Por Jeannine Zambrano
Pocos realizadores han logrado el nivel de profundidad y de lenguaje como Luchino Visconti, célebre hombre del siglo veinte.
Hombre de pasiones políticas y eróticas. Esteta de la decadente aristocracia de la posguerra italiana. Maestro trascendental en la construcción del lenguaje del cine moderno. Luchino Visconti es un artista complejo y valioso, con una vida aún más fascinante que la de sus personajes. Su origen noble, su amistad con celebridades del arte de la época, su pugna entre su ideología marxista y el esteticismo heredero de su clase, su vehemente homosexualidad; todo en Visconti puede ser abordado desde muchas lecturas, inclusive opuestas. Es fácil caer en una visión sensacionalista, como se traduce en las palabras de un crítico del Village Voice que dice: “la principal pasión del conde Luchino Visconti era criar caballos, hasta que Coco Chanel le presentó a Jean Renoir”.
Es considerado, junto con Jean Renoir y Orson Welles, uno de los padres del cine moderno. Renoir lo inauguró, Welles lo consolidó y Visconti apuntaló este lenguaje con sólidos fundamentos teóricos y de producción. Nació en Milán, en 1906, en el seno de una familia noble y rodeado de rituales aristocráticos, obras de arte, música de ópera, e influyentes artistas como Toscanini, Puccini o el escritor D’Annunzio.
Empezó su carrera cinematográfica en 1942 con Obsesión, basada en la novela “El cartero siempre llama dos veces”, de James M. Cain. Transcurría la Segunda Guerra Mundial, y hasta ese momento había dominado en el cine italiano la comedia ligera o la propaganda fascista. Obsesión representó una entrada triunfal a otra forma de hacer cine: una ruptura formal e ideológica que, apelando al mayor realismo posible para ambientar una Italia arrasada por la pobreza y la guerra, no reparó en representar el sexo, la codicia y la avaricia como nunca antes se había hecho en el cine italiano. Las copias de la película, considerada inmoral y escandalosa, fueron destruidas por el fascismo. Solo después de la guerra el filme fue redescubierto y señalado por muchos críticos como el precursor del Neorrealismo, junto con Roma, ciudad abierta de Rossellini y El limpiabotas de De Sica.
En La tierra tiembla (1948), filmada en Sicilia y en dialecto regional, el Neorrealismo de Visconti llega a su mayor expresión. Con Rocco y sus hermanos (1960), se cierra el ciclo neorrealista, al mismo tiempo que aparece la semilla de la poética característica de sus posteriores obras: el tema de la pasión llevado a sus extremos e interpretado desde una cierta solemnidad actoral, propia de las tragedias griegas. La historia de la reubicación de una familia campesina sureña en la ciudad de Milán, da pie a un fresco cinematográfico que explora uno de los problemas más importantes de los años 50 y 60: la desigualdad entre las zonas rurales y urbanas, marcada por la oposición entre subdesarrollo e industrialización. El nudo de la trama es el triángulo pasional entre Rocco, su hermano menor Simón, y la joven prostituta Nadia, centro de la disputa irracional que destruirá la vida de esta familia sumida en la ignorancia del instinto y la violencia.
Heredero de la cinematografía poética de Renoir, la estética de las pasiones de Proust en lo literario y Verdi en lo musical, Visconti se convertirá en un obsesivo buscador de la belleza humana, a través de la sensualidad de Claudia Cardinale o Romy Schneider, o de la belleza griega de Burt Lancaster, Alain Delon o Helmut Berger. Construirá un cine filosófico pero no por eso menos descarnado, en torno a un mundo aristocrático ensombrecido y descompuesto, en el que solo la música de ópera y la belleza hierática de sus protagonistas se mantendrán incólumes.
En El Gatopardo (1963), basado en la novela de Di Lampedusa, las tropas de Garibaldi invaden Sicilia en 1860, y el Príncipe de Salina (Burt Lancaster) debe enfrentar el cinismo de su sobrino Tancredo (Alain Delon), que se une a los rebeldes y consigue un noviazgo por conveniencia con la rica heredera Angélica (Claudia Cardinale). La escena más simbólica es la fiesta final en el palacio, donde el Príncipe baila un vals de Verdi con Angélica, en un plano largo y subyugante que representa la inevitable fusión de la vieja nobleza y la nueva burguesía. Desplegando sus magníficas dotes de observador y artista, cada detalle histórico, cada mueble y cada objeto, fueron dibujados de antemano por el cineasta. El envejecido rostro de Lancaster logra recrear el desencanto de un personaje que se sabe huérfano en este nuevo mundo. Bajo la contundente dirección de Visconti, podemos apreciar la talla de este actor al que Hollywood había condenado a papeles estándares en películas de aventuras. La fotografía de un maestro de la luz como Giuseppe Rotuno y la magistral partitura de Nino Rota, convierten a El Gatopardo en una obra maestra, ganadora de la Palma de Oro de Cannes y aplaudida por muchos como una de las mejores películas en la historia del cine.
Apoyada en la música de Maurice Jarré, la cinematografía de Pasqualino De Santis y el vestuario de Piero Tosi, La caída de los dioses (1969) retrata vívidamente el pathos trágico y operático de Visconti. En vísperas de la campaña política de Hitler, la ideología nazi es desenmascarada a través del declive de una aristócrata familia, vinculada a empresas de acero y municiones. Dirk Bogarde, Ingrid Thulin, Helmut Griem y Charlotte Rampling, encarnan las bajezas morales y mezquinos intereses políticos de este mundo. Con claras similitudes al Macbeth de Shakespeare, el profundo sentido político de la película se resume en un plano: el de Thulin y Bogarde envenenados sobre el sofá, mientras la mano levantada de un bestial Helmut Berger los cubre con la sombra del nazismo.
Muerte en Venecia (1971), otra de sus grandes obras y sin duda un verdadero filme de culto, representa una adaptación visualmente impactante de la novela de Thomas Mann. En sus gélidos personajes de ostentosas vestiduras y artificiosos modales, Visconti logra traducir el fin de una élite europea que en el verano de 1911 será azotada por una epidemia de cólera. Bajo los acordes sombríos de Mahler y la estudiada cinematografía de De Santis, la romántica ciudad de los canales aparece convertida en un desolado panteón, donde el fracasado compositor von Aschenbach (magistralmente encarnado por Dirk Bogarde) buscará ahogar su inminente final físico y moral en la obsesión filosófica y erótica por la belleza del joven Tadzio (Bjørn Andresen). El juego sin diálogos de plano (la mirada de Aschenbach) y contraplano (la indiferencia de Tadzio) es una representación cinematográfica de naturalezas muertas. La culminación de este duelo entre razón y deseo, arte y vida, fugacidad y trascendencia, se pone en escena cuando Aschenbach, agonizante en la playa, contempla la silueta a contraluz de Tadzio a la orilla del mar, mientras el tinte de su pelo resbala por su patético rostro maquillado como el de un payaso.
En Ludwig (1973), Visconti retrata los miedos y fantasías de Luis II de Baviera (Helmut Berger) en su relación con el compositor Richard Wagner (Trevor Howard), y logra crear un retrato épico de la pasión homosexual y desbordada de un solitario recluido en la ópera y los cuentos de hadas. Grupo de Familia (1974), también llamada Confidencias, mantiene los elementos de este último período de Visconti: presenta nuevamente a un personaje recluido, esta vez un viejo y reconcentrado profesor de arte (Burt Lancaster), enfrentado a las conductas escandalosas de sus nuevos inquilinos (Helmut Berger y Silvana Mangano). Peleas, asaltos, visita de la policía, actos inmorales, todo será aceptado por el profesor como la única forma de escapar a su irremediable soledad.
El inocente (1976), basada en un relato de Gabriel D’Anunzio, es claramente una ópera fílmica. Con Laura Antonelli y Giancarlo Giannini como protagonistas, Visconti desentraña, con el distanciamiento estético propio de su cine, el melodrama de una relación de pareja truculenta. La muerte del cineasta lo sorprendió al final de esta película, proyectada póstumamente.
Pasando de los marginales sociales a los marginales existenciales, de la pobreza del Milán de posguerra a la opulencia de los palacios alemanes del diecinueve, Visconti pondrá en escena mundos en descomposición, seres desheredados y atormentados, retratados sin compasión a partir de una poética refinadísima. Una estética cuyos recursos centrales serán el realismo barroco formal y los temas de la violencia pasional y la decadencia ética como hecatombes de lo humano.

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