Por Alexis Moreano Banda
El cine político ha dado, en la historia del cine y ahora, mucho que hablar.
Cuando se me propuso escribir un artículo para acompañar la muestra de “cine político” que Ochoymedio organiza este mes, dos posibilidades se me ofrecían: escoger una sola película entre las seleccionadas y concentrarme en ella (a riesgo de desestimar otras igualmente interesantes), o bien esbozar algunas consideraciones generales acerca de las relaciones cine / política apoyándome sobre las películas de la muestra (a riesgo de acumular las generalidades). Al final, y tras varios intentos fallidos, opté por abordar el artículo por una entrada distinta, que aunque no cumple fielmente con el encargo inicial, pienso que tampoco lo traiciona. Así, en las líneas que siguen intentaré describir ciertas dinámicas recurrentes y tendencias mayores que parecieran caracterizar no tanto una renovación, pero sí un nuevo momento del “cine político” de masas.
Antes de entrar propiamente en materia, sin embargo, conviene recordar que la denominación misma de “cine político” es por naturaleza polémica, y que hasta hace una treintena de años su sola mención podía dar lugar a violentas diatribas. Hoy, por el contrario, se ha tornado en una noción consensual, no problemática, una etiqueta genérica que lo mismo se aplica a una película revolucionaria que a una película conservadora o francamente reaccionaria, a condición que declaren un mínimo de simpatía, cuando no de condescendencia hacia las fuerzas que se oponen a la dominación capitalista. De ahí que las comillas se imponen, no como una irónica descalificación del género, sino para subrayar su carácter puramente genérico. A diferencia del cine militante (que se inscribe en una estrategia de lucha determinada) o del cine de propaganda (que responde a un encargo preciso), el “cine político” es a fin de cuentas (y salvo contadas excepciones) políticamente difuso, ambiguo, por no decir ambivalente. Un cine que toma a la política por tema o por moda, en suma, no como ejercicio.
Es solo visto bajo esta luz que el “cine político” pareciera ostentar una nueva juventud desde hace aproximadamente un lustro, tiempo suficiente para ubicar algunas tendencias fuertes. La más visible tiene que ver con la multiplicación reciente de películas de gran espectáculo consagradas a figuras o movimientos emblemáticos de la lucha revolucionaria de las últimas décadas, que presentan una perspectiva menos maniquea que la habitual, más amable sin duda, pero no por ello menos problemática.
Independientemente de la reconstitución más o menos respetuosa de los acontecimientos históricos, películas como Der Baader Meinhof Komplex de Uli Edel (2008) o La prima línea de Renato de Maria (2009), por citar solo dos ejemplos, proponen una visión higienizada y glamorosa de los movimientos de izquierda radical europeos de la década de los 70 (los así llamados “años de plomo”). La empatía que el público desarrolla hacia los personajes responde a la sola atracción física, y en esa fascinación se queda. De las ideas que defendían (que en sus bocas suenan a huecos slogans del tipo “pasar de la fuerza de la razón a la razón de la fuerza”) y de las motivaciones de la lucha poco o nada sabremos. Es como si se diera por asumido que la particular violencia de esos años hubiera resultado de condiciones extremadamente excepcionales y que ya no serían de actualidad, por lo que no hay para qué detenerse en ellas. Podemos pues quedarnos con la imagen consensual de los revolucionarios jóvenes, bellos e idealistas, pero ingenuos y fundamentalmente equivocados, incapaces de comprender que la aplicación estricta de sus ideales conduce fatalmente a la criminalidad más burda.
Esta vertiente se empata en este punto con otra tendencia creciente en el género: la representación del delincuente común como un revolucionario. Películas como Romanzo Criminale (Michele Placido, 2005) o el díptico consagrado a Mesrine (J.F. Richet, 2008- 2009) no se diferencian mayormente de las arriba citadas en lo que respecta al tratamiento formal esteticista y a la cuidada despolitización de los personajes y eventos que describen. La reversión simétrica revolucionario / delincuente bien pudiera tener sus virtudes, en el sentido de que, a diferencia de los revolucionarios, los delincuentes siguen activos, pero de ahí a hacer pasar por ejemplos de insumisa rebeldía a unos tipos dispuestos a perder la vida con tal de hacerse de unos cuantos millones, como que la píldora no pasa.
Más allá de la orientación o las simpatías políticas de los autores / realizadores, parece claro que la figura del revolucionario y la historia de las luchas políticas constituyen en películas como éstas esencialmente un argumento de venta y un reservorio temático suficientemente rico como para extraer varios filmes de acción o de aventuras. El problema, entonces, no es tanto considerar si estas películas cumplen el rol político que pretenden, sino si son o no lo suficientemente buenas.
Si la tendencia a la estetización glamorosa constituye quizás el rasgo más generalizado del “cine político” actual, condición casi inevitable del retorno del género al gran espectáculo, y si la despolitización progresiva del género es innegable, no todo es revisionismo esquemático y caricatura. Existen también algunos casos notables de películas que no solo se plantean el problema de dar una representación critica de los eventos y los personajes que tratan, sino que hallan sus respuestas no en los periódicos de época, los testimonios o los libros de historia, sino en el cine mismo. Pienso en películas como Unión Armada Roja (2009) de Koji Wakamatsu, en la que cada miembro del comando es lo bastante complejo y ha sido filmado desde ángulos lo suficientemente diversos, lo mismo en solitario que en grupo, que el retrato que resulta (y no tanto así el relato) no solo expresa a qué punto la causa común pudo por sobre el interés particular, sino que contiene también la energía y las contradicciones de toda una generación.
Otro ejemplo notable es el filme de Marco Bellocchio Buongiorno notte (2005), entre cuyos principales méritos están el de no temerle a la fantasía como modo de tocar lo real, el de desmontar en la imagen misma el relato oficial del secuestro y asesinato de Aldo Moro (el uso de las tomas de archivo), y el de preferir la melancolía al lirismo romántico. Y está también el díptico del Che realizado por Soderbergh, globalmente mediocre pero cuya única idea propiamente cinematográfica merece resaltarse: en cada momento de la primera parte en que el Che toma una decisión que lo elevará a la postre a la estatura de mito, Soderbergh filma a su personaje acompañado por alguien, por un testigo con nombre y apellido, manera de afirmar que sólo puede presentarse como factual aquello que un testimonio valida. O más recientemente, para terminar, el imponente filme que Olivier Assayas acaba de estrenar sobre la vida de “Carlos” (5 horas y media) aparece en ocasiones como un interesante ejercicio de détournement post-situacionista en el que los verdaderos “mensajes” políticos no vienen de donde parece (de los personajes), porque son mensajes que no se declaman sino que están siempre ahí, en las formas mismas del espectáculo.

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