviada por su superiora a conocer a la única pariente viva que le queda, su tía.
El encuentro con esta mujer, Wanda Gruz, una ex jueza antifascista, le revela quien en verdad es: una judía cuyos padres fueron asesinados durante la ocupación nazi. Ida ahora es otra. Una que no conoce, y que abre, nuevamente, la posibilidad del desdoblamiento. A diferencia de Nelly, Ida está en constante negación, no acepta convertirse en alguien más, aunque decide ir en busca de lo que queda de sus raíces: la tumba de sus padres.
Rodada en blanco y negro a manera de evocación de la época en la que está ambientada, Ida es una cinta de estética cuidada con una fotografía que apela a planos de belleza plástica, cuyo grueso argumental se desarrolla en clave de road movie. El conflicto del redescubrimiento de uno mismo y el abordaje de la fe como algo inamovible, están contenidos en la premisa básica de la dualidad santa/puta, sobre la que están construidos los dos personajes antagónicos de Ida y su tía.
No obstante, en la ruptura de esa dualidad, Ida sentirá tambalear su propia identidad. El buscarse en el otro lado solo la hará retornar al punto de inicio del drama, eso sí, con un nuevo talante producto de la aventura que ha experimentado. Una estructura clásica, apegada al viaje del héroe, que le valió el Oscar 2015 a la mejor película extranjera.

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